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Capítulo 1 LOS MOVIMIENTOS QUE SALTAN HACIA EL GESTO

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Un día cualquiera, mi hijo adolescente y yo salimos a correr por un parque. Mientras avanzamos, distendidos, concentrados en encontrar el ritmo de la respiración, miramos el hermoso paisaje rodeado de imponentes montañas, con un cielo atardecido sin igual. De pronto, frente a nosotros aparece una niña de seis años, que se desplaza sobre un monopatín; detrás de ella, su hermana, un año menor, grita exultante: “Te voy a alcanzar, voy como si fuera una pelota”. A continuación, rueda, dando volteretas hacia adelante. Salta, mientras avanza sin parar. Ágil, gira una y otra vez, apoya muy rápido las pequeñas manos en el pasto; cabeza abajo, dobla magistralmente las rodillas, afirma la cabeza, arquea la espalda, adopta una postura en forma de bola e impulsa con fuerza el movimiento hacia adelante. Toda esta serie de equilibrios y desequilibrios posturales vestibulares, sensitivos, propioceptivos y cenestésicos van enlazados al placer, la sonrisa y la actividad corporal gozosa, devenida gestual.


Sorprendido por la escena que acabo de ver mientras corro, no puedo dejar de pensar en ella. Para alcanzar a su hermana, la pequeña niña, al rodar, juega espontáneamente a ser una pelota. En esta experiencia, imagina lo que siente y siente lo que imagina. El deseo de ficción entreteje y enlaza el movimiento corpóreo y el placer sensoriomotor, mediado por la ficción del deseo, genera un ritmo afectivo, pulsional, que desborda el cuerpo en sí, pone en juego el uso móvil de la imagen corporal e insufla vida a la escena.

La pulsión motriz articula la sensibilidad cenestésica, sensación que emana del movimiento del cuerpo como un tacto interior, independiente de los otros sentidos. Da la sensación de continuidad del cuerpo entrelazada a la imagen corporal y a la gestualidad convocante abierta a la relación con el otro y a la realización ficcional. La experiencia psicomotriz deja huellas móviles; el tiempo se divide en lo actual, el pasado y el futuro virtual de una historicidad que engendra la memoria del devenir.

En ese momento, mientras corro, el sendero gira sobre sí mismo, por lo que avanzo en sentido inverso y vuelvo a encontrar a las niñas. La más pequeña salta al lado de su hermana y del monopatín, que parece acompasar el instante con el movimiento sonoro de las ruedas que giran en el pasto. Cuando estoy frente a ella, la niña me mira con ternura, como si percibiera mis pensamientos acerca de lo que acabo de ver. Continúo ideando cuando, inesperadamente, ella detiene un poco mi marcha y me grita: “¿Cómo te llamás?”. Mi cuerpo frena su impulso, giro, la postura se acomoda y le respondo: “Esteban”. De inmediato, con una gestualidad inquieta y traviesa, vuelve a lanzarme una pregunta: “¿Cuantos años tenés?”. Sin intervalo, le respondo; ella me devuelve una amplia, hermosa y vivaz sonrisa. Entonces le digo, sin dejar de moverme y de saltar en el lugar: “Y vos, ¿cómo te llamás?”. “Sol”, me grita, contenta. “¿Cuántos años tenés?”. “Cinco”. Lo dice y, sin parar de moverse, da media vuelta y sale a correr a su hermana.

Una sensación de perplejidad me invade e inunda la escena. Mientras prosigo hacia adelante por el camino, hago una torsión para volver a verla. Ella se aleja y salta alegremente entre el monopatín y las piernas de su hermana.

Corro y me evado en pensamientos móviles, nómades: ¿cómo transmitir, cómo transcribir el ritmo corporal, gestual, la tonalidad de la enunciación postural, cenestésica y latente de la experiencia escénica recién vivida? La gestualidad corporal, ¿potencia lo ficcional? ¿Deja un trazo, una huella inconsciente, móvil, a habitar y recorrer? El placer postural cenestésico interoceptivo erógeno, en su precoz realización, ¿configura la pulsión motriz? ¿Por qué, a partir de la nada (creación ex nihilo), me pregunta el nombre y luego, en el después del antes, averigua mi edad? ¿Qué es lo que quiere saber la niñita de mirada chispeada y traviesa?

En esta experiencia psicomotriz de Sol, ¿qué nos dona ella? ¿Hay amorosidad? ¿Afectividad? ¿Hay nada? ¿Acaso el mundo no adviene a esa sutil diferencia entre la mecánica motriz y el gesto, dado a ver a un otro? Las miradas coexisten, se tocan en ese instante, mezclándose en la ficción del deseo sensible que da tiempo y espacio al origen de las creencias. ¿Qué es todo esto que pienso sin parar de moverme? ¿Será un deseo de ficción? ¿Un modo de existir en relación a la niñez que pasó, pasa y pasará...?

Queda claro que el límite del cuerpo no es nunca el organismo, sino la potencia relacional y ficcional. La sensación rítmica propia del uso de la imagen corporal es a la vez sujeto y objeto, mueve y es movida, toca y es tocada. Una sensibilidad que, por un lado, abre las vías de la plasticidad neuronal, de la transmisión intrasináptica propia del entretejido cerebral y, por el otro, al unísono, rompe el cliché y deviene apertura a nuevas experiencias subjetivas, de cuyas huellas móviles se desprende la plasticidad simbólica de la experiencia vivida.

Continúo corriendo. Mi hijo se adelanta unos metros y, de pronto, comienza a intercalar en su carrera saltos con los que se eleva, extiende las piernas y vuelve a caer. En un ritmo intermitente, realiza el cambio postural, impulsa el eje axial desprendiéndose del suelo, salta, desequilibra el sostén y continúa el movimiento. Al hacerlo, lanza un grito que resuena en la libertad y el placer del movimiento sensitivo, espontáneo, rítmico, de alguna escena íntima y ficcional.

Sorprendido, al verlo se me impone un recuerdo que viene de un pasado casi oculto. El tiempo se diluye en el horizonte montañoso que nos rodea. Durante mi niñez me encantaba saltar e inventé un salto “estilo cosaco”, que repetía cada vez que podía. Con mucha intensidad, tras una breve carrera, impulsaba todo mi cuerpo hacia arriba, elevaba el tronco y extendía las piernas, como suspendiéndome en el aire, hasta volver a caer al piso.

El movimiento sensoriomotor, vestibular, postural, de desequilibrio y equilibrio kinestésico (sensaciones en la piel, articulares, musculares) estaba atravesado por el deseo de volar; tenía la impresión de vencer la gravedad, superar el obstáculo y sostener la libertad de dominar el cuerpo, impulsándome a elevarme por los aires. Saltaba hacia arriba, arqueando el cuerpo al mantener la vertical equilibrante, los brazos y piernas extendidos, estirados, como “El hombre elástico”.


Recuerdo la sensación cenestésica de cierta altura que alcanzaba sin pensar en el final, en el aterrizaje de esa hazaña, como si el mundo se tornara ingrávido. Vencía la fuerza de la gravedad y, en esa realidad intemporal –suspendido por unos segundos en el aire, con el pelo agitándose en mi cabeza y la tensión tónico-postural–, la curvatura de la espalda compensaba el desequilibrio. En esos momentos estaba convencido de que volaba; esa sensibilidad propioceptiva alimentaba, sin darme cuenta, la potencia de la ficción, la fantasía de un vacío que podía alcanzar por el simple placer de sentir que el cuerpo sin peso flotaba por un instante, sin embargo, infinito.

El deseo ficcional entrelazado al placer sensitivo-motor producía la potente intensidad de una experiencia que aún hoy, en esta escena, no deja de conmoverme.

El tiempo de la infancia inervado por el deseo de imaginar inunda y configura el espacio, produce sensaciones kinestésicas interoceptivas por las que pone en juego al cuerpo y su imagen en movimiento. La realidad sensoriomotriz de los gestos tiene allí su origen más vibrante en el anverso y reverso de una escena significante, en la que un niño comienza a memorizar lo que aún no existe sino como una ficción deseante.

La rebeldía de la infancia

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