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DEL ACONTECIMIENTO AL ADVENIMIENTO
ОглавлениеMúltiples acontecimientos han escandido el recorrido de lo que puedo llamar mi vida, y esto, desde mi venida al mundo. Dejaron huellas y, sobre todo, huellas en el cuerpo, inscribiendo un antes y un después, irreversible. Su carácter de acontecimiento solo se dibujó en el après coup de sus efectos.
Las contingencias nos sorprenden aquí y allá, escriben los episodios constitutivos de una trama de la que forjamos nuestro destino. Sin embargo, no toda contingencia y no todo episodio se vuelve un acontecimiento. Ahora bien, si los encuentros solo derivan de la contingencia, hay algunos que marcan un acontecimiento.
Hoy puedo afirmar que hubo para mí un primer encuentro decisivo. ¿Puedo decir primero? Ciertamente, no. Ya se inscribía en el cauce de consecuencias de uno primigenio, fundamental y olvidado, que dio como resultado el síntoma, consecuencia del impacto de lalengua sobre el cuerpo. El síntoma vino a señalar, muy pronto, en la época de la infancia, un modo de ser que me caracteriza: era una niña «perdida en sus pensamientos», estaba como en otro lado, pero también muy presente, a la escucha de todo lo que circulaba en las reuniones familiares, donde la conversación tenía un lugar importante, los invitados eran numerosos, frecuentes y elocuentes. En mi escucha curiosa, me interpelaban siempre por los fallos e inconsistencias de sus argumentos, fallos que yo atribuía de forma preponderante a las mujeres. De vez en cuando, si las condiciones eran propicias, podía compartir mis reflexiones —pero solamente de una pequeña parte de mis preocupaciones, pues no les decía todo— con mis dos interlocutores preferidos, mi padre y mi abuelo paterno, a los cuales les suponía cierta solvencia del pensamiento. Se sorprendían y me felicitaban, yo me sentía halagada y decepcionada, pues esperaba una respuesta que pusiera un término a mis elucubraciones y pensamientos.
Los pensamientos giraban en torno al enigma del sexo y de la muerte, sobre todo. En esa familia los hombres no eran católicos ni practicantes ni creyentes, mientras que las mujeres eran fervientes. Así fui introducida de entrada por mi madre en la creencia. Me puso en relación con Dios. La Biblia fue el libro que estructuró mi relación con el Otro y se volvió el cuadro de mis delicias de pensamiento. A este viejo buen Dios padre lo tenía entre cejas, aunque con miedo y piedad. Su voluntad me resultaba problemática al ser un deseo que prescribía las finalidades últimas del sentido de la vida. Podía consentir a sus Mandamientos, sin lograr, por lo tanto, deshacerme del pecado, que siempre se infiltraba, a pesar mío, tanto en mis actos como en mis pensamientos. ¿Por qué él reclamaba el sacrificio? ¿Por qué le pidió a Abraham que sacrificara a su único hijo? ¿No era de él de quien provendría una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y la arena del mar? ¿Y si el ángel no hubiera llegado a tiempo para sustituirlo por un carnero? ¿Por qué sacrificó a Jesús, su propio hijo, para redimirnos de un pecado original que habría podido, vista su divina omnipotencia, impedir? Mientras, yo justificaba a Eva por haber querido, tentada por la serpiente, acceder al discernimiento probando la manzana del árbol prohibido y deseable al precio de ser expulsados del paraíso. Al final de mis cinco años la secuencia de la desobediencia de nuestros primogénitos, tal cual derivaba de esta ficción, me consternaba: la falta, el pecado, la enfermedad y la muerte, y todos los tormentos de la condición humana. Allí me encontraba irremediablemente atrapada.
Mi esfuerzo de pensamiento, o más bien la imposición de pensar, era mi forma sintomática de encarar y querer tratar la falta, la falla, la falta inherente a la relación del deseo con el deseo del Otro, y querer colmarla. Y más allá del deseo lo que se me imponía era algo imposible de atrapar, que escapaba al sentido. Misión imposible entonces querer pensar lo impensable. La falta siempre se agrandaba. Pero, desde luego, había decidido muy pronto plegarme a la voluntad divina al aceptar su cara de misterio, suponiendo que más tarde, de adulta, iba a encontrar las respuestas. Mientras tanto, me abocaba a alimentar la consistencia del Ideal para satisfacer a Dios y de paso a mis seres queridos. La mortificación del cuerpo iba a la par con ese programa de santidad cuya ambición apuntaba, por medio de la anulación de la carne, al cuerpo glorioso. Dicho cuerpo glorioso, como pendiente del sueño de eternidad, conjugaba la muerte y el cuerpo, al reducirlo a su pura consistencia imaginaria, a la buena forma, a la bolsa vacía, vacía del goce de la vida. El Ideal en juego es solo una ficción. Esta es introducida por lo simbólico en el cuerpo y lo deja al servicio de la instancia que controla y juzga, desconociendo que el cuerpo glorioso solo es la envoltura de la mirada, plus de gozar recuperado del vaciamiento de la carne.
¡Patapam! El despertar de la primavera vino a que cayera en pedazos la bella imagen por la irrupción de eso que en el cuerpo «se goza» solo, objetando las ficciones del Ideal, que proviene del Otro. Este momento de ruptura era el resultado de la aparición en primer plano de una violencia volcánica que ya había hecho irrupción, muy temprano, en el curso de mi infancia. Pero esta vez su fuerza se multiplicaba por el hecho del encuentro efectivo del amor y de otro cuerpo diferentemente sexuado.
Así me convertí en Otra para mí misma. Esta Otra, al ser una, se encontró fuera del modelo, habiendo estallado en pedazos el Uno de la identificación al Ideal, habiéndose puesto al desnudo que «el Otro no se adiciona con el Uno. El Otro solamente se diferencia de él».[3]
Esta disyunción del Uno con respecto al lugar del Otro implica en la construcción de Lacan que el lugar del Otro está marcado por el significante que falta, «Pues el Otro es el Uno-en-menos».[4] Es un modo de traducir el matema S(α) El desprendimiento del objeto mirada, cara oculta de la insignia del Ideal, vino a hurtar la apariencia de ser, cuya significancia me había servido de apoyo. Sin saber dónde «meterme-estar» (me m’être), en la experiencia de encontrarme una y en consecuencia exiliada del significante-amo fui aspirada por S(α). Sin la ayuda de ningún saber ni de ninguna elucubración al alcance de mi pensamiento, mi experiencia me confrontó con la dura prueba del Uno del conjunto vacío.
Se impuso entonces una interrogación mayor relativa a lo que experimentaba, que era del orden de un agujero, de una absoluta puesta en cuestión en el nivel de la existencia, que tomaba la forma de la increencia, increencia relativa a la existencia de Dios. Por la intrusión del goce Uno, de lo hétero, hice la experiencia en la soledad más extrema de la inexistencia del Otro. El Otro en mi sistema de pensamiento se sostenía del Uno del padre, confundiéndose con él. Pero ese semblante mayor palideció, mostrando su insuficiencia ante lo real. Me encontré sumida por su caída, y con su caída, en un dolor infinito.
Aquí termina el preámbulo necesario que da razón del encuentro que fue para mí un acontecimiento. Tuve en ese momento la oportunidad de encontrar, y de tomar en serio, el acontecimiento Freud. Sus textos me aportaron un consuelo al hallar un principio de razón, una elucidación. Descubrí la dimensión del síntoma, del inconsciente, de la pulsión y, así, desde lo profundo de mi abismo pude encaminarme y pedir un análisis.
Ese análisis me socorrió. Encontré mi camino. Llegado el momento, al terminar mis estudios, me instalé como analista. Todo fue muy bien, lo usual de lo que se llama un éxito profesional estaba al alcance de mi mano, una consulta que funcionaba, un comienzo de carrera en la enseñanza en la universidad, un encuentro amoroso sorprendente así como importante.
Lo real golpeó a mi puerta bajo la forma de una reacción terapéutica negativa y de una erotomanía de la que dieron prueba dos de mis analizantes. Los controles no me eran de ninguna ayuda. Esas dos mujeres venían a confrontarme con una zona que mi análisis había dejado en la sombra. Sabía que había una sombra espesa, pero no podía identificarla en ese momento. Mi análisis me permitió elucidar los embrollos de las identificaciones, elaborar cierto saber en el marco de la lógica edípica y confirmar la singularidad de mi manera de ser mujer, construida en oposición con el modelo materno. La elaboración de saber recubría y consolidaba la consistencia imaginaria del cuerpo que hacía de pantalla a lo real fuera de sentido del goce. Lo simbólico recubría lo imaginario y lo real, dejando oculta la triplicidad del Uno.
En ese entonces se produce un milagro por azar. Me encuentro con un texto de Althusser que me abre la puerta a Lacan. Al leer luego «Función y campo de la palabra y el lenguaje»[5] se me impuso la evidencia «¡Es esto!»: el psicoanálisis era exactamente eso y nada más. Poco tiempo después cayó en mis manos un texto de Jacques-Alain Miller, «La sutura (elementos de la lógica del significante)»,[6] que me pareció luminoso. Fue el momento de concluir: la decisión estaba tomada, ir a París a formarme.
Aún hoy me parece increíble, así como sorprendente, haber encontrado a Lacan y haber tenido la oportunidad de analizarme con él. Cuando me recibió acababa de regresar de su viaje a Estados Unidos —y comenzaba a dictar el Seminario 23, El sinthome—.[7] Me encontré con Lacan en el momento en que extraía la práctica del psicoanálisis del Otro hacia el Uno, apuntando a lo real del sinthome.
El comienzo de mi análisis fue incontestablemente un agujero traumático (troumatique), pues agujereó en acto lo que yo creía que era la práctica analítica fundada por la asociación libre. Él procedía cortando el lazo de los significantes entre ellos, contrariando el relato de los sueños, de los recuerdos, de las elaboraciones; en suma, de las elucubraciones articuladas. Hacía objeción al orden simbólico, o sea, a lo que en una frase articula un sujeto, un verbo y un predicado que sostienen la intención de significación. Rompía la unidad de la frase de forma despiadada produciendo un efecto de agujero en el sentido. La sesión analítica se reducía a un carozo que aislaba en la prisa lo fugitivo de un equívoco significante. Percutía de ese modo, en acto, en el trauma inicial.
Hizo falta cierto tiempo, un tiempo de dura puesta a prueba de mi demanda para que pudiera escuchar otra cosa en lo que era dicho, con la intención de decir. Pero a partir de ese momento aprendí a leer, a leer no lo que da cuenta de las significaciones y del embrollo del sentido, sino a leer en el equívoco de los sonidos lo que surge y fluye en lalengua, al aislar el Uno del significante desparejado del otro.
Así fui arrancada del lenguaje y su orden y desplazada hacia lalengua, o sea, hacia el lugar donde las huellas fuera de sentido dejaron las marcas en el cuerpo como letras de goce, letras que ex-sisten en el dicho. Así puede tener la experiencia de lo que, en lo que es dicho, cesa de escribirse, de lo que cesa en el nivel de la afectación del cuerpo, de lo que cesa de se doler, a condición de que las palabras no tengan más sentido.
El haber sido destetada del sentido, de entrada, hizo posible extraerme de la búsqueda de una salida del lado del ser, al abrirme una vía de salida del lado de la ex-sistencia. En efecto, el síntoma me forzaba a pensar lo impensable y por ello la articulación significante era convocada sin cesar, así como la suposición de un saber que podría eventualmente hallar, redondo, pleno, para recubrir con sus espejismos no la falta, sino el agujero. En el fondo, el síntoma y su uso de goce consistían en la búsqueda desenfrenada de un «je panse» (panza-pienso-pongo apósitos) para recubrir con los espejismos del ser, lo real fuera de sentido, o sea, lo imposible. El síntoma no cesa de escribirse en el lugar de lo que no cesa de no escribirse, en el lugar de la escritura imposible de la relación sexual que no hay.
Agujereando el sentido Lacan vació el «je panse», poniendo así en evidencia la solidaridad del ser de pensamiento con la armonía pretendida de la imagen unificante del cuerpo, anudado a los ideales, terreno predilecto donde reina lo verdadero y lo bello. Al desnudar la verdad mentirosa, sus nubes se disiparon llevándose consigo los engaños de los atributos y predicados del ser. Estos no eran más que el velo que recubre la inexistencia de La/mujer. Una mujer solo tiene un semblante de ser, allí donde ella es causa de deseo para un hombre en el lugar del objeto a. Si el hombre copula en su fantasma con el objeto a y si ella se presta allí en el par-être (parecer-ser), ello no va sin implicar para ella el efecto de una caída en el lugar del objeto. Salvo si el «pare-ser» se conjuga con l’(a)mur (el amor-muro), entonces el acontecimiento amoroso hace suplencia a la relación sexual. Así pude cernir el dolor que me había acompañado desde la época del olvido: era el afecto que provenía de lo imposible, es decir, de lo real.
No es cuestión aquí de un dolor de existir, como había creído antes por error. Es cuestión más bien del dolor de una inexistencia, la que se inscribe del lado de las fórmulas de la sexuación, lado mujer, como negación de una existencia. Del lado femenino no existe una X que niegue la función Phi de X, y como consecuencia, el goce no está todo sometido a la ley de la negativización impuesta por el lenguaje como castración. Una parte del goce de una mujer se escapa al no estar sometida del todo a la función fálica. El goce de ella no responde todo a la lógica edípica, una parte está por fuera del Uno que, al hacer excepción, traza el perímetro del Todos del universal fálico. Una parte de su goce se inscribe en el lugar del significante que falta en el Otro, como goce real, fuera de sentido en consecuencia algo de su goce, es enigmático, loco, sin límite.
El síntoma se constituyó como una respuesta, como una solución, como un operador de consistencia que apunta a la inclusión de la parte no-todo, o sea, real, en la lógica fálica. Su objetivo imposible se imponía como siendo del orden de un forzamiento (Zwang) imponiendo un querer anular el goce no todo para someterlo, todo, a la castración. En ese sentido, mi neurosis hizo de mí una ferviente de la Aufhebung, de la anulación operada por el significante, perdiéndome en sus laberintos. Pero lo propio de l’(a) pensée, del goce-sentido del pensamiento, es que da vueltas en redondo, gira alrededor de un agujero y este rodeo vano aumenta no el efecto de falta, sino el efecto de agujero. La otra cara de l’(a)pensé, entonces, como efecto de agujero, me aspiraba en la infinitud que transporta el cuerpo fuera de sí, en un lugar de pura ausencia, un más allá de ninguna parte. En ese agujero se estrellaba y fracasaba la ilusión de encontrar, a través del falo, una solución por la vía del universal.
La operación de Lacan consistió en oponer un rechazo categórico a la estrategia neurótica. Ruptura de la fascinación, del blablá, perforación de los semblantes, desarticulación del Uno unificante, detención categórica del arte de hablar y hablar. El análisis opera reduciendo el goce fálico haciendo cesar así los embrollos del sentido. Ello solo fue posible desecando la vía de lo verdadero para abrir la de lo real.
¿Cuál fue el acontecimiento entonces? El del advenimiento de una mujer consecutivo a la aquiescencia de los puntos de imposible que fueron cernidos. El saldo de esta aquiescencia fue el borramiento del dolor y la experiencia de una satisfacción inédita.
Hoy es posible considerar que esa satisfacción advino como una consecuencia de la operación de Lacan, vaciando el campo del lenguaje de las significaciones para manejar la letra fuera de sentido. Vaciando el síntoma de los engaños del ser, su operación apuntaba a cernir lo real del sinthome, cuyo goce irreductible está fuera de sentido y sin ley.
Y allí puede asumir lo que, en la diferencia radical en tanto una, se singulariza como sinthome ella.
Es el acontecimiento que se produjo como consecuencia de mi encuentro con Lacan.