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TRES SEGUNDOS CON LACAN
ОглавлениеEse día, como cada día a las seis de la tarde en punto, llego a la calle Lille número 5 para mi sesión de análisis. Después de algunos minutos de espera, Lacan me hace pasar a su consulta.
Le digo: «Soñé con una mujer que venía a París...».
A lo que él enseguida responde: «Eso es», mientras, levantándose de su sillón de analista y con un gesto decidido, abre la puerta y yo salgo de su consulta.
Una vez más no he podido relatar todo el texto de mi sueño. ¡Solamente llegué a pronunciar una frase corta, muy corta, anunciando el tema del sueño! Pero el relato de mi sueño implicaba una continuación. Sin embargo, una vez más, por el corte tajante practicado por el analista, mi sueño se vio amputado de su trama, de su puesta en escena, de sus desplazamientos, de sus condensaciones. Una vez más no tuve más que un trozo de frase entre los labios y la sesión se terminó. Mi sueño se redujo de hecho a una frase interrumpida, nada más. Si hubiera podido ir hasta el final del relato habría expuesto una serie de aventuras vividas en París por la mujer mencionada, poniendo seguramente en escena algo del orden de su embrollo.
Pero no, nada de eso. Era desesperante. ¿Cuánto tiempo había durado esa sesión? Ni tres segundos, «el tiempo de decir one».
Iba todos los días a mis sesiones, según la condición que el analista había determinado a poco tiempo de comenzar el análisis con él. Esperaba con frenesí el momento del encuentro, soñando con hablarle del tema que podría suscitar su interés, pero día tras día él constreñía la intención de significación de mi balbuceo.
Para la joven que yo era en esa época, las sesiones con Lacan eran absolutamente traumáticas. Por su manera de operar, el encuentro y la espera del encuentro eran fuente de angustia, al no poder tener una idea de antemano que correspondiera con lo que realmente ocurriría con Lacan; más allá de la regularidad diaria de cada encuentro, no había ninguna forma de rutina. Su práctica se regía por lo imprevisible. Cada sesión era única y en ruptura de la continuidad con la precedente.
De modo que cada día me hallaba confrontada con la experiencia del fuera-de-sentido más radical. ¿Cuánto tiempo iba a poder sostener mi perseverancia? Todos los días me lo preguntaba. Quería proseguir y al mismo tiempo quería escaparme y salir corriendo. Lo que más me desconcertaba era la expulsión del sentido con la cual su práctica me confrontaba. Yo no entendía en ese momento que una experiencia de análisis girara al reverso del principio de la asociación libre, que desde mi lugar de analizante no pudiera hablar de todo aquello que atravesaba mi espíritu. Que no pudiese tomarme el tiempo necesario para desarrollar allí mis pensamientos. Sin embargo, perseveraba y regresaba una vez más cada día, porque le suponía un saber hacer, cuyos principios me resultaban opacos.
Después de todo, si me encontraba con él era desde luego porque le había pedido que me recibiera, porque yo quería ir más allá del punto en el que se concluyó mi análisis anterior.
En el curso de la adolescencia me había encontrado con un punto de real bajo el modo del mal encuentro, de la contingencia. Este troumatisme (agujero-trauma) me aspiró, eyectándome de la escena del mundo. Dirigiéndome enseguida a un analista me fue posible encontrar una salida. Al final de ese primer recorrido, siendo aún muy joven, me instalé como analista, inaugurando además una carrera en el marco de la enseñanza en la universidad. Pero bajo el éxito se cobijaba la impotencia. En efecto, me autoricé como analista y rápidamente tuve que responder a un gran número de demandas. Mi práctica seguía entonces el estándar en el cual me había formado, que constaba de sesiones de cincuenta minutos, las cuales concluían con una interpretación más o menos «sabia». Con gran sorpresa constataba que había efectos terapéuticos en un primer tiempo que luego desembocaban en un enloquecimiento del síntoma bajo transferencia. Para ciertas histéricas ello también podía tomar la forma de una reacción terapéutica negativa y, en un caso de psicosis, había visto explosionar ante mí una erotomanía transferencial. Los controles a los que sometía estos casos no me socorrían en absoluto.
Muy rápidamente supuse que se imponía entonces un cuestionamiento de esa manera de practicar el análisis, de la forma de interpretar, de intervenir y de manejar la transferencia. Tenía constancia de que algo que se escapaba a la dialéctica significante, y que no se dejaba domesticar por la palabra, se atravesaba, y en su rígida fijación condenaba la interpretación a la impotencia. Algo que no sabía en ese momento nombrar y que mucho más tarde, en el curso del análisis con Lacan, pude cernirlo como no siendo otra cosa que el goce. Por otro lado, tenía la experiencia en mi propio análisis de la extensión sin límites, de una suerte de caparazón interpretativo que impedía que el análisis llegara a una conclusión.
Por estas razones se volvió urgente para mí viajar a París para formarme, urgencia que necesitó la temporalidad previa de comprender y de concluir.
En cuanto llegué, telefoneé a Lacan para pedirle una entrevista. Su secretaria me respondió que estaba de viaje en Estados Unidos para dar unas conferencias, que no estaba disponible. De todas maneras, fui invitada a volver a llamar la semana siguiente.
Lo llamé una semana más tarde y Gloria, su secretaria, me invitó a renovar mi llamada en la siguiente semana. No sé cuántas veces telefoneé, semana tras semana, como si esta situación se hubiera transformado en un hábito al cual me acomodé, hasta que, un día, la secretaria me pone en comunicación con Lacan: me presento y le pido una cita. Me dice: «¿Una cita para qué?». Le respondo que quiero hacer un análisis con él. Me pregunta si es urgente. Le digo que no, que eso puede esperar. Responde: «¡Venga inmediatamente!».
Estaba dispuesta a la eternidad de la espera y él me colocó enseguida en la urgencia, introduciendo la prisa. Fue la primera lección clínica que recibí de él.
Me recibe inmediatamente, el mismo día. Instalada en un pequeño sillón, me dirijo a él, que me da la espalda, sentado frente a su escritorio. Manipulaba nudos, cuerdas y cámaras de aire. Me pregunta por qué quiero hacer un análisis. Le respondo rápido y con gran convicción que quiero llegar a ser analista. Le explico que había hecho un análisis, que había comenzado una práctica, pero que no sabía si había hecho un verdadero análisis y si tenía una práctica de analista. Su respuesta entonces fue: «¿Y cuál es su síntoma? ¿Sabe usted qué es un síntoma, dicho de otra manera, qué es lo que la hace sufrir?».
Balbuceo, no había pensado nunca en ello, no sabía cuál era mi síntoma. Lacan me indicó con su pregunta que se hace un análisis no para ser analista, sino para tratar un síntoma. Esta fue la segunda gran lección que recibí de él ese día. Prosigue entonces: «¿Qué es lo que le ha dejado el análisis que usted hizo con B.?». Tontamente le digo: «Cierto saber sobre mi inconsciente». Siempre ocupado en manipular y en observar los nudos borromeos que se acumulaban sobre su escritorio, pero dando la espalda me pregunta: «¿Y por qué le pidió análisis a B. a la edad de diecinueve años?». Aquí le hablo de las circunstancias que me condujeron al análisis, de lo que podría haber sido un acto irremediable, pero que se quedó en el orden de un acontecimiento —que podía interpretarse como un llamado—. Él se incorpora entonces y tomando su sillón lo coloca cerca del mío, y pone su mano sobre la mía. Me pregunta con una voz muy suave por qué quiero hacer un análisis con él, por qué él y no otro. No sé qué respondí. Volvió a hacer la misma pregunta más veces. ¿Tres, cuatro o cinco veces? No lo sé.
Me preguntó también por qué quería analizarme con él y no con Massota. Esta pregunta me sorprendió mucho. Le respondí que había leído a Massota, pero que nunca se me ocurrió pensar en él como posible analista, que además no sabía si Massota practicaba el psicoanálisis.
Introduciré aquí un paréntesis. Oscar Massota se encontraba en ese momento en París y luego me contactó, pues Lacan le había comunicado mi dirección. En esta ocasión me dijo que Lacan le había comentado que recibió a una señora de Córdoba que no sabía si él era analista. También me contó Oscar, en ese encuentro, que Lacan creía que él era también originario de la ciudad de Córdoba, a causa de un malentendido que respondía a otras coordenadas.
Volviendo a aquella primera entrevista con Lacan y ante la insistencia de su pregunta de por qué analizarme con él y no con otro, sé que terminé diciéndole: «Venía a verlo para resolver un asunto con la muerte y que solamente usted, y no otro, podría ayudarme». Hizo emerger con sus preguntas el significante amo de este asunto, como significante de la transferencia, lo cual constituyó también una de las enseñanzas que extraje de esta primera entrevista.
Entonces me dijo, siempre con una voz muy suave: «Un análisis es un gran asunto. Antes de comenzar el análisis propiamente dicho, practico lo que es la norma en mi Escuela, las entrevistas preliminares». Y así me despidió dándome una cita.
Estaba conmovida. Me había dado una oportunidad y se había iniciado la partida. Aún faltaba que yo diera mis pruebas para convertirme en analizante. Mi demanda iba a ser puesta a prueba, rigurosamente, día a día.
Muy pronto comprendí que no vendría a verlo para practicar el mismo ejercicio de palabra al cual estaba habituada. De forma que estaba fuera de cuestión hablar de mi papá y mi mamá, de mis sueños, de mi pareja, de mis recuerdos de infancia, de las dificultades cotidianas en Francia, en resumen, de mi estúpida existencia. Si tenía la insensata esperanza, a veces, de que tal sueño o tal fantasma fuera a ser el objeto de su atención, me desencantaba muy rápido. Y cada día, saliendo de la sesión, recorría hacia la salida el patio de la finca, perpleja y contrariada.
Un día le lancé, irritada: «¡Señor, no comprendo para nada el sentido de su práctica!». Me respondió: «Querida, es una puesta a prueba».
Era exasperante. ¿No tenía él la prueba de mi consentimiento, de mi buena voluntad, de mi asidua aplicación a querer ser una buena analizante? Analizante modelo, lo había sido. Disciplinada en el respeto de los horarios de sesiones y de la asociación libre, encontraba sin esfuerzo el sentido de «lo que quería decir» mi inconsciente, el cual, por otro lado, estaba tan bien ordenado en el orden que responde a la estructura del discurso del amo y funcionaba tan bien en el dispositivo analítico que aportaba siempre respuestas muy astutas a las cuestiones surgidas en cada sesión.
Pero con Lacan mi parloteo era contrariado. Él oponía a mis elucubraciones un final de no-recibido, de manera que yo ya no sabía lo que quería decir hacer un análisis, o «comenzar un análisis propiamente dicho», como me había anunciado.
Tuvo que pasar tiempo para que «yo llegara allí». En una experiencia de rigor inquebrantable, él me condujo a vivir la experiencia del reverso del discurso del amo. Hizo falta tiempo para mi salida del sueño del discurso del inconsciente, sueño que cierta práctica del análisis hace consistir, dejando fuera el alcance de lo real. Gozar del bla, bla, bla en la asociación libre supone no querer saber nada del reverso de la sumisión al dispositivo analítico, reverso que da cuenta de la voluntad de cautivar al analista en las telarañas de la hipnosis. La operación de Lacan consistió en desmontarme del discurso del amo, replanteando mi demanda con el fin de llevarme a dar prueba de un deseo decidido.
Así, llegó el día del que les he hablado al principio. Le presento uno de mis sueños y digo: «Se trata de una mujer que venía (venait) a París». Mientras atravesaba el patio hacia la salida de su finca, tan desconcertada como siempre, de repente escuché de otro modo lo que había dicho: «Una mujer que quiere (veut) nace (naît) en París». ¡Eureka! Me eché a reír a carcajadas. Una nueva dimensión se abrió en mí. A partir de ese día pude atrapar el síntoma por las orejas, pues ellas ya no estaban taponadas, cerradas por la redondez de las significaciones, solidarias de la buena forma. El tapón del sentido se despegó, de repente, como una cáscara, liberando la lalengua del envoltorio del lenguaje.
La fugacidad de la sesión con Lacan implicaba su reducción al esp d’un laps, al espacio de un lapsus, y su operación de corte tajante, quirúrgico, agujereando los enunciados, me permitía al fin cernir el pasaje de la palabra hacia la escritura. Jugando con el equívoco el analista hacía resonar otra cosa de lo que se había dicho con la intención de decir. Ello implica una manera diferente de escribir lo que se oye y transforma la operación analítica en ejercicio de lectura, dando a los enunciados la consistencia de la estofa, de la materia, del hilo y de la cuerda sobre la cual se trabaja para aislar el Uno, el significante Uno solo, sin ninguna carga de sentido. Precisamente a este precio se tiene una oportunidad de tocar lo real.
Al hacerme sujeto del discurso analítico proseguí durante seis años mi trabajo de análisis con Lacan en la renovada alegría de la sorpresa y del Witz.
Aquí no presento más que una muestra de mi análisis que da valor a ese momento fecundo en el que se da vuelta, se trastoca y se transforma la topología de la superficie subjetiva en la cual estaba, como parlêtre, encerrada. Momento crucial en que se produce el pasaje del vano «yo pienso» al poder cernir un «se goza». Así, liberada de la obligación impuesta por el goce del síntoma, asistí al nacimiento en mí de un deseo que ya no era un anhelo (voeu) imposible y sin consecuencias, sino un deseo que se encarna en acto, un deseo que quiere (veut), un deseo convertido en voluntad. Este deseo en acto, llegado el momento, me abrió la puerta de un cambio de posición subjetiva para poder asumir sin el parásito de la duda la posición de analista donde yo descarito,[2] ofreciéndome a otros en el lugar de la causa de su deseo, con el fin de sostener el ejercicio del Sujeto supuesto saber leer, de otra manera.