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No quiero ser fuerte, ¡quiero ser feliz!

¿Alguna vez escuchaste hablar de resiliencia? ¿Sabías que superar las dificultades y estar dispuesto a aprender de ellas te capacita con mayores recursos para afrontar el futuro?

Por Videlma Vogel

Mientras preparaba una charla para mujeres de todas las edades, me inspiré en un libro escrito por Bárbara Johnson, titulado “Ponte una flor en el pelo y sé feliz”, donde dice “El dolor es inevitable, pero sentirse miserable es opcional”. ¡Cuánta verdad hay en esta frase!

La historia de Bárbara es sumamente impactante y a la vez motivadora. Después de perder a dos de sus tres hijos y atravesar un sinfín de adversidades tanto de salud como familiares, habla de esperanza y anima a otros a no perder la fe en Dios. Asegura que Él puede tomar tu tribulación y convertirla en un tesoro, y que en medio de la oscuridad aprenderás lecciones que tal vez nunca habrías aprendido a la luz del día.

Resiliencia

Dejaré en manos de los profesionales la definición y procedencia del término, y su adaptación de la física a la psicología. Seguramente estará explicado más de una vez en esta antología. En cuanto a ejemplos de personas resilientes podríamos comenzar nombrando una larga lista de personajes de la Biblia tales como Sara y Abraham; José, el hijo de Jacob; Moisés; Job; Ester; David; Pablo; luego los discípulos, y así podríamos seguir. Cada uno de ellos con sus características y matices.

Un gran ejemplo de resiliencia fue Rahab, la prostituta de Jericó. Escondió a los espías salvándoles la vida y, en consecuencia, salvó la suya y la de su familia. Rahab demostró tener una gran capacidad de adaptación, dejando atrás su pasado para abrazar la fe en un Dios vivo y amoldarse a una cultura desconocida, con otras costumbres y tradiciones nuevas para ella. ¿Cómo es que una ramera termina siendo mencionada en la genealogía de Cristo?

A lo largo de la historia de la humanidad hubo infinidad de ejemplos de personas resilientes cuyas historias impactan e inspiran a enfrentar gigantes, pelear batallas, luchar contra viento y marea, y a no darse por vencidos. Las personas resilientes:

Asumen la dificultad como una oportunidad para aprender; como Liz Murray, psicóloga, escritora y conferencista, hija de padres adictos a las drogas, criada en las calles y con todas las fichas apostadas a que sería una indigente más. Decidió cambiar el rumbo de su vida, retomando sus estudios a la edad de 15 años. (Película: “Una indigente en Harvard”).

 Son conscientes de sus potencialidades y limitaciones, como Tony Meléndez, guitarrista y cantautor discapacitado que aprendió a tocar la guitarra con los pies, por haber nacido sin brazos. Un ejemplo de vida, superación y auto aceptación.

 Son perseverantes, como Abraham Lincoln, cuya carrera estuvo llena de fracasos antes de llegar a la presidencia de los Estados Unidos y ser recordado por abolir la esclavitud.

 Son tenaces en sus propósitos, como Nelson Mandela, quien después de haber estado 27 años preso llegó a ser presidente de Sudáfrica, cambiar la historia de ese país y recibir el premio Nobel de la paz.

 Son creativos como Bárbara Johnson, que usa el humor en situaciones adversas.

 Desarrollan un optimismo realista, como la madre de Thomas Edison, quien rehusó hacer caso a la carta del maestro que decía que su hijo era un ignorante.

 Confían en sus capacidades, como Nick Vujicic, un hombre nacido sin brazos ni piernas, que recorrió el mundo dando conferencias de superación.

Se dice que la resiliencia puede ser innata o adquirida. Hay personas que parecen tener desde su nacimiento cierta capacidad para tolerar las frustraciones y dificultades de forma positiva. Pero también existe la posibilidad de desarrollar e incorporar este tipo de recursos personales si tenemos a Dios en nuestras vidas. Él nos da las herramientas necesarias para afrontar cualquier desafío.

Son innumerables las historias de personas que supieron levantar los brazos en señal de victoria después de haber atravesado situaciones extremas como tragedias, enfermedades o experiencias traumáticas y dolorosas. Pero también hay que decir que el lapso entre el primer momento del dolor y la superación de este… es un camino árido, donde abundan las lágrimas y, en muchos casos, se vuelve insoportable.

Entre el duelo y la resiliencia

El duelo es, por definición, “tristeza por la pérdida o ausencia de un ser querido”. Los duelos “duelen”, y no se puede evitar. Es un tiempo durante el cual se transitan etapas que para los profesionales tienen nombres o fases, pero para aquel que se encuentra en ellas es una montaña rusa de emociones incontrolables.

La sensación de vacío generada por una pérdida demanda un período de adaptación a las nuevas circunstancias. Encontrar un nuevo sentido a la vida después de perder a un ser querido muy cercano dependerá de la capacidad de cada ser humano en forma individual. Pero cuando creemos y confiamos en que de alguna forma se puede seguir adelante, nuestras posibilidades de avanzar se multiplican.

No quiero ser fuerte

Cuando mi esposo falleció, algunas personas con buenas intenciones nos decían que debíamos ser fuertes. A mis hijos les decían que tenían que serlo para ayudar a su madre, y a mí, por ellos. Mi reacción, aunque no en palabras audibles, pero sí en mis pensamientos, fue “No quiero ser fuerte”.

Se suponía que debía reponerme rápidamente para poder hacerme cargo de la familia. En ese momento, mis hijos estaban cursando sus estudios en la facultad y ese año me tocó enfrentar sola el nido vacío. A ellos les tocó seguir con sus estudios sin el apoyo y presencia de su padre. El primer tiempo del duelo llegué a pensar que jamás volvería a experimentar momentos de alegría en mi vida. El dolor era demasiado fuerte.

La familia: el antes y el después

“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová.” (Isaías 55:8). Perder a mi esposo a los 46 años y de manera repentina no era algo que se me hubiera cruzado por la cabeza en esa etapa de nuestras vidas. Teníamos proyectos como matrimonio y también como familia. Hasta entonces funcionábamos bastante bien, con los altibajos que tienen casi todas las familias.

Estábamos en una etapa muy linda en la cual habíamos fortalecido las relaciones entre nuestros hijos y nosotros, disfrutando de las pequeñas cosas como jugar a las cartas o simplemente charlar sobre sus estudios, sus intereses o sus preocupaciones. Nos gustaba mucho viajar los cinco, compartir un rico asado los fines de semana y tomar mate alrededor de la cocina a leña en invierno.

Beto y yo fuimos padres jóvenes e inexpertos. Nuestros tres hijos nacieron al poco tiempo de casados y nuestro mayor desafío fue el de formar una familia cristiana. Deseábamos transmitir a nuestros hijos la fe y la confianza en un Dios vivo, y que aceptaran a Cristo como su amigo y su Salvador.

Debo decir que la iglesia, como familia de Dios, fue parte de este proceso ya que de una u otra manera siempre estuvimos involucrados en algún ministerio. Esto permitió que ellos crezcan en un ambiente sano, con enseñanzas basadas en la palabra de Dios y actividades adaptadas a las etapas de crecimiento de niños y adolescentes.

Pudimos presenciar con mucha emoción el día que cada uno se bautizó y agradecíamos a Dios por habernos guiado y acompañado en la tarea de ser padres. No fue un camino fácil y no fueron sólo rosas. También hubo espinas. Juntos atravesamos montes y valles. Hubo salud y enfermedad, risas y llantos. Pero Dios siempre estuvo a nuestro lado día a día, en las buenas y en las malas, nunca nos abandonó.

¿Por qué comparto esta parte de nuestras vidas? Justamente porque aquél 29 de marzo de 2010, cuando la tragedia golpeó a nuestra familia, no pude entender qué había pasado. Hasta ese día estaba acostumbrada a una relación con Dios marcada por la bendición de ser su hija. Contaba con su protección y cuidado. No dudaba de su presencia en nuestras vidas.

Entonces, ¿dónde estaba Dios en ese momento? Algo estaba mal, muy mal. En mi cabeza había pensamientos que nunca antes había tenido: seguramente Él se había equivocado, había un error. De inmediato comencé a experimentar emociones desconocidas para mí. Negación de la realidad. Sentía un dolor punzante en el pecho. Confusión en mi relación con Él. Sentí un vacío inexplicable en mi interior, acompañado de un fuerte deseo de morir. De un momento a otro mi mundo se volvió cenizas.

Aquella hermosa familia que Dios nos había regalado, la que juntos estábamos construyendo, fue partida como por un rayo y la vida dejó de tener sentido. Sentí mucha impotencia. Ver a mis hijos llorar al lado del ataúd de su padre me rompió el corazón, y ver a mi suegra despidiendo a su hijo me dejó sin palabras.

Un tiempo diferente: el camino del duelo

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.” (Mateo 5:4). Tengo que reconocer que la palabra duelo sólo la empleaba para hablar de otras personas que perdían a sus seres queridos. Eso era todo. Ni siquiera sabía qué decir en momentos así. Y ahora éramos nosotros los que recibíamos abrazos con lágrimas y palabras de consuelo. Ahora nos encontrábamos del otro lado. Cada uno comenzando a transitar un camino llamado duelo, que no habíamos elegido y del cual no teníamos referencias, al menos no lo suficiente como para avanzar.

Duelo y muerte son palabras que, por lo general, tratamos de evadir. Es como si pudiésemos evitar morir al no pronunciar la palabra. A nadie le gusta hablar de dolor y muerte. Sin embargo, después de haber atravesado ese camino, descubrí lo importante y necesario que es hablar del tema hasta agotar las palabras.

Está bien que no estés bien

Iniciar ese camino fue una de las cosas más difíciles que nos había tocado hacer como familia. No teníamos la menor idea de cómo transitar un duelo o cuánto tiempo duraría. No había una ruta marcada. Al comienzo dependíamos de otras personas que nos fueron ayudando a dar los primeros pasos.

Una persona sabiamente me describió esos pasos como los de un niño que aprende a caminar: un paso a la vez, con caídas, golpes y volver a levantarse para seguir avanzando. No correr, porque no hay una salida rápida, pero siempre avanzando para no quedar estancado en alguna parte de ese camino. Y cada uno buscó su propio camino de duelo, como en un laberinto con varias salidas.

Ayudar a otros

A mis manos comenzaron a llegar libros de autoayuda. La lectura fue una de las maneras de iniciar ese camino. Pronto pude entender que si las experiencias que otros vivieron y contaron me ayudaron, también mi historia podría ser un eslabón en esa cadena. Entendí que, si Dios me había consolado de esa manera, también yo debía consolar a otros (2 Corintios 1:3,4).

Entonces, para ayudar a otros, me embarqué en la tarea de escribir historias de familias que habían transitado el camino del duelo, incluyendo la mía propia. Gracias a la editorial de Marcelo Laffitte se pudo publicar el libro titulado “Caminos de Cenizas y Esperanza” en el año 2015. El día que hicimos la presentación dije que escribir ese libro no era para mí un sueño cumplido, sino una tarea terminada. Y, si haberlo escrito servía para ayudar al menos a una persona, entonces habría valido la pena hacerlo. Hoy sigo pensando igual.

Quiero ser feliz

Esta es la segunda vez que resumo el tiempo de duelo de nuestra familia. Y aunque la historia es la misma, me doy cuenta de que hoy puedo mirar hacia atrás con otros ojos. La mirada no es la misma, porque ya no soy quien fui hace once años atrás. He recorrido un largo camino y en ese trayecto Dios ha estado trabajando en mi vida, emociones y pensamientos. Sé que he cambiado y mis hijos también.

Del duelo queda solamente una cicatriz que me recuerda las cosas que quedaron atrás en mi vida. Entre ellas, un esposo y el tiempo de la familia con los hijos adolescentes. Hace seis años me mudé a otra ciudad en la que tengo una hija, una hermana y amistades. Así que también dejé atrás mi casa vacía, mi trabajo y la congregación en la que junto a mi esposo e hijos compartimos tantos momentos de nuestras vidas. No fue fácil, pero me ayudó a dar vuelta la página y comenzar a vivir una etapa diferente.

En este tiempo aprendí que es más importante coleccionar experiencias y no cosas. Por eso disfruto de cada momento que Dios me regala para compartir con los que están. Ahora soy abuela de cinco nietos y aunque algunos están lejos, disfruto el tiempo jugando con los que están cerca y haciendo uso de la tecnología con los que están lejos. Ser abuela es un regalo que no tiene precio ni comparación.

Tengo nuevos sueños y proyectos. Con la ayuda de Dios quisiera realizar muchas cosas. Entre ellas, sueño con armar un grupo de autoayuda para personas que pierden seres queridos. Estamos en el año de la pandemia del Covid y por lo tanto muchos planes se están postergando, pero confío en que pronto saldremos de esta situación.

Como familia seguimos afrontando adversidades de distintas índoles, pero personalmente puedo decir que “el Dios de toda gracia” ha restaurado mi vida y me ha devuelto el gozo que tanto le pedí desde un comienzo, cuando creí que nunca más volvería a ser feliz.

Entre la resiliencia y la gracia divina

“Y después de que hayan sufrido un poco de tiempo, el Dios de toda gracia, que los llamó a Su gloria eterna en Cristo, Él mismo los perfeccionará, afirmará, fortalecerá y establecerá”. (1 Pedro 5:10,11, NBLA).

¿Lloro? Sí, pero también río.

¿Lucho? Sí, pero también me rindo.

¿Tengo dudas y temores? Sí, pero también confío.

¿Siento impotencia? Sí, ¡pero en Cristo soy más que vencedora!

Parece contradictorio, pero es así. Llorar, dar peleas y sentir temores e impotencia es parte de nuestro peregrinaje por esta tierra. Confiar y rendirse ante la gracia divina es el lugar en el que Dios nos quiere tener. Creo que estar entre la resiliencia y la gracia es ese estado que nos permite ser pulidos como la piedra que se convierte en diamante. Es ahí donde seremos creativos y tenaces en la oración, y afrontaremos los desafíos haciendo uso de las capacidades que Dios puso en nosotros. No hay méritos por nuestra parte si no es por Su gracia.


Videlma Vogel vive en Leandro N. Alem, Misiones, Argentina, y se congrega en la Iglesia de Dios de la misma ciudad. Es docente jubilada, y ha enseñado el idioma inglés principalmente en escuelas secundarias por 30 años en la ciudad de Montecarlo, Misiones. Es viuda y madre de 3 hijos adultos, con sus familias ya conformadas. Es autora del libro "Caminos de Cenizas y Esperanza"; el mismo fue traducido al inglés y está disponible en Amazon (“Paths of Ashes and Hope”). Sueña con ser parte de un grupo de autoayuda para personas que pierden a sus seres queridos.

Whatsapp: +54(3751)31-2444

Email: videlmak@hotmail.com

Antología 9: Resiliencia

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