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El nombre de ella

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Sintió que el piso se hundía bajo sus pies. Allí estaba, a sólo unos metros, la mujer de la que había estado perdidamente enamorado hacía apenas un año. O tal vez menos.

La miró en una combinación de incredulidad, fascinación y reclamo.

Vino a su mente uno de los múltiples pleitos que habían tenido, que al final de su historia, de la historia vivida por ambos, se había convertido en la marca de todos los días. Porque los pleitos eran el pan cotidiano. ¿Cómo había acontecido semejante cosa? No sabría responder a ciencia cierta. Sin duda, los celos eran elemento protagónico. Primero fueron los celos de él, y luego los de ella. Cada uno era proclive a la seducción del sexo opuesto. Se dejaba cautivar y perdía la cabeza. Les había pasado docenas de veces. Y lo que en un principio era divertido y peligroso, o cuando menos atractivo y emocionante, terminó convirtiéndose en una pesadilla. Porque llegaba un momento en que no había control alguno, y cada quien se precipitaba en su propio abismo. Del reclamo iracundo pasaban al insulto, a las palabras soeces y terribles que el uno y el otro dominaban, y que cada vez parecían adquirir tintes dramáticos, más bien insoportables. Al grado de que amigos mutuos —pues solían echarse en cara lo que fuera aun delante de terceras personas— les aconsejaban ser prudentes antes de que sobreviniera una tragedia sin V de vuelta.

Cuando sus ojos negros se depositaron en aquella mirada verde —la más hermosa del mundo, se decía él—, no pudo evitar una mal disimulada sonrisa. Que lo viera ella, aun de soslayo, pero que lo viera. Que advirtiera cómo alguien era capaz de reírse de tan extraordinaria belleza. Sabía que no podía hacer nada. Ni dirigirle palabra alguna. Iba acompañada de un hombre —seguramente LM, así le decían cuando pasaban lista a los numerosos hombres de los que ella se jactaba— que no le quitaba la mano de encima, es decir, que no la soltaba. Cuántas veces se la había imaginado en brazos de otro. Cuantas veces, con alcohol o sin alcohol, la había imaginado en la cama con otro hombre. Un hombre sin rostro, por cierto. Pero cuyas siglas —LM— lo desquiciaban. Aunque podía ser cualquier otro. Entonces perdía la noción de las cosas. Había extinguido al lado de esa mujer todos los niveles de su resistencia. Sólo verla era la provocación de un estallido. Su cuerpo parecía cargado de una bomba de tiempo. La adrenalina iba y venía desde su estómago hasta la última de sus terminaciones nerviosas. Un millón de veces se había jurado que sólo matándola encontraría la paz. Y esa idea merodeaba por su cabeza hasta que ella se lo propuso: ¿y si nos matamos? Tú no puedes ser mi hombre porque eres casado, y yo no puedo ser tuya porque no estás conmigo cuando me entra el deseo. ¿Y si nos matamos? Pero él se había limitado a responder: ¿Y tu hijo? Que se quede con su padre. Yo no quiero ni puedo vivir más sin ti. Consigo la pistola de mi papá, se la robo, y nos damos un balazo en la sien. Yo primero y luego tú, para que veas que no me voy a echar para atrás. En la sien. Y enseguida te disparas.

Eso hubiera hecho.

Se la imaginó en la cama con ese hombre. Con LM. Una punzada le atravesó la cabeza y lo hizo trastabillar. Los vio haciendo el amor. A ella arriba de él. A él arriba de ella. Nada le provocaba tanto placer, en la medida que nada lo torturaba más. Era algo que escapaba a su entendimiento, pero que ahí estaba. Maldito entendimiento, se repetía y descargaba un puñetazo en la pared.

Pero él también —por fortuna, se dijo— iba acompañado. Y no mal acompañado. De una mujer rubia, que en alguna época remota había sido su amante. La había localizado, le prometió el mejor banquete del siglo, y habían acudido a aquel restaurante. Aquel sitio en el que tantas veces había estado con ella, en el que se habían declarado su amor, en el que se habían besado por vez primera; pero también en el que se habían insultado, vejado, propinado cachetadas y dicho las más atroces maldiciones.

Sin quitarle la vista, no pudo evitar el impulso de acercarse. Así que dejó a la rubia en la mesa que habían reservado, le dijo aguántame un segundo, ahora vuelvo —esperar que le sirvieran el aperitivo era demasiado tiempo—, y encaminó sus pasos hacia aquella mujer, hacia aquel sitio que se le antojaba tan cerca que podía tocar a su ex amante con sólo estirar la mano, y tan distante como una estrella en la bóveda celeste.

Eso hubiera hecho, suicidarse, en lugar de dirigirse hacia aquella mesa. El nombre de ella lo llevaba en la punta de la lengua.

Gusanos

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