Читать книгу Sombra de una Maldición - Estela Julia Quiroga - Страница 7

Capítulo 1 Ciudad de Salta, Argentina, – 1920

Оглавление

El día en el que la joven Rosalía, sin querer, arrojó un balde de agua sobre el caballero elegante que pasaba por la vereda, no podía sospechar que aquel hombre, que la doblaba en edad, se iba a convertir en su esposo; tampoco tenía idea de que aquella boda iba a dar origen a la maldición que recaería sobre ella y su descendencia.

Rosalía vio a Teodoro chorreando agua y empezó a reírse a carcajadas, ni siquiera le pidió disculpas, lo miró de arriba abajo sin parar de reírse y clavándole sus ojos negros con la desfachatez propia de sus quince años, tiró el balde de hojalata a un costado y corrió hacia el gallinero.

Teodoro quedó atónito, con la mandíbula caída y el asombro que chorreaba sobre sus zapatos. Doña Matilde no tardó en salir y le pidió a su hija más chica que trajera una toalla. La pequeña estaba a punto de reírse, pero la mirada severa de su madre la obligó a bajar la cabeza e ir presurosa a buscar lo que le había pedido.

—¡Mil disculpas! ¡Lo siento muchísimo! ¡Rosalía es tan atolondrada! Mírese, está usted a la miseria. ¡Felipa, haceme el favor de apurarte con esa toalla!

—Lamento mi aspecto señora, venía a ver a don Santiago, traigo una carta de mi padre para él desde Buenos Aires. Me temo que el sobre debe estar tan empapado como yo.

—Descuide, ya le daré su merecido a esa chinita. Aquí tiene usted una toalla, voy a pedirle a mi marido ropa seca así se cambia mientras me ocupo de la salvaje de mi hija. ¡Por favor, pase, pase! ¡Vamos hombre! ¡No se quede ahí parado!

Santiago recibió calurosamente a Teodoro y se le vinieron de golpe un montón de imágenes apiladas. ¡Cómo no recibir con alegría a ese joven hijo de su paisano Antonio! Después hizo venir a su esposa y a sus cuatro hijas para presentárselas y no sabía cómo agasajarlo, insistió en hacerle probar el pan que Rosalía había horneado aquella mañana.

El joven ya se había alojado en un pequeño hotel del centro salteño y no quería incomodar, pero Santiago insistió en que se mudara con ellos y les ordenó a Felipa y Ramona que preparasen un cuarto, y a Rosalía y Elba que ayudaran a su madre con el almuerzo; no permitiría que durmiera en otro lado que no fuese su casa, hasta tanto pudiera acondicionar y se instalara en la finca que acababa de comprar.

El almuerzo fue una fiesta, se destapó el mejor vino y se repartieron risas, bromas y recuerdos. La sobremesa duró varias horas. Al atardecer la ropa del joven estaba impecable. Rosalía pidió disculpas con una sonrisa que nada tenía que ver con el arrepentimiento. Teodoro alabó el planchado de la camisa y mencionó que el pan estaba delicioso. Ambos se miraron. Fue una mirada más allá de los ojos. Rosalía se mordió el labio inferior y en ningún momento apartó la vista. Cuando le estaba entregando la ropa advirtió que el hombre le miró el escote y se sintió halagada como nunca antes se había sentido e hizo un gesto tan provocativo como su misma inocencia.

Cada atardecer Santiago y Teodoro se sentaban a recordar los tiempos vividos durante aquel viaje interminable, lleno de dolor y expectativas. Santiago no dejaba de repetir que siempre se sentiría en deuda y que, de no haber sido por Antonio, no hubiera superado la travesía. Santiago trabajaba duramente y sin puesto fijo para poder costear el viaje, empezaba antes del amanecer limpiando la cubierta, lustraba los bronces de las cabinas y de los salones de primera clase, baldeaba los cuartos comunes de los inmigrantes, había momentos en los que sentía que no le respondía el cuerpo.

El padre de Rosalía recordó su propia imagen, un joven agobiado que de tanto en tanto, se escapaba al cuarto de máquinas a comer un pedazo de pan duro. Fue allí en donde conoció a Antonio. Los hombres se pusieron a hablar y descubrieron, llenos de júbilo, que eran del mismo pueblo, a los pies de los Alpes, tierra de agua, de valles y castillos medievales, Antonio le dijo que siendo paisanos había que celebrarlo, por lo tanto, lo iba a esperar esa noche a compartir la cena con su familia, por aquel entonces el pequeño Teo tenía una sonrisa llena de ventanitas y le encantaba hablar en dialecto con el nuevo amigo de su papá.

Teodoro, lleno de orgullo, le relató a Santiago que gracias a la estupenda cosecha de 1912 su padre había logrado un capital considerable que le había permitido ayudarlo para que él pudiese comprar una finca con las tierras ligeras, pedregosas y bien drenadas, ideales para un pequeño viñedo, le hablaba con entusiasmo, Santiago lo miraba y no dejaba de sonreír, el triunfo de un paisano era como tener un logro propio.

Transcurrió el verano. Las miradas entre Teodoro y Rosalía eran audaces, pero el joven bajaba la vista, no quería generar una situación incómoda. Cuando la finca estuvo lista se mudó. Contrató recolectores y la fuerza de la naturaleza contribuyó a su prosperidad.

Teo era bien parecido y con un pasar interesante, de modo que las salteñas casaderas de algunas familias que habían perdido el lustre, pero conservaban la apariencia, no tardaron en echarle el ojo.

Los Gutiérrez eran una familia tradicional venida a menos que buscaban un buen partido para su hija mayor y aunque Teo no era, según la prosapia salteña, “más que un inmigrante”, al menos iba a poder sostenerla y permitirle al resto de los parientes llevar una vida decorosa.

Un año y medio más tarde se había comprometido con Clarisa, sin pensarlo demasiado. Por aquellos tiempos, el estatus masculino estaba estrechamente vinculado al desempeño de los roles de esposo y padre, a la capacidad del hombre de proteger su capital material y él ya estaba por cumplir los treinta de modo que no hubiera sido bien visto que permaneciera soltero.

Todo parecía seguir su curso, sin sobresaltos. Paseos por la plaza 9 de Julio, tertulias y chimentos. Muchas muchachas envidiaban a Clarisa quien estaba bordando el ajuar y había mandado a traer telas desde Buenos Aires para hacer su vestido de novia.

Solo algunas cuestiones políticas que no eran de incumbencia de las jóvenes en edad de merecer, ciertos conflictos de poderes y la aparición de un interventor federal, el Dr. Arturo Torino, parecían agitar aquellos días de 1921.

Es cierto que a veces la risa de Rosalía resonaba en la cabeza de Teo como un eco; sin embargo, la doblaba en edad y además era la hija de un viejo amigo de su padre. No tenía sentido.

Teodoro había ido a encargar su frac a la sastrería de la tienda El Progreso y mientras le tomaban las medidas vio reflejarse en el espejo la cara de Rosalía. Recordó, no pudo dejar de recordar, el escote pronunciado de la muchacha, su boca entreabierta, su lengua desafiante y la tenacidad de su mirada.

Se sintió incómodo. Cerró los ojos como para apartar esas imágenes y casi pudo tocar aquellos diminutos pies desnudos, sus pantorrillas torneadas y morenas, sus carcajadas, que no dejaban de retumbar dentro de su cabeza. Se vio a sí mismo empapado, sorprendido, excitado. Intentó traer la imagen de Clarisa a su mente, pero fue inútil. Había visto a Rosalía solo durante aquellas semanas cuando estuvo alojado en lo de don Santiago, pero la imagen de la muchacha se multiplicaba delante de sus ojos, siempre provocativa, sonriente, apetecible como una fruta.

Salta no era la Pampa Húmeda, los negocios de Teodoro comenzaron a declinar mientras crecía su rechazo hacia Clarisa. Poco a poco se fue convirtiendo en un sujeto taciturno que sentía que cada puntada que bordaba su novia en aquellas sábanas y manteles lo iban a asfixiar.

Una sola cosa le causaba placer: el recuerdo de la risa desenfadada de Rosalía y la visión de esos pechos que imaginaba detrás del escote y que lo obsesionaban.

Fue aquella tarde, mientras visitaba a Clarisa, que tomó la decisión. La observaba hacendosa y tiesa, controlada y fría. No era eso lo que él quería. No iba a casarse ni a permanecer en aquella provincia; deseaba regresar a Buenos Aires y empezar de nuevo, pero no quería regresar solo, se iba a llevar a aquella chiquilina que le agitaba la sangre y que lo impulsaba a correr tras sus propios sueños. Le explicó a su novia que no podían seguir adelante. Ella escuchó en silencio, con la mirada serena y sin hacer un solo comentario. Asintió y siguió bordando como si nada hubiese pasado.

Teodoro palpó un presagio funesto, pero no le hizo caso a su intuición. Se sentía sofocado y solamente quería irse de aquella casa.

—Lo lamento mucho Clarisa, estoy seguro de que encontrarás a un hombre que te merezca.

Clarisa le clavó sus ojos oscuros y Teo se sintió atravesado por aquella mirada descomunal. Se levantó y se fue casi corriendo. Al principio, sin rumbo fijo, después se dejó llevar: había un solo camino.

Esa misma noche visitó al amigo de su padre y le explicó sus intenciones. Santiago pareció no sorprenderse demasiado. Ni siquiera le molestó el saber que no habría fiesta ni vestido blanco, ni noviazgo prolongado porque quería casarse de inmediato y viajar a Buenos Aires.

Nadie le preguntó a Rosalía qué era lo que ella quería.

Por aquel entonces la reclusión de la mujer al ámbito doméstico era lo máximo a lo que podía aspirar, Rosalía con sus flamantes diecisiete años estaba más deslumbrada que fastidiada, en especial porque también se sentía atraída por aquel hombre de manos grandes, que con solo mirarla la hacía sentir distinta.

Se casaron sin bombos ni platillos. Una ceremonia sencilla para no herir susceptibilidades.

Una tarde, igual a todas las tardes, cuando la joven esposa regresaba a la finca, una mujer madura le interrumpió el paso, la señaló con su índice torcido a la derecha por efecto de la artritis y mordiendo cada una de las palabras con furia y polvo le dijo:

—No hay dolor más grande que el de una madre que llora por su hija muerta, ni maldición más poderosa que la que brota de las propias entrañas, yo te maldigo, que nunca seas feliz, que no encuentres paz, que todo lo que ames se pudra y te abandone, yo te maldigo y maldigo a tu descendencia hasta la quinta generación.

Dicho esto, empujó con fuerza a Rosalía quien rodó por la ladera camino abajo y perdió el conocimiento.

Teodoro sintió una puntada en la boca del estómago cuando se enteró de que Clarisa se había suicidado vestida con el traje de novia. Horas más tarde, el relato de Rosalía lo dejó sin aliento.

Cuando doña Matilde supo lo sucedido trató de mantener la calma. ¿A quién podría pedirle ayuda? Desechó los nombres de dos o tres curanderas porque lo único que sabían hacer eran amarres, luego vino a su mente la imagen de la vieja Eduviges. Cuando ella había cumplido doce años y los médicos no podían aliviarla de una dolencia persistente y de origen desconocido para la ciencia, su madre la había llevado a una casucha que quedaba detrás del cerro y sus males se habían apartado para siempre. No estaba segura si aquella mujer aún seguía con vida, pero valía la pena intentarlo. Le preguntó a una de sus tías, quien le confirmó la dirección y sin dudarlo fue a verla.

Ante su asombro, doña Eduviges estaba tan vieja como la recordaba. Le relató lo sucedido con lágrimas y lamentos. La vieja la escuchó impasible, luego le dijo en un tono apenas perceptible:

—Es necesario que regrese con su hija. Las tres juntas deberemos hacer una oración y un conjuro. Luego cargaremos todos los elementos para armar un talismán. No será fácil porque el odio de una madre es muy poderoso. Necesito que traiga un rectángulo de tela roja que haya pertenecido a la abuela de la niña.

Doña Matilde llenó su corazón de esperanzas y regresó con Rosalía a la semana siguiente.

La vieja Eduviges le pidió a la muchacha que pusiera su mano derecha sobre una vela que aún no estaba encendida, mientras las tres repetían una oración.

“Oh glorioso Arcángel Miguel te invocamos, desciende sobre nosotras, tú que fuiste capaz de vencer al demonio, ayúdanos a librar esta batalla de odio y venganza, ayúdanos a liberar a Rosalía y su descendencia del dolor”.

Luego le pidió a la joven que apartara la mano para encender la vela y le ordenó que por sobre la lumbre hiciera con su mano izquierda círculos de adentro hacia afuera. Entonces le pidió a Matilde la tela roja y sobre ella depositó tres piedras. Dos de cuarzo y un ópalo, las fue rociando con un óleo fuertemente perfumado mientras pronunciaba unas palabras ininteligibles.

Las piedras parecieron cobrar vida, sus rugosidades dejaban traslucir años de sabiduría, podía verse en ellas algunas partes con destellos rosas, azules y dorados. Cubiertas de una transparencia femenina unas, otras opacas y densas, facetadas o lisas, palpitantes, destilando buenos presagios.

Las tres mujeres se tomaron de las manos y de rodillas siguieron orando durante largo rato. La vieja se levantó con dificultad mientras sus ojos sin brillo no dejaban de mirar al cielo, finalmente dijo que deberían regresar en tres días ya que recién entonces esas piedras estarían listas.

Al tercer día las mujeres regresaron. La vieja buscó los ojos de Rosalía y le dijo:

—Es posible que solamente logremos proteger a parte de tu descendencia. Lo importante es que debe llevar este talismán quien se case primero o quien esté esperando una criatura. No deberán desprenderse nunca de él, en lo posible tienen que llevarlo cerca del corazón. Cuando llegue la quinta generación tendrá que desarmar el talismán y solo conservar el ópalo de fuego. Eso será suficiente para protegerla. Desde ya te digo que la de ustedes será una descendencia de mujeres fuertes, sufridas pero luchadoras. —Mientras decía esto último abrió la puerta y con un gesto de su cabeza las invitó a retirarse.

Las tres hermanas de Rosalía estaban inquietas, cuando la vieron entrar junto a su madre, la rodearon sin decir palabra…

Doña Matilde estaba muy compungida. Madre e hija lloraron con anticipación la desgracia de su descendencia. Hubo un abrazo sostenido y un silencio profundo entre las dos.

El matrimonio viajó a la Provincia de Buenos Aires donde se instalarían. Una extraña sensación de desgracia empezó a treparse por los dedos de los pies de Rosalía y subió lenta pero tenazmente hasta alojarse en su pecho para no abandonarla nunca más.

Sombra de una Maldición

Подняться наверх