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Dolly
ОглавлениеEstoy preso en el Reclusorio Oriente de la Ciudad de México, y la verdad no espero regalos ni sorpresas de nadie. Porque es una ilusión que carece de todo sentido. Cumplo una sentencia de 19 años, y desde que el juez la dictó vi venir lo que iba a pasar. Mi mujer emigró a la ciudad de Villahermosa, de donde es originaria.
No sé exactamente por qué hice eso. Me refiero a lo que hice. A lo mejor la decepcioné —eso es seguro pero no es tan grave como para marcharse—, quizás tenía un amante en puerta. Qué sé yo. La cosa es que se vino a despedir de mí, en compañía de mis hijos. Tengo dos —niño y niña. En ese entonces, cuando me vino a decir que se iba de México, ellos tenían cuatro y seis años de edad: el niño —Francisco, Paquito—, cuatro, y la niña —Irene—, seis. Me besaron de despedida, aunque por fortuna no vi lágrimas en sus ojos. Quién sabe qué les habrá dicho su madre, pero no creo que la verdad. A los dos años regresaron. No sé si fue poco o mucho tiempo. La verdad no sé qué pensar. Pero regresaron. Conversamos un rato, y entonces mi hija extrajo de su mochila lo que pensé que era un oso de peluche, y que resultó un perro. O mejor dicho una perra. Viva. Se llama Dolly, como el borrego clonado, dijo. Te lo traje porque como tú eres veterinario, pensé que iba a ser un bonito regalo para ti. Lo puso en mis manos y se fue. Con su madre y con Paquito.
A la semana, ya estaba yo enamorado de Dolly. Qué animal tan extraordinario. Dulce y cariñoso. Noble. Dormía conmigo en mi estancia. En mi cama de cemento. Aclaro que la estancia es el dormitorio comunal. Originalmente cabemos ocho presos, pero solemos dormir hasta veinte. En el suelo, encimados, como sea. Uno de ellos, Gerardo el Pezuñas, duerme de pie. Por más increíble que parezca. Siempre me llamó la atención. Hasta que me acostumbré. Como todos.
Dolly iba conmigo a todos lados. Caminaba a mi costado derechita, muy oronda. Algunos compañeros sabían su nombre y la llamaban, pero ella jamás acudía. Yo no se lo había prohibido —hay perros que obedecen órdenes que jamás les han especificado—, pero, como si fuéramos amantes, prefería quedarse a mi lado.
Nunca tuve un problema con ella, quiero decir, que mordiera a alguien o se hiciera del baño en algún sitio inapropiado, menos aún infidelidades como las habría tenido si fuera una mujer. Me refiero a que las mujeres que acostumbran visitar a su marido en los días familiares, terminan acostándose con algún otro convicto con tal de conseguir droga para su cónyuge —más aún: suele pasar que la esposa se enamore del díler y termine abandonando a su marido. Asunto de lo más común en una cárcel.
Como dije, con Dolly no había la menor oportunidad de que esto pasara. A lo más que llegó, fue que un custodio la quiso jalar del pelo. Con el jalón y palabras procaces intentó convencerla. Dolly —de raza callejera, de estatura mediana hasta la cruz, de colmillos largos y punzantes, fuertes como la artillería de un tigre— lo mordió en el dorso de la mano. Fue suficiente. El custodio la dejó en paz. No sin antes pedirle una disculpa que provocó la aprobación y la risa de quienes se encontraban cerca.
Por fortuna, el custodio fue trasladado a otro penal —cosa que se acostumbra para evitar camaraderías entre el personal de seguridad y los convictos—, y yo habría perdido la conciencia del tiempo, es decir de la edad de Dolly, de no ser porque llevaba la cuenta de los años que tenía conmigo —cada año le hacía una muesca en mi banca. Siete en total. Tiempo en el que no había cruzado la menor palabra con mi ex mujer —aunque no nos habíamos divorciado, obviamente la consideraba mi ex—, ni con mis hijos, cosa que sí me dolía.
Si en siete años alguien pudiera decir que suceden cosas, yo no podría afirmarlo. Dolly era mi ángel guardián. Caminábamos juntos por todos los rincones del reclusorio. No se separaba de mí ni yo de ella. Incluso alguien nos tomó fotos y aparecimos en un programa de televisión que algún canal cultural había hecho para difundir la vida de los presos. Como quien dice, las ventajas y las desventajas de vivir privado de la libertad —que también tiene sus ventajas, hay que decirlo. Aunque eso nunca quedó claro en el programa televisivo.
Digo que el tiempo siguió su marcha, y las cosas no parecían sufrir ningún cambio. Hasta que empecé a notar cambios en la conducta de Dolly. Lo atribuí a su edad. Ya pintaba canas. Pero cuando digo que su conducta estaba cambiando, lo que quiero decir es que solía brincar de mi cama de cemento en las noches, y perderse en los pasillos del penal. No era común que los custodios dejaran salir a nadie de la estancia, pero con Dolly no había problema. Simplemente se ponía de pie y arañaba la puerta. Yo al principio me inquieté — nunca llegué realmente a preocuparme—, pero no corría ningún peligro. Todo mundo la quería. Y cómo no, si era Dolly, la novia del Reclusorio Oriente.
Hasta que un día amaneció muerta. Un custodio llegó corriendo a avisarme. Fui y la recogí del piso. Con lágrimas en los ojos. Lloré como un niño. Los convictos preferían volver la vista hacia otro lado. No había modo de pararme el llanto.
Decidí enterrarla a espaldas del centro escolar. Hay un pequeño prado donde solía llevarla para que hiciera sus necesidades. Le encantaba su paseo. ¿Pero de qué pudo haber muerto?, me preguntaba yo. No tenía enfermedad alguna. Sólo vinieron a mi mente los cambios en su modo de ser. Se había vuelto más juguetona. Terriblemente más inquieta. Brincaba y brincaba. No parecía agotarse, aunque, insisto, ya no era una chiquilla. Y al revés. De pronto parecía hundirse en un cansancio infinito.
Resolví asearla antes de sepultarla. Nadie más conmigo. Sólo ella y yo. Me percaté de mi torpeza para manipularla. El nulo contacto con animales había pulverizado mi carrera de veterinario. Sin embargo lo hice. Me propuse hacerlo. Tomé una pequeña toalla. La remojé en agua cristalina y enjugué el hocico de mi perra.
Estaba limpiándola cuando advertí que había una especie de talco cristalino en los belfos. ¿Qué diablos era aquello? Extendí mi dedo índice y probé aquella sustancia blanca. Era un derivado de la cocaína. Ni una centésima de gramo. Pero ahí estaba. Sentí que alguien me sorrajaba un batazo en la cabeza. ¿Así que eso era? Por eso su carácter había cambiado. Proseguí la limpieza y localicé lo que sin querer andaba buscando. La puse patas arriba y descubrí su vagina ensangrentada. Poblada de costras aún frescas. De pronto todo adquirió una claridad inusitada. Había alguien entre los convictos —¿entre los custodios?— de una maldad fuera de toda proporción. ¿Uno o varios? Imposible saberlo. ¿Cuánto tiempo llevaban abusando de Dolly? Una pregunta que jamás tendría respuesta.
La enterré como Dios manda. Grabé su epitafio en una cruz de madera: Aquí yace Dolly (1976-1991), quien le dio una lección de vida a la humanidad.
Cada semana le llevo una flor.
¿Y a quién echarle la culpa sino a mí? Debí haberme dado cuenta a tiempo. Debí haberlo previsto. La razón por la que estoy aquí ha pasado a segundo plano. No tiene ninguna importancia.