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De cómo Dios utilizó el Covid para impactar mi vida

Experiencias únicas vividas con el Señor en tiempos de enfermedad y pandemia.

Por el pastor Jorge Martínez

Transcurría el mes de agosto de 2020. Me encontraba cumpliendo 38 años en el ministerio cristiano. Casi cuatro décadas de aquel día en que, siendo un adolescente de 16 años, Él me llamó. Desde entonces le he servido sin descanso como evangelista, maestro de la Palabra, pastor y músico.

He integrado equipos ministeriales, he tenido congregaciones a mi cargo, liderado grupos pequeños, y en este tiempo había elegido tomarme un descanso del ministerio formal, para servirle desde otros lugares.

Mis profesiones de chofer y cuidador certificado de pacientes y adultos mayores me llevaron a estar muy cerca de la gente, a ministrar en las calles, a dar una palabra justa en el momento oportuno, a pastorear a creyentes angustiados arriba de mi taxi, a consolar y guiar hacia Cristo a inconversos cuyas vidas estaban destrozadas. Y como cuidador he tenido el gran honor de llevar a Cristo a ancianos que, a los pocos días de aceptarlo, partieron de este mundo.

Volviendo al mencionado mes de agosto, en sus últimos días me sentía algo raro. Sufro de cefaleas en racimo como una condición crónica, pero en ese momento me dolía de modo diferente y sentía mucho cansancio. Pensaba que durmiendo un poco se me pasaría. Pero no fue así.

Complicaciones severas

A los pocos días comencé a tener fiebre. Primero 38°, luego 39°. Fui al hospital y la doctora que me examinó, diagnosticó pielonefritis, una afección aguda de riñones. Me pidió que me aislara en casa, me recetó un potente antibiótico y más analgésicos. Pero no me hisopó en ese momento, algo que me pareció extraño por el contexto de pandemia que estábamos atravesando.

La fiebre continuó durante una semana, y comencé a tener dificultades para respirar. La ambulancia vino tres veces en un lapso de cinco horas, y en la tercera visita decidieron llevarme a internación. Era la madrugada del 2 de septiembre de 2020. Todo lo que recuerdo es que ingresé al área de urgencias.

No supe más nada hasta veinte días después, cuando una doctora me tomó la mano y me preguntó si sabía dónde estaba, a lo que respondí negativamente. “Usted está en el Hospital Zatti de Viedma (capital de la provincia de Rio Negro, Argentina). Llegó aquí en el avión sanitario de la provincia, porque de lo contrario no le hubiésemos podido salvar la vida. Lo intubaron en la guardia del hospital de su ciudad. Ha estado veinte días intubado, sedado en coma farmacológico y evoluciona muy bien.”

Mi ciudad dista 550 kilómetros del lugar donde estaba internado en terapia intensiva. Mi familia recibía partes telefónicos a diario. Yo estaba allí solo, aislado, tenía todo tipo de conexiones a diferentes equipamientos clínicos, incluido el respirador que aún necesitaba.

Me hicieron traqueotomía. Me faltaba cabello en la nuca por la posición supina en la cual permanecí esos veinte días. Tenía llagas y escaras en mis pies y espalda, a pesar de los intensos cuidados que me dieron. No podía comer ni beber por mis propios medios ni hacer absolutamente nada salvo esperar la evolución de mi salud. Perdí 20 kilos en ese lapso. Me quedaron los brazos adormecidos por los 210 pinchazos en mis venas y arterias.

Salí de la terapia luego de 40 días, y me enviaron al hospital de mi ciudad donde debí estar dos días más por protocolo. Hasta que finalmente regresé a mi hogar, tan débil que se necesitaron dos personas que me sostuvieran para subir y bajar del taxi y recorrer la escalera a mi departamento.

Fueron 42 días de una lucha muy dura. Días donde no supe si era lunes o sábado, si era día o noche, sin celular, sin diarios, sin televisión, sin contacto con el mundo exterior ni otras personas que no fueran del personal de salud. Desde que desperté del coma inducido no pude dormir. Los restantes 22 días hasta el regreso a mi casa, estuve despierto. Aún me cuesta superar el insomnio a más de tres meses de mi alta.

Mi esposa y mi hija tuvieron el virus en forma leve, y mi hijo lo padeció en forma moderada. Le quedaron algunas secuelas aisladas. Los profesionales de la UTI se encargaban de sostener video llamadas con mi familia, para que me hablaran y yo estuviera contenido. Allí me di cuenta de que no solo el Señor está realmente con nosotros en forma invisible, sino que me llegaban audios y videos de muchos hermanos y amigos, todos movilizados orando, conteniendo a mi familia, animando y ofrendando para que nada les faltara.

Mi esposa estaba trabajando y mi hijo también, pero los hermanos ayudaban y aún lo siguen haciendo, sin preguntar nada. Demostrando puro amor, puro vínculo perfecto, pura dedicación. De muchos lugares, de conocidos y desconocidos.

Cuando volví a mi hogar pude ver la montaña de mensajes de amor inundando los celulares de mi familia, así como las redes sociales. Lloraba de gozo y gratitud. Siempre había tenido la visión familiar del papá proveedor, aun cuando todos en casa trabajábamos. Pero esta vez, que no tenía forma de hacerlo de ningún modo, Dios me mostró que quien provee es Él, y no yo. Actualmente sigo sin poder trabajar.

El 25 de octubre mi caso fue tema de una extensa nota en el Diario Río Negro, donde mi esposa y mi hijo pudieron brindar su testimonio. El artículo repasó mi experiencia con el covid-19, la excelencia de los profesionales de salud que me atendieron, la solidaridad de hermanos y amigos, y la evidente huella divina en todo el asunto.

No era para menos. Fui uno de los pocos pacientes que fue trasladado en el avión sanitario, y el primero en salir vivo de ese nosocomio después de tener el virus. Hasta mi alta, todos los pacientes con coronavirus que habían ingresado… fallecieron.

Más dificultades de salud

Teníamos otra prueba en paralelo, en la salud de la familia. Entre junio y julio de 2020, a mi hija le habían detectado un tumor en su tiroides. Era sospechoso de malignidad nivel 5. Por la pandemia, su atención médica se retrasaba notablemente.

Vivíamos con la tensión de ambas afecciones al mismo tiempo. El coronavirus que nos afectó a los cuatro y el problema de mi hija. La intervinieron en diciembre, y el examen final histopatológico dio como resultado que el tumor era benigno. Cuando llegó el brindis de las Fiestas, nuestras lágrimas corrieron. Celebrábamos la vida del Señor en nuestras propias vidas.

Lecciones para aprender

Siempre que vivimos circunstancias límites, nos preguntamos por qué y para qué. Siempre he tenido presente mi fragilidad humana, y he vivido con la permanente conciencia de que puedo ser llamado a Su presencia en cualquier momento, lo hemos charlado en familia reiteradas veces. Pero haber estado tan grave, con pronóstico reservado durante tantos días, y volver literalmente de la muerte, me dio otra dimensión de la temporalidad de mi vida. Eso fue lo primero que me dejó como lección esta prueba en mi salud.

Mi esposa me contó su vivencia durante mi internación. Desde el momento en que le comunicaron que me trasladaban de urgencia en avión y que mi estado era muy grave, ella oró: “Señor, te lo entrego. Está en las mejores manos. Yo no puedo luchar contra ti. Él es tuyo”. Y cuando oró de esa manera, la paz y el gozo del Señor llenaron su vida.

Lo segundo que aprendimos, es sobre la soberanía divina. Me refiero a que a veces elevamos al carácter de absoluto un pasaje de las Escrituras que es una promesa o una declaración de fe, pero que no necesariamente se nos garantiza.

Un claro ejemplo de ello es el Salmo 91, en particular el pasaje que dice: “No te sobrevendrá mal ni plaga tocará tu morada”. Y antes dice: “No temerás el terror nocturno, ni pestilencia que ande de noche, ni mortandad que en medio del día destruya”. Es palabra de Dios, pero no necesariamente priva al Señor de ponernos a prueba y de permitir que una plaga como este virus toque nuestras vidas. En mi caso, Dios tomó ese tiempo de coma farmacológico en el cual permanecí veinte días, para ministrar de forma especial a mi vida.

Una experiencia única con el Señor

Lo que contaré a continuación es una experiencia profundamente personal. No tengo testigos. Lo viví a solas con el Señor. No contaré todo, solo algunas cosas que considero oportunas.

Lo primero que recuerdo es que estaba en la cama orando y pidiéndole al Señor una mayor comunión. En ese momento vi llegar una especie de carro-nube que flotaba en el aire. Sentí que una fuerza me depositaba arriba de ese vehículo celestial. Comencé a subir, pude ver el espacio, en especial las estrellas, y llegué a un lugar muy hermoso, lleno de árboles, césped muy verde, flores y un camino que iba hacia la derecha.

Comencé a recitar el Salmo 23 y entendí que el salmista conoció de alguna manera ese bello lugar que describe en ese amado texto: “Jehová es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar; junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma”.

A la derecha observé un río que separaba el lugar donde mi vehículo se había detenido, de otro igual de maravilloso donde se observaba una gran cantidad de personas que me saludaban a lo lejos. El espíritu del Señor me indicó que estaba a las puertas del Reino, que no podía entrar porque debía regresar, que aún no era mi hora, y que me llevaba ahí para descansar y disfrutar hasta que mi cuerpo sanara.

Me impresionó que no me acordara de nada de mi vida sobre la tierra, ni las cosas de este mundo. Solo recordé a mi familia e inmediatamente se me comunicó que ellos estaban protegidos y bendecidos.

Me senté en ese pasto tan bello y vi que del otro lado del río la mayoría estaba como de picnic, sentados bajo interminables arboledas, compartiendo una comunión perfecta. Comencé a preguntarle al espíritu sobre personas que yo conocía, hermanos en Cristo, y a medida que los nombraba, alguien levantaba la mano del otro lado y me saludaba. ¡Estaban todos allí!

En un momento pregunté por una señora que se congregaba en la iglesia donde me crie. Ella tenía una fuerte alteración mental de forma tal que casi siempre hablaba incoherencias. Tenía severos ataques de epilepsia y su capacidad cognitiva estaba fuertemente limitada por sus patologías. No sé si comenzó a ir a la Iglesia antes o después de enfermar de esa forma, pero era fácil deducir que no entendía mucho. Ella iba porque le hacía bien.

“Señor, ¿ella también está acá contigo?”, le pregunté con un poco de temor a que me dijera que no. “Ella está aquí. Tengo conmigo a dos tipos de hijos: Los que tuvieron luz y entendieron, y los que no pudieron tener luz, pero creyeron en mí”.

Tuve otras experiencias íntimas con el Señor que me trajeron mucha paz. Luego que desperté, entendí que fui llevado allí más de una vez. Me llevaban y me traían. Y cada vez, era una experiencia distinta. En la última que recuerdo, le pude preguntar al Señor por mi futuro. Su respuesta fue que debía servirle por bastante tiempo más, que me iba a bendecir y prosperar, que me iba a abrir puertas que he esperado por mucho tiempo. Supe que vendría un nuevo tiempo de ministerio.

A medida que lees esto, quizás quieras saber si estuve cara a cara con el Señor. No exactamente. Lo vi a lo lejos. Él estaba del otro lado. En un momento miró hacia donde yo estaba y le grité: “Señor Jesús, Señor querido, acá estoy. ¡¡Te amo!!” Él me miró y se sonrió. Mantuvo por unos instantes su mirada y su sonrisa hacia mí. Me sentí profundamente amado. Pero entendí algo más en ese bello momento: su sonrisa gobierna el Universo.


Jorge Ricardo Martínez vive en la ciudad de Cipolletti, Río Negro, Argentina. Está casado con Sonia Maldonado Díaz y tienen dos hijos, Gisela y Juan Andrés, ambos profesionales. Además de pastor, es chofer profesional y cuidador certificado de pacientes y adultos mayores. Desde 1982 ha comenzado su ministerio en la Unión de las Asambleas de Dios, pasando a ser pastor en la Alianza Cristiana y Misionera. Actualmente es un pastor independiente. Estudió en el Instituto Bíblico Buenos Aires, obteniendo el Diploma en Capacitación Ministerial.

Email: dactilografocipo2014@gmail.com

Whatsapp: +54(299)627-0362

Antología 9: Resiliencia

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