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EL PRECIO DE LA SESIÓN

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¿Cómo decir con precisión, sin caer en la anécdota, lo que fue el uso y el manejo del dinero por Lacan tal como lo experimenté en el curso de mi análisis?

Testimoniar de ello supone una apuesta. El reto consiste en hacer legible la experiencia de que para Lacan, analista, el dinero era un instrumento al servicio del acto analítico. No ignoro que el dejarse llevar a decir a otros algo sobre ello provoca en el interlocutor tanto la risa, por un efecto de Witz, como también el desconcierto, o bien el puro horror, efecto del acto analítico. Y no sin razón, puesto que es el único acto que subvierte los semblantes «por los que subsisten religión, magia, piedad, todo lo que se disimula de la economía del goce».[8] El acto analítico pone al desnudo lo que funda esa economía sobre su vertiente más intolerable, puesto que se trata del goce. No se trata aquí del goce del analista sobre el que se vierte de buen grado el precio del acto analítico, sino de la economía de goce del analizante que el acto viene a desvelar. Esta operación supone extraer el uso del dinero de su valor de cambio, regido por las leyes de la economía del mercado impartidas por el discurso capitalista. La absolutización del mercado introducida en el mundo como efecto de este discurso, el trabajo y el saber se han transmutado en mercancías. Ahora bien, el precio de una sesión de análisis no paga el precio del tiempo de trabajo del analista ni el precio de su saber. Por lo tanto, el discurso analítico se muestra como el reverso del discurso del amo, y de la situación profesional que recubre, en la medida en que es el analizante el que trabaja y paga el precio de su trabajo, del cual resulta como consecuencia una articulación de saber, en el lugar de la verdad, mientras que el lugar del producto de ese trabajo es ocupado por el significante S1, el significante amo que se desprende como letra de goce.

Cuando fui a ver a Lacan para pedirle análisis, en noviembre de 1975, había fundado mi demanda a partir del anhelo de «llegar a ser analista». No era mi primera demanda de análisis, puesto que había tenido una experiencia de análisis en mi país de origen y también había recibido analizantes en institución y en mi consulta durante algunos años. Sin embargo, no me sentía legítima en ese lugar. La lectura del Discurso de Roma[9] como también La instancia de la letra en el inconsciente,[10] que tuvieron el efecto de una revelación, instalaron en mí la suposición de que el verdadero análisis era «otra cosa», esa otra cosa a la cual yo quería acceder.

En el curso de una primera entrevista, bastante larga, Lacan me llevó a hablar de mi síntoma, interesándose en cuál había sido el síntoma que me había conducido a pedir un primer análisis, interrogándome también sobre lo que había podido extraer, poner en claro y sacar como saldo de esa experiencia. De entrada, desplazó la demanda explícita poniendo el acento sobre el síntoma, demostrándome en acto que este es el verdadero eje de una demanda de análisis.

Al final de la entrevista me hizo saber que aceptaba mi demanda y fijó un próximo encuentro. En el umbral de la puerta me dijo: «¿Me va a dar algo por esta entrevista?».

Ese era para mí el momento más temido, en el que se iba a tener que abordar la cuestión del pago, en la medida que me encontraba en París sin mayores recursos y aún sin empleo. Entonces le respondí: «No tengo nada». Y en efecto yo no tenía encima ese día ni un franco y no porque me hubiera olvidado de llevar dinero, sino porque ¡no lo tenía! En el momento en que había imaginado que me diría que en esas condiciones nada sería posible, me dijo: «Deme lo que usted quiera». No me dijo: «Deme lo que pueda», que habría sido una respuesta dirigida a la carente, la necesitada, respuesta que me hubiese confortado en ese estatuto, haciéndolo consistir. Al decirme «lo que usted quiera» puso el acento sobre mi desear y, más aún, en darme la chance de dar prueba de que quería lo que deseaba. Y de esta manera hizo que fuera posible comenzar un análisis con él. Le di, la vez siguiente, lo que era la suma máxima para mí y que en realidad no era mucho.

Un año más tarde, considerando que el periodo de entrevistas preliminares, que él me había anunciado cuando en el primer encuentro aceptó mi demanda de análisis, había durado ya suficiente tiempo, decidí no sentarme más en el sillón y exigí que me hiciera pasar al diván, bajo la pena de permanecer de pie frente a él hasta nueva orden. Él consintió y me indicó con un gesto que pasara al diván. Me tendí, feliz de haber logrado el pasaje al famoso diván, hice mi sesión, que fue muy corta, y al final de la misma me anunció que, a partir de ese momento, iba a darle tanto por cada sesión. Era el doble de la suma que hasta ahora le había pagado. ¿Me hizo pagar el precio de mi insolencia? No, me hizo pagar el precio de lo que yo quería, no estando todavía lista para asumirlo. En efecto, yo había imaginado que el diván era el sitio donde se podía hablar a calzón quitado y que, una vez tumbada en él, el analista me escucharía sin interrumpirme. Si había soñado con el dispositivo del diván como un puro goce de la palabra, sin corte, se deducía que el diván era para mí el lugar donde él y yo haríamos Uno, sin división, sin resto, sin pérdida. Era evidente que si tal creencia habitaba en mí era porque aún no estaba abierta a la lectura de mis enunciados y me agarraba con todas mis fuerzas al registro de significaciones rehusando el de la letra fuera de sentido. Por su acto Lacan marcó un corte tanto como una ruptura, haciendo estallar mi sueño de completud. Desde entonces el ritmo del análisis se aceleró y fui invitada a asistir a diario.

Un día fui a quejarme presentándole mis tribulaciones de extranjera en Francia y añorando mi país, Argentina. Ni bien pronunciada esa palabra se levantó como un resorte, interrumpiendo la sesión y me dijo que a partir de ahora le iba a dar por cada sesión tal importe. Era el doble del doble que ya pagaba. ¿Me hizo pagar mi ingratitud hacia Francia, mi país de acogida, mi segunda patria? No, ese día puso al desnudo allí un goce ignorado de mí misma que emanaba con todo su esplendor a través del significante Argent (dinero en francés) incluido en el nombre de mi país y también en mi condición de ciudadana de ese país: yo era una «argent-ina», como se dice comúnmente. Ese día fue tocado mi ser (mon être) de argentina, que en francés puede escucharse en la homofonía de «m’etre» de argentina, como maître, amo, en tanto significante amo, letra de goce de múltiples resonancias, que anidaba en el significante que nombraba mi ciudadanía de origen. Comprendí entonces que mi desprecio del dinero, mi desprecio del tener, era una coartada para gozar de la falta. Y lo peor era que yo hacía equivaler la falta a mi condición de mujer para enmascarar mejor la costosa estrategia de encontrarme al servicio de la excelencia del ser, en el esplendor del ideal. La neurosis estaba construida sobre el andamiaje del Uno imaginario al servicio del rechazo de la incompletud y la inconsistencia del Otro. El esplendor del ser recubría el agujero del significante que falta en el Otro.

El acto analítico me arrancó del dominio de la insuficiencia. Allí donde yo creía que no era posible, que yo no podía, que tocaba los límites de lo que me era permitido lograr, se reveló ser una pura ilusión. Pude encontrar otros trabajos, pagar más sesiones. Lo imposible, en efecto, no estaba allí. De ese modo, en ese momento, se materializó para mí la experiencia de superar la aplastante impotencia, la cual, vivida como insuficiencia, venía a enmascarar mi no querer saber nada de lo imposible. Superar los espejismos del ser y acceder a la imposibilidad lógica que da cuenta del Uno de la existencia, del Uno solo que se-goza en la imposibilidad de hacer Uno con el Otro, fue el saldo del acto analítico.

Acceder, como consecuencia de la iteración del acto analítico, a la diferencia absoluta que signa la singularidad del sinthome necesitó tiempo, años de trabajo en el curso de los cuales la dimensión de la apuesta me confrontaba a una puesta a prueba renovada de mi querer, en el curso de cada sesión.

En el transcurso de ese tiempo el analista no cedió nunca ante la coartada de la insuficiencia como fortaleza de defensa ante la imposibilidad. Y fue necesario pagar el precio de tal subversión subjetiva, única en instaurar la posibilidad del ejercicio del acto analítico.

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