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Connecticut

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Mi tío George purga una condena de cadena perpetua en Connecticut. Por un tris se salvó de la pena máxima. Es un criminal. Y todos en casa lo detestamos. Ni siquiera podemos pronunciar su nombre; excepto mi papá, que es su hermano.

Mi tío George no se llama George sino Germán, y, como mi padre, también es negro. Para muchos, un negro nacido en Veracruz puede considerarse algo perfectamente normal, pero ni hablar que mi tío George, hasta donde recuerdo, tenía algo como de tránsfuga, como que no era de ninguna parte, ni de Veracruz, ni del Caribe, ni

de África. Ni siquiera de Estados Unidos.

País al que decididamente se marchó en busca de mejor suerte.

Todos —aun yo, que era un chiquillo— le aconsejamos que no hiciera eso. Que en Estados Unidos le iba a ser imposible conseguir trabajo, o destacar en lo que fuera —él quería ser piloto comercial— por su calidad de negro, y por su falta de educación escolar pues con dificultades había cursado la educación básica.

Pero él insistió en que no, que el destino no le podía jugar una mala pasada. Y aun sin cumplir los 18 años, se fue de espalda mojada. Era muy audaz, y logró librarse de un coyote que lo quería pasar a cambio de 5 mil dólares. La verdad no sé cómo le habrá hecho, pero en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en el otro lado. Y a pesar de tener ofertas de trabajo en la industria de la construcción en el estado de Nevada, una fuerza inexplicable guió su camino y decidió no detenerse hasta Nueva York. Algo tenía esta ciudad que lo atraía poderosamente.

Pronto consiguió trabajo como taxista. Es increíble la facilidad que otorgan los gringos para que un ilegal consiga manutención, o, dicho de otro modo, es inaudito el grado de corrupción entre los patrones estadounidenses. Según supimos, en el sitio de taxis les bastó con que supiera manejar. Ya con 18 años, sus gastos como alimentación y techo se los pagaba el dueño del negocio. Pero mi tío George —admitamos que se llama así— no era la excepción; otros que estaban en la misma situación recibían las mismas canonjías. En un sitio que le daba trabajo a 200 taxis, sucedían las cosas más insólitas, recuerdo que escribió en una de las escasas cartas que llegaron a nuestras manos.

Y así hubiera seguido hasta el final de los tiempos, pero se hizo amigo de un joven neoyorkino de nombre Hal. Y cuando digo amigo, lo que quiero decir es amigo de verdad. Hijo de un oficial del ejército de los Estados Unidos, y de un ama de casa a la usanza yanqui, Hal pasaba tantas horas solo que poco a poco compartió su tiempo libre con George. Al punto de que las mejores horas del día las pasaba jugando videos con George.

Pero algo aconteció que cambió el curso de las cosas. En cierta ocasión en que George se encontraba jugando en la recámara de Hal —quien en esos momentos se había ido a recoger unos documentos a la escuela—, decidió ir a la cocina por un vaso de agua. Enorme fue su sorpresa cuando descubrió a la madre de su amigo en ropa interior apenas disimulada por una bata entreabierta. Jenny, se llamaba. Los dos se miraron estupefactos. Ambos tuvieron la intención de dar un paso atrás, como si de ese modo se pudiera pulverizar la impresión; pero ninguno lo hizo, al contrario, dieron un paso adelante.

Aquel encuentro fue decisivo. La experiencia se repitió incontables veces. A la menor oportunidad, y aprovechando que Bennett, el marido de Jenny, estaba en Irak y viajaba a Estados Unidos una semana cada seis meses, George encontraba el modo de entrar a la casa y hacerle el amor a aquella mujer —por cierto de melena rubia y de ojos tan azules como expresivos.

Ya con un inglés fluido que le permitía expresarle a Jenny lo que sentía por ella, George empezó a fallar en su trabajo. Fue conminado a enderezarse pero las palabras de su patrón —quien le tenía buena fe— le entraban por un oído y le salían por el otro. Ya sin contar con el menor ingreso, se mudó al cuarto de la servidumbre de la casa de Hal —quien, hay que decirlo, no sospechaba nada del romance que estaban teniendo su amigo y su madre.

Y aunque querían descararse más allá de lo permitido, George lograba detenerse a tiempo; tal vez por un prurito de decencia que le había sido inculcado desde niño, no se atrevía a rebasar ciertos límites. Pero cuando Bennett anunció su llegada, la situación se complicó. George no quiso dejar la casa, y finalmente le aseguró al marido que si estaba ahí era por la generosidad de Hal —que en serio estaba convencido, manipulado por George y por su mamá, de que él era el causante directo de la estadía del negro en su casa.

Bennett empezó a sospechar. Aquel hombre era casi 20 años más joven que su esposa, mexicano, ilegal y negro; menos le pareció correcto que no trabajara. Ese bueno para nada vive a mis costillas. Sus ochenta kilos los debería gastar trabajando, le reclamó a Jenny, quien a su vez lo defendía con el argumento de que estaban fomentando en Hal la clemencia, y que ellos mismos como matrimonio estaban haciendo una obra de caridad. Que eran buenos cristianos y que Dios los compensaría.

Aquella noche, Bennett metió su auto al garage. Y apenas se apeó, una daga de 30 centímetros le atravesó el bulbo raquídeo y le salió por la garganta, provocándole una muerte instantánea. Enseguida y con la ayuda de Jenny lo metieron a la cajuela y arrojaron el auto a una presa cercana.

Su propio hijo denunció la desaparición de su padre, y la policía investigó. No se necesitaba ser un genio para incriminar a George, quien se delató por un nerviosismo incontrolable. Confesó todo, y, como era de esperarse, inculpó a su amada.

El juicio no duró más de una semana.

Mi padre estuvo presente, y nos trajo los diarios donde habían aparecido las noticias. Fue un verdadero escándalo. Con voz de ultratumba, dijo que su hermano se lo había merecido, y que lo más triste en el juicio fue la presencia de Hal, aquel hijo en quien pareció recaer toda la culpa. A su madre también la condenaron a cadena perpetua.

—¿Por qué en Connecticut? —le pregunté. Me respondió que no sabía.

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