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Una noche con Leonard Cohen

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Pocos hombres como yo tienen conciencia —o acaso debería precisar: valor— de lo que voy a decir, pese al juramento de verdad que tengan hecho consigo mismos, o a su grado de honestidad probado en el trabajo o en las relaciones amorosas, terrenos ambos que exigen cierta entrega.

Odio a mi madre.

Odio a mi madre, es algo que me gustaría gritar en medio de una cantina ati- borrada de hijos dóciles y educados —como ésta en la que ahora mismo estoy—, de una función de cine para niños donde los mocosos sólo sueltan la mano de su mami para llevarse a la boca un puñado de palomitas, o de un espectáculo por el día de las madres. ¿Alguno de ustedes se ha preguntado qué pasaría? ¿A alguno de ustedes le gustaría hacer la prueba? Primero tendría que hacerse un examen de conciencia y atisbar muy dentro de sí, aunque sea con la luz de un cerillo alumbrar ese sórdido interior y descubrir la podredumbre.

La detesto por dos razones. Porque es mi madre, la primera, y porque está viva (porque vive, sería menos brutal decir), la segunda.

Y aquí no cabe aquello de que matamos todo lo que amamos, de que no he podido sublimar complejos o estupideces así. Si las palabras tienen algún signi- ficado es aquel que se manifiesta con su evidencia aplastante y brutal. Te dicen entra, y entras, así de simple; te dicen vete y te vas, así de sencillo; te dicen cállate y te callas, así de fácil. Las palabras son las palabras, y yo aquí, ahora y siempre las utilizo para lo único que sirven: para decir lo que siento y pienso.

¿Quién no odia a su madre?, alguno de ustedes se preguntará por ahí, y añadirá por lo bajo: el tema más trillado del mundo. Cierto, pero qué ocurre cuando el hijo ha sido educado bajo las imbatibles alas del amor, cuando su madre le cantaba canciones de cuna noche tras noche, le narraba cuentos de prodigio y maravilla, le preparaba sus tortas para el recreo, o le almidonaba los cuellos de las camisas, ¿qué sucede entonces? ¿Qué habrá de acontecer en el alma de esa persona cuando en

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Eusebio Ruvalcaba

lugar de guardarle gratitud al ser que lo trajo al mundo, sólo tenga por él despre- cio, repulsión que se traduzca en odio? ¿Qué tuvo que haber pasado? No sé en el caso de otras personas, ni me importa; en el mío, lo tengo claro: odio a mi madre porque me dio la vida.

Y eso es lo que estoy a punto de gritar. Quiero ver cómo se descompone la cara de todos estos pusilánimes, que no ponen en tela de juicio su presencia en este uni- verso. Porque no es cualquier cosa estar aquí. Y no me refiero a las hambrunas ni a los incendios forestales, todo eso me tiene sin cuidado. En lo que estoy pensando es en la ignominia que significa ser una persona. En el deshonor, en la degrada- ción que simboliza el desastre de estar vivos. Y estoy seguro que estos imbéciles se volverán contra mí a golpes. Que ni siquiera pensarán en la posibilidad de que les esté hablando con la verdad. Con su verdad. Quizás una sola voz se levante y me asegure que a quien hay que odiar es al padre. Que le rebata esa apreciación. Lo cual haría de las mil maravillas. Le preguntaría: ¿qué le duele más, que insulten a su padre o que insulten a su madre? Y cuando me respondiera que a su madre, lo acosaría brutalmente: ¿por qué, por qué? La respuesta es una: porque nunca esta- mos seguros de que nuestro padre sea nuestro padre. En cambio, siempre sabemos que nuestra madre es nuestra madre. Por eso digo que ella es la culpable, la ver- dadera causante de nuestro sufrimiento, de nuestra estulticia, de nuestra miseria.

Desconozco las consecuencias de esto que estoy a punto de hacer. Les abriré los ojos a todos estos estúpidos. Me escucharán. Por un segundo los aturdiré. Algunos fingirán que no han oído bien, o que no es asunto de ellos. Pero cuando identifiquen esa palabra de cinco letras, volverán su cabeza hacia mí. Alguno me dirá que soy un mal hijo, y que mi única salvación es el infierno. Otro me dirá que me calme, e incluso me ofrecerá una copa. Y alguno más se me quedará mirando desconcertado. Pero sin reflexionar, sin contemplar lo que ha sido ni lo que le espera. Por supuesto que existe la posibilidad de que uno entre todos estos me desafíe a golpes, o de plano se levante y me tunda a puñetazos y patadas. Todo esto es claramente posible. Y lo acepto.

Pero si hay uno solo, uno, que por un segundo odie a su madre, que luego de oírme coincida conmigo, entonces me daré por satisfecho.

No sé qué estoy esperando. ¡Una!, ¡dos!, ¡tres! ¡Escúchenme!

Gusanos

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