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—Podríamos pensar en un martes. —O en cualquier otro día.

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Mi trabajo consiste en contratar gente para la empresa que me paga. O en despedirla. Tengo una oficina ad hoc. Sobria y dura, es decir, que refleje mi carácter. O mejor todavía, el carácter de la transacción que está a punto de realizarse.

Sé lo que significa una entrevista de trabajo. Y precisamente la delicadeza de mi trabajo estriba en no crearles expectativas a los candidatos. De ahí que no exista en mi oficina el menor detalle humano o personal. Nada de fotografías con la familia —ay, se ve que es una buena mujer—, menos referencias que le revelarían intimidades a un buen observador. Como por ejemplo, un suéter tejido a mano, un bolígrafo demasiado femenino; en fin, las personas que entran a mi oficina deben tener en el acto la idea de que no habrá un trato personal sino estrictamente profesional.

Con las personas que despido, las cosas toman otro cauce. Para empezar, procuro ser lo más precisa posible —la precisión obliga al futuro desempleado a admitir que se merece ser puesto de patitas en la calle. Si, por ejemplo, traigo una blusa, antes de abrirle al fulano me pongo un blazer y me recojo el pelo. Que sienta de este lado a una mujer enemiga de la amabilidad y comprensión. Una mujer severa, sin complacencias, a quien no va a resultar nada fácil convencer. Naturalmente que siempre hay quien se sale de control. Como un chofer de sesenta años —el chofer del señor Castillo— a quien corrí con especial elegancia. Lloró. Dijo que con su salario mantenía a sus nietos. Que vivían con él —aquí fue donde derramó sus lágrimas sebáceas—, y que de dónde iba a sacar dinero. Le ofrecí un klínex, me puse de pie, le indiqué que pasara a recursos humanos por su finiquito y abrí la puerta. Dejó impregnada la habitación de un perfume maloliente.

Como sea, tuve una ocurrencia —iniciativa, la llamaron algunos— que fue aplaudida en la última junta con el señor director y las cabezas de la empresa. Yo, Sonia Cantú Cantú, me entrevistaría con las candidatas a un empleo en un restaurante cinco estrellas. Y la coyuntura que se avecinaba era ideal, pues a la brevedad el señor Castillo —director general— requeriría una secretaria. Pero no la invitaría a comer ni mucho menos, sino nada más y únicamente valoraría su comportamiento en una situación comprometida. Porque ser secretaria del director general no es cualquier cosa. Hay que ser muy sutil e inteligente para decir mentiras, o bien de lo más atenta y dulce para engatusar a un posible socio. Pero para eso se requiere de una malicia peculiar, algo que no enseñan en las academias para secretarias.

Así pues —proseguí mi explicación en la junta—, no es difícil imaginar la situación. Digamos dos de la tarde; digamos el restaurante Les Moustaches; digamos que ahí la entrevistada se sienta enfrente de mí —para esto tiene que llevar su mejor atuendo, Les Moustaches no es cualquier restaurante, y ahí es donde yo empiezo a calificar. Porque vean. Imagínense que yo como una deliciosa sopa de ajo, o una ensalada mixta, o ya de plano una trucha almendrada, y que la probable secretaria —luego de haber esperado en el vestíbulo más de una hora— se le queda mirando a mis platillos, se me queda mirando a mí mientras los devoro, hasta que empieza a ponerse nerviosa. Notablemente nerviosa. A simple vista. Tache. No sirve. Inmediatamente yo le pongo tache a su solicitud. Que para que este cuadro funcione bien, lo mejor es que la entrevistada no haya comido; que a las dos de la tarde es lo más probable. Y si ya comió, tache. Aunque mi obligación —por mera cortesía— es invitarla. Nadie con la cabeza sobre los hombros, aceptaría. Por supuesto, la prueba se repetiría hasta que me topara con la candidata ideal. Bastante dinero se fuga en personal contratado que no da los resultados esperados...

Por cierto, la iniciativa no fue aprobada por unanimidad. Una sola voz se levantó en contra, la de Samuel Corona, el jefe del área de proveedores. Le pareció demasiado cruel, dijo que era una estrategia de abuso y prepotencia, típica de una mujer subvalorada. Iba bien, pero cuando pronunció esos dos vocablos se ganó una rechifla general. Nadie estuvo de acuerdo con él. Lo tildaron de antiguo y de previsible. Y así se lo hizo ver mi jefe.

Pues bien. Ahora mismo estoy esperando a la primera candidata. Ya me lo hizo saber el capi. Pobrecita. La tengo ahí desde hace veinte minutos. No son muchos en la vida de una persona si en cambio va a salir con un trabajo que le dará seguridad y solvencia.

Pero la gracia será entrevistar a varias. De lo contrario qué chiste tendría esta estratagema.

Gusanos

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