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Capítulo 4 EL ARTIFICIO MÓVIL DEL GARABATO

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Corro distraído por una pista de atletismo. La arenilla que cubre el piso decanta en una tenue capa blanca que amortigua un poco cada pisada. El peso corporal, la postura y la actitud parecen acomodarse al ritmo y al impulso del andar.

Frente a mí, a un costado, veo un niño de un año y medio, descalzo, en un rincón aislado de la pista. A medida que me acerco, la imagen es cada vez más nítida: tiene una ramita de árbol en la mano y registro que está muy atento a lo que hace con ella. La toma como si fuera un lápiz o un largo pincel. La apoya en el piso, la mueve y ese gesto traza un diseño. De este modo, se marcan líneas que son dibujadas al compás rítmico del movimiento corporal-postural-cenestésico. Mientras hace eso, alegre, el pequeño emite grititos, susurros vocálicos que no alcanzan a ser palabras ni gestos, pero parecen acompañar el placer sensoriomotor de la escena.

Al mover la rama del árbol, ese niño dibuja en la superficie del piso imágenes que no son figurativas, imitativas ni mucho menos analógicas, sino más bien erráticas. Constituyen la inscripción corporal de una sensación hecha escritura imaginativa. Sus trazos no solo producen imágenes visibles sino, al mismo tiempo, videntes: ellas cobran vida y miran rítmicamente al niño que las está haciendo.

El movimiento del cuerpo encarnado en la mano que sostiene la ramita diagrama líneas en fuga, nómades, que se mueven libremente. El niño extrae de ellas la potencia de lo inimaginable hasta ese momento. En un devenir plástico, él desgarra la superficie de la pista y la arenilla que la recubre se transforma en otro material; delinea lo que no sabe ni entiende. Al realizarlo, se deja guiar por el propio placer del movimiento que está experimentando y compone un collage de sensaciones cenestésicas, kinestésicas e intrépidas. Ellas, alocadas, vencen la gravedad.

A medida que las efectúa, las marcas trazan en sí volúmenes, velocidades, profundidades, formas susceptibles de convulsionar el sentido. Las sensaciones atrapan al chiquito que, deslumbrado, continúa moviéndose. La intensidad móvil de la escena lo afecta, conlleva la fuerza del ritmo; las dimensiones se multiplican y sobrepasa los bordes, extendiéndose en cada trazo con caricias que crean otra superficie. Configura relaciones en intervalos sensitivos, acelera, frena, desgrana áreas; son verdaderos latidos de movimientos que abren la ficción del deseo por donde, sin sospecharlo, se cuela la pulsión del símbolo.

El pequeño se agacha, inclina el eje axial, extiende la punta de la ramita como si fuera un estilete, hace el gesto, graba el movimiento, flexiona las rodillas y, casi en cuclillas, incrementa el impulso. La mirada háptica toca y escucha lo que hace, produce diferencias, resonancias intermitentes dado que levanta el brazo, detiene la gestualidad, arma una pausa para continuar una leve rotación que da tiempo a otra velocidad, como si fuera una hélice dinámica ritmada por espacios intercalados con sonidos alegres, onomatopeyas y balbuceos insondables de una intimidad única.

El impulso de la risa habita sensaciones simultáneas enlazadas por el placer del movimiento que transportan al niño a otra superficie, que crea al mismo tiempo que es creado por ellas. Entre el cuerpo, la pista de atletismo y la ramita, el pequeño llega a descorporizarse de la organicidad para entrar en el despliegue afectivo fluctuante de la imagen corporal, al hacer uso de ella en la incipiente plasticidad de la experiencia. En realidad, este es el nacimiento de otra dimensión desconocida, geometría topológica y tropológica que pone en tensión la diferencia potencial, el desequilibrio que quiebra la fijeza estática y engendra la rebeldía ficcional del acontecer haciéndose. Así, el niño desterritorializa la pista e inventa otra.

La escena pone en juego el movimiento de imágenes sensibles, psicomotoras, cenestésicas y espaciales que no están para nada codificadas ni son copias imitativas. Los chicos recuperan el placer en el movimiento, que genera imágenes vitales todavía sin significado ni representación. Unifican lo que sienten a partir de mover y hacer uso de la imagen corporal, y otorgan una extraordinaria continuidad a la experiencia psicomotriz unificada por el propio movimiento escénico. Secuencias sensibles de una idea, un pensamiento no representativo sino pleno de intensidades, fuerzas e impulsos en los que el pequeño se metamorfosea en la ficción que realiza más allá de cualquier organicidad biomecánica.

Cuando el chiquito toca la pista con la punta de la ramita, arranca del suelo líneas fugaces; los trazos se pliegan y contornean un zigzag liberado de la figura. Ellos son, en realidad, una fuente de movimientos entrelazados; el cuerpo escapa de sus márgenes, se fascina pero no como un espejo para reflejarse en él, sino para entrar en otro territorio sensible. La postura parece estirarse, contraerse, aplanarse y deformarse para generar un agujero gusano en esa grieta donde el movimiento se escapa del cuerpo, atraviesa el umbral y desterritorializa el límite corporal para devenir una realidad cuántica posible.

El movimiento sensoriomotor subsiste tras las sensaciones que priman en la escena; el ritmo relaciona diferentes sensibilidades táctiles, olfativas, ópticas, kinestésicas, propio e interoceptivas, abre el mundo del afuera e, indiscernible, lo pliega dentro. Acróbata ficcional, traza piruetas indeterminadas en la multiplicidad de recorridos a transitar. Los movimientos dividen, acoplan y componen otro tiempo no cronológico ni irreversible, tampoco evolutivo, sino colorido, intempestivo, propio del acontecimiento. Tras su paso en la infancia se aloja el deseo de ficción.

Detengo mi carrera, pues no puedo dejar de mirar la escena. Procuro aproximarme, tocarla a través del lenguaje háptico; si fuera posible, introducirme con el clima rítmico que ella genera. De pronto, unos metros más allá de donde termina la pista de atletismo, unos niños un poco más grandes –de entre tres y cinco años– corren por el pasto y se arrojan unos sobre otros; los cuerpos se amontonan, escalonados; desde lejos se los ve como figuras apiladas.


Una mamá corre para sacarles una foto. El pequeño que dibujaba en el suelo registra la algarabía de ellos; al verlos, suelta la ramita, súbitamente deja lo que estaba haciendo, lanza un grito y sale corriendo a toda velocidad; sin dejar de sonreír aprovecha el impulso del movimiento, mientras las vocalizaciones acompañan todo el trayecto. Al llegar junto a los otros niños, se arroja sobre ellos, que lo reciben en la juntada. Conforman un desequilibrado e inestable montículo corporal que dura solo un instante, suficiente para que la mamá que se había acercado pueda obtener la imagen fotográfica.

Perplejo, asombrado, resuena todavía en mí la fuerza del grito y la potencia del movimiento del chiquito al descubrir y ver a los otros niños amontonados. ¿Cómo captar el remolino de ese impulso? ¿Quién dirige el gesto? ¿Qué fuerza está en juego en aquella montaña humana? ¿Cuál es la chispa, el ritmo que impulsa la gestualidad de la escena? Las sensaciones de la misma se relacionan estrechamente con la rebeldía y la impresión corporal que generan. El cuerpo se expande y crispa en el movimiento; el grito es capaz de entreabrir el espacio y lanzarse, inaudito, al cuerpo de los demás. Agitado, desciende el eje postural, dilata el tono muscular, se contrae con cierta violencia en el cuerpo de los otros; en el medio, lo corporal queda prácticamente replegado, deformado, y se estira hasta alojarse en el centro, junto a exclamaciones que lo convocan y reciben.

El grito abarca al cuerpo, lo supera y se expande hacia la cofradía, dona afecto al realizarse. Los otros niños ven venir al más chiquito y acomodan lo corporal para recibirlo y abrazar la embestida. La vibración rítmica decanta en la potencia hospitalaria, en un gesto que socializa la experiencia que comparten. Lo que tienen en común no es el cuerpo sino la diferencia, que compone el lazo social, sensación continua de un entretiempo sin igual. La fuerza invisible e insondable que los impulsa, los transforma y ensambla en un instante único, fugaz. La imagen fotográfica procura eternizar ese segundo antes de su fuga.

En la experiencia escénica que describimos, los niños hacen del tiempo y del espacio, una vestimenta extraordinaria de deseo ficcional, una resonancia espacial que acopla sensaciones. Conviven en una zona que no pertenece a nadie: ocurre entre ellos y, a la par, cada uno se encuentra afectado por el otro, que a su vez le transmite a él el deseo de estar allí. Están unificados por la sensación del “cuerpo a cuerpo”, la complicidad intensa de existir en la epifanía móvil, corporal.

Cada uno de los niños cae sobre otro; el trampolín del deseo actúa de modo activo. La caída configura un descenso a lo corporal, un estupor que amortigua el peso y enlaza el descenso a la utopía de ser él en el otro. Se da cuenta de una insospechada verdad: siempre existe un otro en él. En esta composición, lo real, lo imaginario y lo simbólico se anudan en la infancia, en la que la plasticidad de la imagen corporal toma cuerpo en la red relacional.

Las manos sobre la cabeza; las piernas entreveradas; remolinos de posturas unas sobre otras; actitudes tónicas corporales yuxtapuestas en el armado del montaje corporal de los más chicos. Clinamen desequilibrante entre los cuerpos mezclados en sensaciones cenestésicas que conforman la sutileza de un toque que perdura en lo intocable. El serpenteante ritmo atraviesa la inconmensurable experiencia infantil.

Mientras corría por la pista, el azar hizo que mis ojos tropezaran con lo que ese pequeño niño hacía; lo fortuito del movimiento de su mano trazaba volúmenes y texturas al crear superficies improbables e impensadas antes de ese acontecer. En el collage psicomotor, lo aleatorio de las imágenes deviene fuerzas sensibles, sensaciones imprevisibles al impulsar el movimiento escénico. Lo azaroso introduce la natalidad al sustraerse de cualquier cliché y traza nuevas posibilidades fecundas en tanto realización aún por atravesar, franquear y hallar en el deseo de ficción que promueve.

El movimiento de la imagen del cuerpo tiene un efecto de desborde, sale del cuerpo-órgano para sostenerse en otra dimensión. Hacia afuera, recrea el adentro y sustenta la profundidad de la memoria realizándose. Acto indiscernible del ritmo heterogéneo de la experiencia, en la que pensar es crear imágenes pero, al hacerlo, la ficción decanta en el pensamiento que transmigra, cambia y es otro diferente en un incesante gesto afectivo.

El acto de garabatear no puede preverse de antemano: debe hacerse. Es el modo que tienen los niños de apropiarse de lo heredado; para ellos, heredar es recrear la propia herencia, rehacerla, conquistarla en la transformación que causa el movimiento hasta entrelazarse en su deseo en la vitalidad del juego.

Continúo corriendo. A la distancia miro la escena mientras me alejo de ella; las imágenes impulsan ideas articuladas a la sensación kinestésica del movimiento corpóreo. Doy toda una vuelta por la pista de atletismo; al regresar al mismo lugar los niños ya no están y el escenario es otro. Algunas personas caminan mientras conversan; otras saltan, corren, hacen ejercicios, cada una en su mundo atlético. Sin explicación, me detengo en el sector donde unos minutos antes el pequeño niño dibujaba con la ramita. Tal vez deseo observar, ver si hallo algo… Alguna señal enigmática grabada o un misterio a descifrar dejado por el chiquito. ¿Qué queda de aquella potente escena recién vista? Acuclillado a unos centímetros del suelo, miro las líneas trazadas por él y en realidad siento que son ellas las que contemplan mis ojos.

Veo rayas, trazos dispersos sin ninguna unidad ni figurabilidad, líneas emergentes que desbordan la pista y huyen hacia ninguna parte. Me doy cuenta de que tampoco perduran o, tal vez, esa es su condición efímera, epifánica, dionisíaca y abstracta. La gestualidad se ha perdido; estáticas, esas marcas no representan ni quieren decir nada; ninguna narración las antecede o tan siquiera las precede. Las líneas fugan a cualquier lado, indescifrables y pasajeras. Los trazados no alcanzan a ser huellas de una historia contada o teatralizada. Irrepetibles, decantan en múltiples surcos indefinidos, como si el gesto hubiera dejado una estela de sensaciones descartadas, detonadas fuera de cualquier experiencia.

En esa posición procuro recrear la escena, volver a imaginarla e irremediablemente tomo conciencia de lo impensado del pensamiento que se ha perdido. El deseo dramático inconsciente que aloja un saber imposible de conocer y, en tanto tal, inaprensible entre los trazos garabateados al compás pulsional del movimiento tónico-corporal.


La fuerza de la experiencia escénica deviene potencia en juego, la ficción del deseo relaciona intensidades diferentes, acopla, compone y crea el dinamismo vital de la diferencia. De este modo, el pequeño, en las sensaciones cenestésicas, kinestésicas y corporales, dramatiza inconscientemente la amorosidad y la rebeldía que genera al jugar y plegar el afuera en la resonancia afectiva del adentro. Finalmente, ellas empalman en la móvil plasticidad de las huellas por transitar, atravesar y recorrer.

La rebeldía de la infancia

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