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Dilema

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Mariano Sepúlveda ocultó la botella de Buchanan’s en el buró, tras los zapatos. Lo hizo lo mejor que pudo. No podía arriesgarse a que alguno de sus hijos lo descubriera. Por supuesto que no

tenían por qué hurgar ahí, pero sabía que la curiosidad infantil es incontenible.

Se hizo para atrás y miró acuciosamente. Seguramente por tratarse de una botella achaparrada no se distinguiría.

Tuvo el impulso de servirse un trago. Aunque podría conformarse con mojarse los labios de su whisky favorito; le bastaría con eso. Disfrutaba tanto ese whisky, era muy caro pero pellizcando su salario —ya muy quemado por lo que le tenía que dar a su ex esposa— le alcanzaba para comprarse una botella al mes, sin que su cartera lo resintiera.

Aunque fuera mojar sus labios. Allí estaba el vaso. Sobre el buró. Un old fashion siempre disponible. Desde el primer piso donde se encontraba, alcanzó a distinguir las voces de sus hijos. Estaban jugando en la sala. En la planta baja.

¿Qué clase de pesadilla estaba viviendo? Ni él mismo sabía cómo había llegado hasta ahí, bebiendo por sorbos y a escondidas. Bastaba con un trago para que se descompusiera por completo. Por eso tenía prohibido beber. Perdía el control, y dentro de él iba creciendo una violencia que no le era posible contener. Eres un mala copa, le decían sus amigos. Entre otras razones, por eso tenía que encubrirse para beber. Cuando estaban sus hijos con él. Joaquín, de ocho años, y Omar, de seis, aleccionados por su madre: “Si ven que su papá toma, me llaman y de inmediato voy por ustedes”.

Lo había amenazado cantidad de veces. Ella a él. Pero no fue por el alcohol que lo había dejado, sino por un enamoramiento con un funcionario en la delegación donde trabajaba. Desde luego ante el juez había recurrido al alcoholismo de su esposo, por lo que le dieron la custodia sin chistar. Así que cuando los niños pasaban algún fin de semana con su progenitor, él debía tomarlo como un favor. Como si en el fondo no se lo mereciera.

En su defensa, él dijo lo único que podía decir, lo que todo mundo esperaba oír: que dejaría de beber, pero que no lo separaran de sus hijos; que seguiría manteniéndolos; que él no pedía nada para sí, excepto que aunque fuera de vez en cuando le permitieran que los tuviera consigo.

Y cumplió. Cuando menos hasta donde más pudo.

Se sometió a una terapia que le pagaba el Estado. La psicóloga era una mujer entrada en años, más amargada que la directora de un reclusorio femenino. No hubo entendimiento posible. La doctora no quería escuchar razones sino sentimientos de culpa. Arrepentimientos. A base de amenazas, le hizo jurar que no bebería más, que era un mal ejemplo para la sociedad civil. Incluso le recetó medicamentos, con la advertencia de que si bebía sufriría un shock brutal.

Tampoco podía dejar de ir a la terapia, porque el Estado le aplicaría una multa además de que menos le permitiría ver a Joaquín y Omar. Así que decidió seguir yendo con la salvedad de que no escuchaba nada, de que hablaba por hablar; menos tomaba el medicamento.

Hizo a un lado los zapatos, extrajo la botella con terrible apremio, tomó el vaso y vertió una buena cantidad de whisky, la mitad. Sin tapar la botella ni preocuparse por volverla a su sitio, se llevó el vaso a la boca y bebió con tanto aplomo como nerviosismo. Hasta dar cuenta del contenido. De su boca escurrían hilos del whisky que se había desparramado por la ansiedad. Contempló el vaso y decidió beber un trago más. Con eso sería suficiente. E iba a llenarlo, cuando escuchó la voz inconfundible de Omar en un grito que le perforó los tímpanos:

—¡Papá, estás tomando! ¡Te voy a acusar con mi mamá!

—¡Espérate! —le ordenó al mismo tiempo que le arrojaba el vaso para detenerlo. O cuando menos hubiera jurado que ésa había sido su intención. El vaso siguió una trayectoria limpia y recta hasta la cabeza del niño. Se impactó un poco arriba de la oreja derecha. De ahí se desvió hasta estrellarse en el marco de la puerta y hacerse añicos. Omar se tambaleó, y, siguiendo su propia inercia, se precipitó escaleras abajo, dejando un rastro de sangre a su paso.

Joaquín salió corriendo de la sala —desde su ángulo de visión había visto rodar el cuerpo de su hermano como si fuera un muñeco de trapo. ¡Qué pasó? ¡Qué pasó?, preguntó a gritos. Parecían aullidos de una garganta animal. Con seguridad los vecinos llamarían a la puerta.

Mariano Sepúlveda apenas llegó a tiempo para tapar los ojos de Joaquín. No quería que mirara.

—Omarcito se cayó y se descalabró —respondió mientras ponía su mano en el pulso de Omar. No sintió correr la sangre ni pálpito alguno.

Eructó el whisky. Siempre le pasaba lo mismo con el Buchanan’s.

—Háblale a tu madre y dile que venga de inmediato. Que tu hermano sufrió un accidente. Que se cayó de la escalera —ordenó sin dejar de felicitarse por el domino que sentía crecer dentro de él.

Por su cabeza un dilema empezó a dar vueltas de un extremo a otro: Qué era más importante, ¿que se lavara la boca o que subiera a recoger los cristales?

96 grados

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