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Mis manos

Lo que fue objeto de estigmatización hoy es herramienta de creación. Dios me devolvió al diseño original por dentro y por fuera. Y el perdón me trajo la paz que solo Él da.

Por Magalí Núñez

Vivo al lado de un parque y una noche de tormenta se cayó un árbol sobre el costado izquierdo de la casa. Gracias a Dios no hubo daño material fuera ni dentro y la mañana siguiente vinieron de la municipalidad a cortarlo.

Ese día me acerqué y vi lo que quedaba de él: Era un pedazo pequeño de tronco, cortado en dos. Parecía que el hacha se había ensañado, dividiéndolo. “¡Te portaste mal al caerte, chico!”. ¿Ese era el mensaje? Había pedazos de tronco por todas partes. Ramas rotas, hojas desparramadas. ¿Acaso no era un bonito árbol, lleno de vida, que cobijaba pajaritos y cuyas ramas daban una linda sombra?

Renaciendo de lo roto

No. Ya no había árbol. Había desaparecido. Solo quedaban los pedazos en el suelo sin vida, destrozados, vulnerables, solos. ¿Acaso no lloraba? ¿Cuántas personas fueron necesarias para destruirlo? ¿Dos o tres? ¿Qué utilizaron? ¿Sierra eléctrica? ¿Hacha? ¿Por qué tenían que partir en dos lo poco que emergía del suelo? ¿El propósito era que no vuelva a crecer? ¿Qué te hicieron, querido árbol? Primero la tormenta te derribó. Y para rematar, al día siguiente los empleados te cortaron en pedazos.

Pasaron varios meses y un día, al pasar por ahí, vi que de una de las partes dañadas habían nacido hojas. Usted me dirá: “He visto muchas veces esa maravilla de la naturaleza”. Yo solo había visto fotos. Y ahí estaba, delante de mí, palpable y admirable. Era un mensaje a mi alma. Me quedé absorta un buen rato, y le saqué una foto.

Mis pensamientos giraban en torno a esas hojas verdes, brillantes; hasta diría que eran alegres, sentía que me sonreían. Esa naturaleza emergente, airosa y debutante. ¡Tan real! De lo roto, de lo quebrado, de lo desechado, de lo caído… se puede renacer, volver a empezar, y creo que a veces mejor de lo que era antes.

Manos de lana

No sé por qué, pero esta imagen me recordó a mí. ¿Cuándo comencé a romperme? Porque de niña no me autolesioné, e igual que al árbol, hubo personas que destrozaron mi alma. ¿Fue por etapas? ¿Cuándo me di cuenta de que no podía unir mis pedazos rotos? Había algo en mi interior que me decía que no nací destrozada. Pero mis recuerdos llenos de heridas en el alma, etiquetas negativas, rechazo, miedos y desilusión, se entremezclaban. Igual que el árbol, había tenido un buen inicio. E igual que el árbol, me vi rota en mi interior, sola y abandonada.

Hoy solo hablaré de un pedazo de vida: mis manos. Recuerdo que cuando era niña solía frecuentemente dejar caer algo: una taza, un platillo, etc. ¿Tenía problemas de atención? No sé. ¿Será que hacer caer la primera cosa fue tan terrible para mí que el miedo hizo que vuelva a hacer caer las siguientes? Tampoco sé. Solo sé que me gané un sobrenombre: “Manos de lana” o “de trapo”. Quien me llamó así fue mi madre. Esa etiqueta negativa siempre estaba acompañada de apreciaciones sutiles sobre mi personalidad, denotando que era muy temerosa e insegura.

¿Y qué fue creciendo en mí? Por un lado, las tazas por el suelo eran la evidencia que gritaba mis fallas; y por el otro, el sentimiento oscuro, pesado, que se encriptaba en mi alma: “No sirves. Eres inútil. No puedes llevar ni una simple taza. Dudo que puedas lograr algo en la vida”.

Esos sentimientos de inutilidad, fracaso, impotencia e ira, de no lograr las cosas más simples, fueron marcados por otras experiencias tristes que se acumularon dentro mío. Era un mar de sentimientos dolorosos, de pedazos del alma que navegaban sueltos en mí, sin rumbo. Solo el dolor, que iba en aumento.

Dentro de los recuerdos que aún conservo, era una niña muy tímida, de pocos amigos. No solía corretear, porque siempre terminaba en el piso. Y si alguna vez trepé un árbol fue con nefastas consecuencias. Lo único bueno que solía hacer era estudiar y leer. Mi primer libro, a los nueve años, fue “Corazón”, de Edmundo De Amicis. Y desde entonces hasta ahora no dejé de leer. Mis libros son mis amigos y compañeros de la vida.

Decidí estudiar psicología pese a que quería estudiar arquitectura. Puse en la balanza costos, y además en esa época no era aún una opción común para chicas. Antes de concluir mi carrera, hice terapia. Logré hablar de algunos de mis miedos. Después que me gradué, comencé a trabajar.

Trabajé bien. Tenía estabilidad económica. Viajaba de vacaciones al exterior, y lo disfrutaba mucho. Todo parecía marchar bien, pero no era así. En mi interior los sentimientos de desvalorización crecían como hierba mala en un jardín descuidado. Trataba de disimular los síntomas, pero había un vacío que aullaba de dolor.

Había una niña que escondía sus faldas tras un paraguas de miedo. Veía cómo ese sentimiento de nulidad se desplazaba por mi mente con descaro, mostrándome los huecos inmensos en el piso de mi personalidad. Por prescripción propia comencé a consumir antidepresivos. Tremendo error. Creo que consumí alrededor de un año.

Conociendo a Jesús

Una noche, unos amigos me invitaron a una reunión. No me explicaron que era de oración, y menos de evangélicos (en esa época era una buena católica). Las alabanzas me gustaron mucho (eran canciones de Marcos Witt), pero lo que me impresionó fue la seguridad de ese hombre delgado con acento brasilero que daba el mensaje de Dios y hablaba como si Él fuera su gran amigo. Era el pastor José María Gontijo.

Me impactó. ¿Este hombre realmente hablaba con Dios? Pensaba: “¿Será cierto? ¿Se podrá conversar con Él?”, y esa noche me rendí al amor de Dios, a Su presencia. Regresé a casa con esperanza. Esa esperanza se convirtió en convicción. Esa convicción se transformó en decisiones. Esas decisiones dieron curso a una nueva vida, hasta el día de hoy.

Fue una maravillosa noche estrellada de septiembre en 1992 cuando recibí al Señor en mi corazón. De ahí, a bautizarme y disponer la casa para un grupo de oración de jóvenes, fueron decisiones en secuencia. Inmediatamente dejé los antidepresivos. ¡Qué alivio! Después descubrí que estaba escrito en la Palabra de Dios: “Venid los que están cansados y yo los haré descansar”.

Estaba cansada de las pastillas, y me quitó esa carga. A cambio puso gozo en mí. Nunca más volví a probar un antidepresivo. Todo esto ocurrió casi en los tres o cuatro primeros meses después de esa reunión. Mi angustia se convirtió en paz, esa paz que sobrepasa todo entendimiento, y la inseguridad aterradora se transformó en fortaleza.

Me aferré a la Palabra de Dios. El primer versículo que recuerdo es 2 Timoteo 1:7: “Porque Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio”. Llegó a lo más profundo de mi corazón. Fue escrito para mí y era una invitación a mi sanidad. Jesús sabía lo que me pasaba. No podía ocultarle nada. Él quería mi restauración, unir todos los pedazos rotos. Abrazaba mi alma y me valorizaba. Estaba en un pozo y me sacó, limpiándome con tanta delicadeza y ternura que vi cómo llenaba de amor mi vaso vacío.

Mi madre

Así empezó mi caminar con Jesús. Me hablaba a través de su Palabra, y todo lo que aprendía estaba bajo su dulce mirada. Caminar con Él es sencillo. No hay un ápice de confusión. Por ejemplo, cuando le pregunté por qué mi madre me mostraba rechazo, me llevó a una nueva forma de ver la relación, haciéndome preguntas que fueron ordenándose muy lentamente, con amor:

“Magalí, ¿sabes cuántos años estuvo tu madre en un internado de monjas?” Respondí: “Casi diez”. A los ocho años, mi madre y mi tía Fanny fueron enviadas a un internado de monjas italianas. Terminaban las clases y en vacaciones viajaban mis abuelos y las llevaban a casa. Pero a veces decidían vacacionar solos y las dejaban todo el verano en el internado. “Y tú, ¿cuántos años estuviste en un internado?”. Quedé en silencio, porque Él sabía la respuesta: Apenas logré soportar un año. Al siguiente me mudé a la casa de una amiga.

Con mucho amor y respeto siguieron las preguntas sobre la vida mi madre. Quería estudiar bioquímica, pero mi abuelo quebró económicamente y ella abandonó su anhelo de ir a la universidad. A cambio, sostuvo la casa de sus padres no solo en lo económico, sino haciéndose cargo de sus hermanos.

Comencé a caminar a través de recuerdos, revisando cada circunstancia que tuvo que enfrentar mi madre: la discapacidad de su hermano como consecuencia de la polio; el fallecimiento de su hermana menor a los veintiséis años, quedando su hijo bajo la tutela de mi madre y sin el apoyo expreso de mi padre, quien luego le fue infiel y abandonó el hogar. Quedamos tres hijos y ella embarazada de cuatro meses.

Y así, soportó adversidad tras adversidad. Todo en silencio, sin queja, refugiándose en Dios. Solo la vi llorar desconsoladamente cuando recibió la noticia del fallecimiento de mi tía. También cuando murieron mis abuelos. Y hace nueve años, cuando falleció su último hermano. Solo lloraba ante el dolor de la muerte.

Nunca vi a mis abuelos dar un abrazo a mi madre. ¿Se sintió ella amada por sus padres después de todo lo que hizo por ellos? No sé. ¿Recibió valoración de parte de mi padre? Tampoco sé. Cuando mi padre se enfermó de cáncer tuve que viajar a buscarlo a otra ciudad para internarlo aquí. Ella fue a visitarlo a la clínica. Volvía a verlo después de más de treinta años de divorcio, y lo hizo con una actitud de verdadera hija de Dios, con respeto. A la semana falleció, y estuvo en el velorio y en el entierro, viendo sepultar al único hombre que conoció y amó.

Cuando el Señor terminó de mostrarme su soledad y carencia de amor, me preguntó: “¿Puedes transformarla? ¿Puedes cambiar ese dolor?”. Dije: “No”. Entonces, dulcemente dijo: “Solo ámala. Es mi creación”. Nunca más pregunté el porqué de su rechazo. Simplemente aprendí a disfrutarla cuando ella me lo permitía. Y aprendí a perdonar con el perdón de Dios, y a mirar con Sus ojos. Mientras lo hagamos con los nuestros vamos a ver fallas en los otros, pero con los ojos de Dios vamos a ver que en cada falla muchas veces hay una herida abierta. Es nuestra decisión.

Tuve que elegir entre mi pasado lleno de dolor o aceptar el asombroso amor de Dios. Yo no era mi pasado. Decidí por la verdad, por el amor y dejé que restaure todas las áreas de mi vida, no solo mis manos. Mi hijo, ya en la adolescencia, solía visitar a mi madre por largas horas, quizás como un presentimiento de que se acortaba su estadía en esta tierra.

Como todo lo que hace el Señor tiene su tiempo y su manera, una linda tarde de otoño recibió a Jesús en su corazón, confesándolo como su único Salvador. Mi madre era un roble, de pocas palabras, de salud inquebrantable. Fue una excelente maestra de escolaridad básica. Y cuando se jubiló, se negó a estar frente a una pantalla de televisor y decidió pasar sus horas sirviendo al prójimo, ayudando en su parroquia.

Un día, con ochenta y dos años presentó una neumonía y fue internada. Dios permitió que no sufriera, porque a las dos semanas falleció. Fui la última hija que cerró sus ojos. Estoy segura de que volveré a verla, y nuestro caminar será pleno. Tres meses antes de su fallecimiento, segura de que Dios me guiaba, le pedí perdón. Respondió que no tenía nada que perdonar. Varios años después me enteré de que estaba orgullosa de la clase de madre que yo era. Lloré, y di gracias a Dios.

Manos transformadas

¿Y mis manos? Fueron transformadas desde esa conversación con Jesús. Quitó los rótulos y etiquetas que tenía grabados en mi mente y en mi corazón. Cambió todos los sentimientos de desvalorización por amor y aceptación. Entonces aprendieron a dibujar, a pintar, a tejer, a cocinar, a formar rosas en porcelana fría, a hacer bolsos de macramé, a bordar, y escribir cuentos y poemas.

Mis manos levantaron vuelo y volaron lejos, porque las palabras negativas fueron retiradas. Volví al diseño original, tal como me creó Dios. Mis bordados fueron pequeñas creaciones hechas con amor, porque mis manos se deleitaban en su nuevo caminar. Mis trabajos viajaron primero por mi país y luego cruzaron fronteras: Estados Unidos, Australia, Brasil; y seguirán viajando, porque no hay límites para aquello que Dios restaura.

Hay que creer la verdad, la cual está en las palabras de Jesús en Lucas 4:18: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos”. Esta verdad está vigente: Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.

Él anhela nuestra restauración. Al sanarme, también me dio un propósito. Y desde hace veintinueve años he sido instrumento en Sus manos para sanidad interior de muchas personas. He visto cómo Su amor asombroso ha sanado y transformado, y le dije: “Sí, heme aquí”. Así será hasta que tenga que tomar “el último tren a casa”, como dijo el pastor Dante Gebel.


Magalí Núñez Camacho nació en Camiri y actualmente reside en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Es licenciada en Psicología y exdocente universitaria. Es autora de textos escolares de tutoría “Santa Cruz con valores”. Fue parte del equipo profesional que en 1990 fundó el Hogar de Niños Santa Cruz. Es directora del Proyecto Misericordia, asistiendo con víveres y medicamentos a personas sin trabajo. Magalí brinda apoyo en Sanidad Interior.

Whatsapp: +591-78539779

Email: nunezcamachomagali@gmail.com

Antología 9: Resiliencia

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