Читать книгу 96 grados - Eusebio Ruvalcaba - Страница 13
El paquete
ОглавлениеPara Renata Legorreta
De manos de su amiga, Pamela recibió el paquete. Se trataba de un paquete de papel estraza, de 75 centímetros de largo por 50 de ancho, y de unos 15 centímetros de grosor. Sin nada en particular, excepto el nombre y los teléfonos del destinatario, un tal Jorge Luis Granados Blanco. Lo único que tenía que hacer Pamela, apenas llegara a Lima, era llamarlo para que lo recogiera. Sabía lo que contenía, porque ella misma había ayudado a su amiga a hacerlo: un par de vestidos de noche y un libro de recetas de cocina. Eso era todo. Al destinatario le urgía recibir el paquete porque un vestido era para su hija y el otro para su mujer. El siguiente sábado, que caía el 20 de julio, se casaba su hijo, y ellas se habían empeñado en estrenar esos modelos que habían visto en una revista. El problema era que la revista era de México y ellos vivían en Perú. Pero se habían logrado comunicar con los dueños de la fábrica, y en uno de esos acuerdos que parecen arreglados por la mano de Dios, quedaron en enviar el material a través de interpósita persona.
Sin complicación alguna, Pamela llegó a su destino el domingo 14 de julio por la noche. ¿Y esto?, le preguntó su marido cuando vio el paquete. Tengo que hablarle a ese señor —dijo, mientras con su dedo índice de la mano derecha señalaba el nombre del destinatario— y entregárselo. Este sábado se casa su hijo, y son los vestidos que llevarán su esposa y su hija a la boda. Pero ya le hablaré mañana a primera hora. Ahorita ya es muy tarde. ¿Nos dormimos? ¿Y cómo llegó a tus manos? ¿Quién te lo encargó? Mañana te cuento, ¿vale?
Bueno, cuéntame qué novedades ha habido por aquí. Estuve fuera casi un mes, y seguro tienes un arsenal de chismes. A ver, suelta la sopa. Claro, agárrate, que le descubrieron una amante a David. Pero ya tenía muchos años con ella. Le tenía casa, imagínate. Nadie lo hubiera pensado. ¿No crees? Siempre quejándose de dinero, escatimando la plata para su familia, y es que todo se lo llevaba la vieja esa. Pero eso no es nada. Adivina quién salió del clóset. No puede ser, ¿alguien salió del clóset? Caramba, me voy unos cuantos días y mira nomás cuántas cosas pasan. ¿Quién?, ¿quién se destapó? ¿Te acuerdas de Virgilio? Él merito. No puedo creerlo, pero si era tan viril. Tan hombre.
Pamela empleó toda la mañana en ponerse al día con el quehacer de la casa. Por más que había dejado instrucciones, bastó con que la criada faltara una jornada para que su marido decidiera despacharla —estorbaba más que ayudaba, por eso la corrí—, y él mismo hacerse cargo. Y por supuesto que no hizo nada. Todo estaba hecho un asco, y no había ni por dónde empezar.
Pero no le bastó con el lunes. También se llevó el martes en la faena. Porque ese día decidió dedicarlo al jardín. Andrés es un desidioso de marca. Ni siquiera pudo regar mis rosales. A la menor oportunidad me voy a vengar. Le voy a bajar una llanta a su vehículo, con eso basta y sobra.
El miércoles resolvió quedarse en la cama. Se sentía molida. Bien podría dedicarlo a ver un par de películas que se habían quedado rezagadas. Las dos eran de George Clooney. Pero ni modo de desaprovechar la oportunidad. Así que se preparó un vodka con jugo de tomate. Y mucho hielo. Por cierto, no había revisado sus correos. Pero ya llegaría el momento. Apenas tuviera un tiempo libre, se ocuparía de esa tarea, que a la larga le resultaba placentera. De paso se metería al feis y al tuíter. No fueron dos películas, fueron cuatro. Y no fue un vodka, fueron tres. Cuando llegó Andrés, la encontró desparramada, dormida como un tronco. Simplemente se desvistió, se metió en la cama y le hizo el amor. Ese truco le encantaba a ella. Se fingía dormida y lo disfrutaba por partida doble.
El jueves habría sido una pérdida de tiempo quedarse en casa. No le había dedicado el menor tiempo a sus amigas. Hizo algunas llamadas, y tomó la determinación de distribuir el día con algunas de ellas: con Alma y Eduviges en la mañana, y con Imelda y Perla en la tarde.
Ya estaba todo armado.
La pasó delicioso. Con Alma y Eduviges habló mal de Imelda y Perla, y con Imelda y Perla habló pestes de Alma y Eduviges.
Apenas abrió su bandeja el viernes por la mañana, se le vinieron encima los correos que le había enviado su amiga de México. En tono cada vez más perentorio, le reclamaba que no se hubiera comunicado con el señor Jorge Luis Granados Blanco, quien a estas alturas ya se encontraba rayando en la locura. ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado? Corrió al comedor, y ahí seguía el paquete: sobre la mesa.