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Seudónimo: Kachuchín
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Le producía congoja y taquicardia; no lo dejaba conciliar el sueño de inmediato — como era su costumbre— y menos aún cenar a gusto sus tortas de cochinita pibil. La Convocatoria la tenía grabada tan firme (medidas, límite de tiempo, dirección, seudónimo) como el cochambre en las parrillas de su estufa. Desde que la había leído sus letras nítidas y negras las veía deslizarse cada vez que oteaba el horizonte. Carajo, Efrén, no te preguntes si puedes o no obtener el premio, ¡cien mil pesos te van a caer de perlas, maestro! Concentración, es lo que necesitas, concentración: que las imágenes coloquiales se conviertan en instantáneas de antología, que la preocupación y el desmadre cotidianos queden impresos en el archivero de tu gloria.
Efrén sorbió un trago más a su acostumbrado café (en su acostumbrada cafetería), dio una última chupada a su cigarro mirando de reojo con la típica pose bradpiteriana a su vecina (de grises ojos) más próxima. Pagó su cuenta y se dedicó a recorrer esas calles de Insurgentes que tanto le decían; pero esta vez no las caminaría sin rumbo fijo sino dirigiéndose a la casa de Arnulfo. Era forzoso.
En cada esquina donde existía un puesto de periódicos se aproximaba y se detenía hasta cinco o diez minutos observando. ¿Cuál, joven? No, ninguno, gracias. Con el paso lento, Efrén siguió caminando mientras reflexionaba en la mirada del periodiquero. Pinche expresión, cómo no tengo una cámara chingona, le hubiera tomado unas fotos de poca madre. Ernesto me tiene que prestar su Minolta, a huevo, él ya no necesita gloria, ya está muy bien paradito. Yo sí, yo sí quiero ver mi nombre en los periódicos, mis fotos en alguna galería de la Condesa, que haya reven y toda la cosa, una peda chingona, todo el mundo “felicidades, felicidades, sabíamos que lo lograrías”, “muchacho, qué alegría me da, déjame darte un abrazo, “gracias, eh, sé que no valgo nada, no es cosa de mérito, suerte nada más, muchas gracias”.
Aguascalientes, Campeche, Coahuila, San Luis Potosí, Zacatecas, fueron quedando atrás. Las micros pasaban veloces. Como embotado, caminaba Efrén Enríquez.
Nadie habría podido imaginarse lo que pensaba. Por lo tenso de sus puños, quizás alguien habría supuesto que se divertía estrangulando diminutas muñecas de aire. Por fin llegó a Álvaro Obregón para doblar a su derecha, cruzar Monterrey y meterse en un viejo edificio amarillo-naranja.
Ernesto se encontraba de pie, recargado en el barandal de su balcón. A sus espaldas, la música reverberaba en la estancia. Sin hacerse sentir, Efrén se sentó en la silla de bambú. Más de diez minutos permaneció en silencio, ora observando los bustos de Mozart y Beethoven simulados en bronce, ora mirando la fiel cámara de Ernesto, que descansaba de su click sobre la mesa esquinera, ora leyendo las inscripciones de los diplomas...
—Cabrón, ¿desde hace cuánto tiempo estás aquí?
—Ya ni la chingas. Tengo como 200 años y ni cuenta te habías dado. Te van a piñar. Fácil me hubiera chingado la camarita.
—¿Quieres un pegue?
—Yo diría. Mientras me la sirves te voy a tirar la neta, a qué vine. Porque ya sabes que estando uno pedo o se confunde el que habla o el que oye. Y... pues... ahorita de una vez. Para acabar pronto.
—Vas.
—Mira, wey, préstame tu cámara.
—No mames.
—Por qué no, si me gusta tanto. No, en buena onda, necesito tu cámara. —¿Y la tuya?
—Es una pendejada, no sirve.
—Seguro le vas a entrar al concurso...
—Sí.
—Si no ganas, que es lo más probable, va a ser una frustración doble. Le vas a echar la culpa a mi cámara. Ándale, chíngate esa cubeta.
—Mira, wey —la preparaste poca madre, ¿eh?—, voy a ganar. Doy el ancho,
estoy seguro. Dicen que este concurso sí va a ser legal. Cuando menos uno de los tres lugares me forro, neta.
—¿Me la vas a cuidar?
—Coño, me extraña.
—Pues va que va. Ojalá y te dé suerte.
—Puta madre, no sabes cómo me alivianas. Mira, wey, tengo un plan. Me voy a lanzar a los barrios más ojetes de la ciudad. Me voy a descolgar hasta los hospitales públicos, las beneficencias y la cruz. Y donde vea un pinche miserable, chíngale, lo retrato. Especialmente a las cabronas marías con sus escuincles y a los boebones de los teporochos. Yo creo que con eso me gano el premio. El pinche jurado se va a ir con la finta.
—Ya ni la chingas, Efrén.
—Mira, wey, la onda está así: hay que escribir sobre la violencia o sobre los pobres, hay que hacer estudios sobre la violencia o sobre los pobres, ¿no te has dado cuenta?
—Sí, y a mí me da hueva.
—¡Hay que fotografiarlos, para acabar pronto! La gente está harta de ver fotografías de la violencia, entonces la alternativa son los pobres. Neta... Total, uno de esos pinches miserables te puede dar el triunfo... y con una pinche Minolta, fácil.
II
Lo ves y te decides. Es algo que se siente, que se presiente, más bien. Este cabrón te va a dar el premio. Tiene un rostro poca madre. Y ahora que no venías a eso. Así pasa. Lo ves y te decides. No pudiste haberte encontrado a nadie mejor, ni antes ni después. Preparas la cámara y lentamente te vas acercando hacia la entrada del metro, donde puedas captar el anuncio del metro y la mano extendida pidiendo limosna; donde puedas captar su cara sucia —tan sucia, que el que vea la foto adivine que apesta, que huele a porquería—; donde brillen sus pelos asquerosos, y, sobre todo, donde resalte su ojo izquierdo, esa canica deforme que parece que le está colgando: roja, fija, sebosa —no te me vayas a mover, un segundo, un segundo y ahí muere. Tomas la foto (tuvo que haber salido, tuvo que haber salido), pasas junto a él y le das diez pesos (cabrón, no sabes cómo me vas a alivianar).
III
Efrén Enríquez, primer lugar. Cien mil pesos en efectivo y diploma. Título del trabajo premiado: La apatía ciudadana. Seudónimo empleado: “Kachuchín”.
Pablo Herrera Molina, segundo lugar. Cincuenta mil pesos en efectivo y diploma. Título del trabajo premiado: La estufa. Seudónimo empleado: “Spiderman”.
Arturo Domínguez, tercer lugar. Veinticinco mil pesos en efectivo y diploma. Título del trabajo premiado: Día de campo. Seudónimo empleado: “Mum, bolita mágica”.