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En una esquina de la ciudad de México

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Apenas se puso el alto, el niño caminó entre las filas de los automóviles. Extendía la mano y pedía limosna. Él hubiera preferido lavar parabrisas, pero su madre se lo prohibió: “El día que te vea lavando los cristales de los coches te rompo el hocico. Y sabes que te lo cumplo”. Claro que lo sabía. Ya lo había hecho varias veces, siempre por situaciones que no se volvían a repetir.

Vino una a su mente.

Sucedió un par de años atrás, cuando él tenía seis años. En lugar de pedir las acostumbradas monedas, su mamá lo descubrió jugando al yoyo. Es hora de trabajar, le gritó al tiempo que le quitaba el juguete. Y antes de qué pudiera explicarse qué estaba ocurriendo, le soltó un golpe en la cara que lo aventó un par de metros más allá. Se tentó la boca y sus dedos se empaparon de sangre. ¿Por qué su madre no lo quería, si todas las madres querían a sus hijos?, no dejaba de preguntárselo. ¿Porque era feo?, ¿porque siempre andaba mugroso?, ¿porque tenía piojos? Pero si muchos niños andaban todavía más cochinos y sus mamás los besaban como si estuvieran recién bañados.

Nunca tendría respuestas para eso. Como las tenía para el juego. Porque de todo lo habido y por haber, lo que más lo atraía era el juego. Y aprovechaba cualquier momento que se encontrara lejos del campo de visión de su madre para jugar. Traía los bolsillos repletos de juguetes, que iban desde canicas y un trompo hasta corcholatas y suelas de zapatos. Todo le resultaba útil. En cualquier cosa hallaba la diversión. El juguete perdido. Que se había descuidado con el yoyo era un hecho. Le ganó el impulso. Sabía de sobra a lo que se exponía, pero aun así decidió atarse la cuerda al dedo índice y hacer el cochecito, una de sus suertes favoritas. Porque era bueno. Sobre todo con los lups. Vueltas y vueltas que describían una trayectoria parabólica, y así hasta el infinito. Que había suertes que le salían con maestría, nadie podía discutirlo. Como el perrito, la vuelta al mundo, el columpio...Ya había jugado el yoyo con los amigos que de pronto se cruzaban con él, y no sólo había salido airoso de la prueba; veía en aquellos ojos infantiles el asombro, o, más que eso, la incredulidad. Y su espíritu se hinchaba.

Se puso de pie y vio a su madre arrojar el yoyo a una alcantarilla, y dirigirse hacia su escondite. Ahí hacía lo que le venía en gana: emborracharse, aspirar solventes, escuchar el radio, leer periódicos atrasados, quedarse dormida. Muchos de los vagos del rumbo deseaban ese lugar, pero ella lo defendía como una hiena la carroña. Entre cartones de cajas, pedazos de tapetes de automóvil y trozos de papel periódico, lo había acondicionado a su gusto. Como estaba al pie de una de las columnas gigantescas que sostenían aquel paso a desnivel, el sol jamás le daba. Aspiraba el monóxido de carbono de los miles de autos que circulaban a unos metros, pero eso le daba igual; es más, lo agradecía. Porque gracias a eso, una vez al mes iba al Hospital General donde le obsequiaban medicamentos para despejar sus vías respiratorias, que luego ella vendía.

De pronto, una idea cruzó por su cabeza.

Su madre le estaba dando la espalda. No lo veía. Era la oportunidad de oro. Contó hasta tres.

Uno.

No sabía leer ni escribir. A sus ocho años, le daba vergüenza confesárselo a quien fuera. Siempre lo ocultaba. Cualquier mentira era buena para salir del paso. Ya lo había hecho innumerables veces. Y también había golpeado por esa misma razón. Si alguien se atrevía a hacerle un comentario burlón, soltaba un golpe despiadado. Ya había dejado a más de uno babeando sangre.

Dos.

Su madre aún distaba un par de pasos, más o menos, para llegar hasta su escondrijo. La vio caminar y la recordó panzona, o, más que eso, mucho más, con una panza enorme. La recordó porque durante esa etapa, ella no admitía siquiera que él le dirigiera la palabra. Ni siquiera que la mirara. Había sido la peor época. Cuando menos no recordaba ninguna otra tan atroz. Tan llena de miedo.

Tres.

Apoyó el pie derecho como si en eso le fuera la vida, y echó la carrera. Precisamente en el momento en que su madre volvía la cabeza. Escuchó su nombre, la orden de que se detuviera, pero no obedeció. Como si sus oídos estuvieran tapiados. Sentía en sus labios la sangre ya reseca, como pedregosa. Corrió aún más duro. La voz imperiosa de su progenitora no le hacía mella; al contrario, lo impulsaba a poner tierra de por medio.

Por fin el cansancio lo venció. Había llegado hasta un camellón. Aminoró el paso. Su madre había quedado muy atrás. Aquel crucero se había perdido sin más.

Se volvió cautelosamente. Nadie venía por él. Mucho menos su madre, quien con dificultad daba un paso tras otro. No como él, que era un verdadero tigre —así se veía. Un tigre pleno de vigor y juventud.

Era libre.

Caminó relajado por completo. Con una calma como no sentía hacía mucho. Se entretenía mirando los árboles que franqueaban el camellón. Uno de ellos le llamó particularmente la atención. Desde donde estaba, distinguió un corazón trazado en la corteza. Era un corazón de amor. Se aproximó. Por un instante se le olvidó de que no sabía leer, y quiso saber qué decían aquellas palabras. Sabía que en un corazón se escribían los nombres de las personas que se amaban. Puso los dedos en aquellos signos. Los acarició. ¿Y si era el nombre de su madre?, ¿y si era el nombre de él? Acarició la silueta del corazón, la flecha que lo cruzaba.

Se descubrió llorando.

Gusanos

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