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Lima – Perú– 28 de octubre 2010

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Todo está dispuesto. Mariano espera al auto que lo va a llevar hasta el aeropuerto Internacional Jorge Chávez. Echa un último vistazo a su departamento, a sus cosas, a tantos años compartidos. Lleva lo indispensable: su laptop, una valija con ropa y otra con algunos libros. Siente que tiene que ir, pero camina por la incertidumbre, se le mezclan cientos de imágenes en su cabeza desde aquel doce de junio. Se siente aturdido.

El chofer del taxi quiere entrar en conversación, los esperan doce kilómetros, hace referencia al clima, al fútbol, a las mujeres. Mariano apenas responde con monosílabos. El chofer no se da por vencido. El tráfico se atasca.

—Ruego que tenga tiempo señor porque esto puede demorar, ¿sabe usted que el aeropuerto de Lima es el más importante centro de conexión de Sudamérica? Por aquí circulan más de veinte millones de pasajeros al año ¿Eso es mucho, verdad? Pero, se me ocurre que usted no es de aquí señor. ¿De dónde nos visita?

—Soy argentino, de un pueblo del interior.

—¿Es argentino? —pregunta mientras trata de mirarlo por el espejo retrovisor— ¡No, no puede ser! ¡Si los argentinos son de hablar mucho y darse muchos aires! Disculpe usted. Aquí yo me la paso escuchando sus chácharas. Pensé que era… no lo sé, uruguayo tal vez. Llevamos casi diez kilómetros y no le he escuchado ni una queja, ni una historia, nada de nada...

—Llevo muchos años viviendo en Perú.

—¿Ha visto? Si ya lo decía yo. ¿Va a visitar familia? ¿Va de paseo? ¿Alguna desgracia?

—No lo sé, tal vez todas esas cosas juntas, no tengo idea.

—De corazón le voy a pedir a Nuestra Santísima Señora de la Nube que lo proteja, que lo ayude.

Mariano se sorprende por la repentina veta mística del conductor quien lo mira por el espejo y ya no sonríe. Ahora está serio. Hace silencio.

Baja del auto. El chofer saca las valijas del maletero y lo saluda con una inclinación de cabeza. Mariano queda solo, parado en medio de una multitud que va y viene. Despacha el equipaje. Compra un diario, se sienta cerca de la puerta en la que va a abordar su vuelo. Camina como un autómata. Casi sin darse cuenta se está abrochando el cinturón de seguridad. En cuatro horas y media estará en su patria, en aquel lugar del que salió a escondidas.

En el asiento del medio, una anciana intenta abrir una conversación.

—This is my first trip to Buenos Aires…Oh I’m sorry. .Do you speak English?

Mariano la mira y niega con la cabeza. La señora se encoge de hombros. Desde luego que habla inglés, pero no desea hacer ese esfuerzo, solo quiere pensar, ordenar sus ideas, recordar, armar ese rompecabezas al que le faltan algunas piezas. Pega su frente a la ventanilla, no ve su propio reflejo, la ve a ella, a Elsa, puede verla con absoluta nitidez... Mientras el avión despega siente una sensación casi idéntica a la que sintió la primera vez que atrajo a Elsa hacia su cuerpo. Un vacío en el estómago, un flotar, algo difícil de describir, una mezcla de emociones que no puede catalogar. Los recuerdos que se agolpan y se transforman en imágenes nítidas, casi palpables. Los diálogos se reproducen en su cabeza igual que en una película.

—No puedo creer cómo fuiste capaz de transformar así el lugar.

—Nada que no puedan resolver algunas telas, un poco de pintura y mucha imaginación. Es mi lugar y quiero sentirme cómoda. ¿Me podés ayudar a colgar estas cortinas?

—Esta tela me resulta familiar.

—¡Sí! Era una pollera que seguramente alguna vez me viste puesta, decidí que iba a ser más útil si la convertía en unas alegres cortinas

—¿Te dijeron ya que sos increíble? ¿Cómo pudiste transformar este lugar con nada o casi nada?

—Para mí que vos pensabas que yo era una niñita caprichosa, rica e inútil, no es así. Sé de buena fuente que se rumoreaba eso apenas llegué…

—Jamás creí eso —aseguró Mariano.

—Necesitaría un taladro para poner una repisa con libros allí. –Dijo Elsa fingiendo que no había escuchado la respuesta del joven.

—Tengo uno, en la caja de herramientas. —Se apresuró a responder Mariano. —¿Por qué no me preguntaste si podía ayudarte? ¿O será que sos vos la que pensás que soy un inútil y lo único que te interesa es saber si tengo o no un taladro?

—¡Por supuesto que no! ¡Dejá de hacerte el pobrecito! Sé que Teresita habla pestes de mí y eso me pone muy mal, me enoja mucho porque no me conoce, no tiene derecho a juzgarme, esa fue la única razón por la que no quería pedirle nada a nadie.

—Nadie… ¿vendría a ser yo?

—No seas tonto.

—¡Ay! no me pongas esa carita porque…

—¿Por? ¿Qué carita?

—Entre pícara y enojada. Sos hermosa pero ahora con ese pelo revuelto y las manos llenas de pintura...

—¡Ay con esta facha querrás decir!

En aquel momento sin siquiera pensarlo la abrazó y la besó mientras se sentía en un tobogán interminable. Los dos entraron en un remolino de caricias, en un vértigo impredecible

Así había empezado todo, de un modo espontáneo, aquella tarde de domingo, o tal vez antes, cuando la vio por primera vez, cuando le dijo bienvenida y pensó que tenía el color más raro y hermoso de ojos que jamás hubiese visto, o cuando descubrió que era fuerte, inteligente y aguerrida. No sabía muy bien en qué momento preciso había tenido aquella sensación concreta, casi física, y se sorprendió pensando: Cómo me gustaría que aceptara ser mi compañera para siempre… ¿Qué pasó? ¿Cómo pudieron alejarse? ¿Por qué el desencuentro? Ir a buscarla era algo tan absurdo, seguramente tendría su vida, su familia, sus amigos, cómo reaccionaría al verlo después de tantos años, qué iba a pensar de alguien que jamás la había buscado, alguien que nunca se había esforzado por saber de ella. Nada tenía sentido, pero debía ir, dar explicaciones, conocer a su hijo. Necesitaba pedir perdón, ser escuchado. No pretendía que lo perdonaran. Había hecho mucho daño, cómo explicar que no lo sabía. Lo único cierto es que Elsa había criado sola a un hijo de ambos, que con justa razón tenía muchas cosas que reprocharle. Buscarla en una ciudad con más de tres millones de personas no iba a ser una tarea sencilla. Pensó en las redes sociales, en las universidades, se la imaginó una profesional exitosa, no podía ser de otro modo, después de todo era brillante. Recordó que Elsa adoraba escribir, tal vez hubiese publicado algunos libros. ¿Viviría aún en Buenos Aires? ¿Cómo no se le había ocurrido todo esto antes? Ahora, en el avión no podía encender el celular, bueno no tenía que ser tan duro consigo mismo, demasiadas cosas y todas juntas. Lo mejor era intentar relajarse, dormir un poco, todavía tenía como dos horas por delante.

Le había prometido a Rafael que se contactaría con Agustín. No conocía a nadie más en la ciudad. Hacía más de cuatro años que no veía al muchacho, le iba a resultar muy grato reencontrarlo… qué curioso, Agustín tenía apenas un año más que su propio hijo.

El avión aterriza puntualmente. Se siente aturdido. Mira la dirección del hotel en el que se piensa quedar hasta poder alquilar un departamento. No tiene demasiado equipaje, decide utilizar los servicios de micro del aeropuerto, después de todo se alojará en pleno centro. Sabe que no está dispuesto a compartir un viaje largo con un chofer preguntón. Necesita silencio, calma, metabolizar su viudez, sus propósitos, su búsqueda.

Apenas se instala en el asiento del autobús enciende el celular. Escribe Elsa Valdéz en Google. Una larga lista aparece en la pantalla, las va descartando una a una hasta que ve la foto de una mujer madura que guarda los rasgos de la muchacha que tanto amó. Sonríe satisfecho cuando comprueba que ha alcanzado muchas de las cosas que anhelaba. Sigue buscando encuentra su cuenta de Twitter, la ve rodeada por cuatro jóvenes. Se pregunta si alguna de ellas será su hija. Lee una frase que lo atraviesa.

“No se puede cambiar el principio de la historia vivida, pero podemos apostar por un final lo más justo y feliz posible”

Siente una intensa congoja y sin ningún tipo de prurito, llora, piensa, no puede parar de pensar. Percibe su olor, su cuerpo frágil, la sedosidad de ese pelo largo hasta la cintura que tanto le gustaba. Algo lo sacude por dentro y por fuera como si estuviese afiebrado. Sus propios pensamientos lo sofocan. No sabe si va a tener coraje para mirarla a los ojos, para explicarle, para rogarle que lo perdone. Se siente en Buenos Aires, más confundido y solo de lo que jamás se ha sentido.

Entra a la habitación del hotel, busca en su billetera la tarjeta que le ha dado Rafael y llama a Agustín. Responde un contestador. No se atreve a llamar al celular.

Agustín Velázquez está atendiendo a una mujer grande en un consultorio en el hospital de Clínicas. En la sala hay dos residentes a quienes les explica cuestiones técnicas de la historia de la paciente. Se lo ve seguro, cordial, con una sonrisa generosa, atento tanto con los residentes como con la señora. Hace bromas, tiene unas cejas elocuentes, los ojos grandes, la mirada profunda. Le suena el celular. Se excusa. Les pide a los residentes que se hagan cargo y se aparta.

—¡Papá, qué sorpresa! ¿Está todo bien? ¿Tú? ¿Mamá?

—Nosotros perfectamente gracias a Dios. Te llamo porque mi amigo Mariano Cáceres ha regresado a la Argentina y va a conectarse contigo, al menos así se lo hice prometer. Es una larga historia, pero sería bueno que intentes encontrar un momento para que compartan una comida o al menos un café, quedó viudo hace unos meses y…

—Siento escuchar eso, pero Teresita dejó de sufrir estaba ya muy mal, resistió más de lo que todos pensábamos. No te preocupes papá, Mariano es mi padrino, si no se contacta él antes, lo llamo esta misma noche.

—Hijo querido, sé que debes estar ocupado, no deseo interrumpirte más. Por favor mantenme al tanto.

—Papá, qué buen amigo eres, me da un poco de envidia. Mis cariños a mamá y cuídense.

Regresa a la sala, se despide de su paciente y de los residentes. Llega a su casa. Prepara todo para darse una ducha. Revisa los mensajes del contestador. Llama a Mariano al hotel. Se citan para tomar un café, al día siguiente.

Agustín está dispuesto a escuchar, para romper el hielo decide ir al grano.

—Supe lo de Teresita. Lo siento mucho. La viudez del hombre está marcada por un sentimiento de mayor desolación que la de la mujer. Es probable que eso cambie con las nuevas generaciones, porque ahora las parejas más jóvenes nos manejamos diferente.

—La muerte de Teresita me desquició, pero hay una historia mucho más compleja que me atrevo a contarte porque sos todo un hombre y porque necesito hablar con alguien, ponerlo en palabras, tal vez me ayude a acomodar las ideas, a aclarar mis sentimientos.

Hablan durante horas, toman dos, tal vez tres whiskies. Se aflojan. Agustín lo escucha con atención. Mariano se quiebra, se repone, se vuelve a quebrar.

Deciden cenar juntos, pero en otro lado. Mariano dice que le encantaría comer tallarines con salsa mixta en Pippo. A Agustín le parece ideal. Al llegar al postre Agustín interviene.

—Es una situación muy delicada. La verdad, no me gustaría estar en tus zapatos. Me pongo en el lugar de ese hijo o hija, haber crecido sin conocer a su padre, ver que su madre sola sacó la situación adelante. Nada fácil. Creo que tienes que ir paso a paso. Es todo muy delicado no puede haber margen de error. Tengo un amigo que renta departamentos amueblados para extranjeros, ya listos para irse a vivir, desde luego mucho más confortable e íntimo que quedarse en un hotel. Hablar con Elsa va a requerir de una enorme solidez de tu parte. Encontrarla no es una preocupación, estamos en el siglo XXI. Ahora, hablar con ella y que ambos puedan explicarle a ese hijo o a esa hija todo lo que sucedió… Bueno, eso ya es harina de otro costal.

—Es cierto, “la suerte está echada”; debo ir por ella.

Sombra de una Maldición

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