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Capítulo 2 Provincia de Buenos Aires, Argentina, – 1922/1930

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Cuando Rosalía se quedó embarazada sintió que la alegría la envolvía de pies a cabeza y estaba segura de que iba a acompañarla para siempre.

Por desgracia, su primer hijo nacería muerto. Ella acunaba su dolor y perdía toda aquella espontaneidad que había enamorado a su marido. Recién en 1924 iba a dar a luz a Martina y dos años más tarde a Vicenza.

Teodoro nunca dejó de tener pesadillas. Se despertaba gritando. Empapado en sudor. Sentía la presencia de Clarisa que lo acechaba con su rostro cadavérico detrás del velo de novia.

Rosalía siempre apretaba el talismán que le había dado la vieja Eduviges, lo apretaba fuerte sobre su pecho como para evitar otra desgracia, como si pudiese haber una desgracia mayor que la muerte de su niño, sin sospechar que su camino de infortunio apenas comenzaba.

Teodoro era un hombre hábil con los negocios, un buen administrador y se sentía orgulloso de su prosperidad, su bella esposa y sus dos pequeñas hijas que crecían rodeadas de afecto y sin lujos, pero con ciertas comodidades. Jamás se iba a olvidar de su cumpleaños en el barco junto a sus padres y sus dos hermanos menores, de lo largo y agotador de aquella travesía, del hambre y el dolor, de la mirada nostálgica de su madre, de los abrazos de su padre cuando divisaron el puerto de Buenos Aires y de aquellos gritos que quedaron para siempre en su memoria:

—Questo e il paese del grano! Il paese del grano! Alla mia famiglia non mancherà mai più il pane. Benedetto sia Dio!

No era cierto que el trigo creciera en las calles, ni que las cosas fueran sencillas. Su padre y él, con apenas nueve años trabajaron duro y también su madre y hasta sus dos hermanitos, pero el viento era favorable y los años más duros habían quedado atrás.

Teo estaba orgulloso de la casa en la que vivía con su mujer y sus hijas. En su mesa jamás había faltado el pan y no era necesario que Rosalía hiciese otra cosa más que ocuparse de las niñas. Miró la larga cabellera de su esposa desparramada sobre la almohada y se deslizó en la cama despacio para no despertarla. Se sentía tranquilo, casi feliz. Todo parecía estar en su lugar. Su padre tenía razón… Benedetto sia Dio…

Rosalía se despertó sobresaltada durante la madrugada; puso su mentón sobre las rodillas y se dio vuelta para mirar a su marido. Tenía un mal presentimiento, saltó de la cama y fue al cuarto de las niñas, las observó respirar tranquilamente, iba a sonreír cuando escuchó aquella voz:

—Que nunca seas feliz, que no encuentres paz, que todo lo que ames se pudra y te abandone…

Se tapó los oídos, pero la voz estallaba en su interior. Entonces recordó que su madre le había enseñado que cuando se sintiera abatida era bueno abrir la Biblia al azar y de ese modo recibir un mensaje esclarecedor. Lo hizo y leyó:

“Detrás de ellas subieron otras siete vacas feas y escuálidas... ...y las vacas feas y escuálidas se comieron a las siete vacas hermosas y robustas.”

No entendió el mensaje, pero le pareció amenazador. El dolor le cerró la garganta y le abrió los ojos. Los acontecimientos del pasado son inalterables, indelebles, impertérritos, como espejos, como fotografías, como ciertas pesadillas de las que uno se despierta, pero cuando vuelve a dormirse allí están, amenazantes como una telaraña…pero siempre hay un intersticio solo se trata de encontrarlo. Rosalía regresó a su cama con cierta sensación de triunfo. Miró a su esposo dormir, nada ni nadie le iba a quitar a su familia.

Horas más tarde un titular del diario El mundo les borraría la sonrisa a muchísimos argentinos con lo que se llamó el Jueves Negro.

La prosperidad se derrumbó igual que un castillo de naipes, crisis, depresión económica, desocupación, desesperanza, fraude electoral y negociados. Los poderosos alentaron el golpe militar, todo parecía desbarrancarse.

Teodoro tuvo que vender las tierras, la casa y dedicarse a otra cosa. Se mudaron desde la Provincia de Buenos Aires al barrio porteño de Flores.

Rosalía empezó a trabajar como costurera para una gran tienda de moda, todos los lunes iba en el tranvía 84 a buscar las telas y los moldes.

Era un largo trayecto, para entretenerse, leía alguna revista, o las Aguafuertes Porteñas de Roberto Arlt. Los viernes llevaba el trabajo terminado y con su paga se daba el gusto de comprar puntillas o cintas para modernizar la ropa de sus pequeñas hijas. Aunque disfrutaba haciéndolo, porque le encantaba sentirse más independiente, la verdad es que le generaba cierto perverso placer hacer sentir culpable a Teodoro por haber tenido que salir a trabajar y no paraba de reprocharle…

Fueron años difíciles, plagados de desavenencias, privaciones y sacrificios. Les llevó poco más de una década lograr cierta estabilidad económica, para entonces Martina y Vicenza se habían convertido en dos bellas jóvenes con personalidades muy diferentes.

Martina siempre había tenido aires de beatitud, por momentos una sombra de tristeza parecía acompañarla y hablaba de cosas incomprensibles para los otros, pero a nadie le llamaba demasiado la atención. Su abuela Matilde, quien solía viajar a Buenos Aires, de tanto en tanto, para visitar a su hija mayor y sus nietas, antes de que la niña tomase su primera comunión le había regalado un libro de biografías de santos, Rosalía se molestó porque creía que Martina era demasiado pequeña para esas historias.

Doña Matilde, quien no buscaba otra cosa más que proteger a su nieta de la maldición, le leía cada noche una historia diferente. Cuando terminó el libro, Martina le rogó a su abuela que volviese a leerlo y la escuchaba extasiada.

—Me gustaría ser como Santa Teresita del Niño Jesús, quiero una imagen de ella para ponerla sobre mi mesita de luz.

—Desde luego, mi vida, estoy segura de que Dios te va a acompañar en tus deseos.

Martina era serena, de carácter muy firme, algo melancólica.

Vicenza en cambio era alegre y dicharachera, le encantaba bailar, cantar y hacer piruetas. Su madre influenciaba muchísimo en sus decisiones, contrariamente a su hermana, ella necesitaba complacer a sus padres en todo.

Martina lograría escabullirse de la maldición. Vicenza en cambio iba a recibir el peso de aquella desgracia.

Sombra de una Maldición

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