Читать книгу Portal o la ciencia del videojuego - Eva Cid - Страница 5
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Los aficionados a los videojuegos somos propensos a una ficción mitológica, muy cercana a la religión: las distribuidoras, las empresas, los propios juegos, todo actúa con nosotros en mente. Olvídate de los beneficios, de las pretensiones de los autores, de un glitch imperceptible. Los juegos, lo que los rodea, son liturgias en las que el jugador, la criatura cultural más arrogante que existe –¿cómo si no íbamos a salvar el mundo y derrotar el mal? ¿Con qué humildad se acaba uno un Dark Souls o se presenta a proteger una de las sendas de League of Legends?– se apropia de todo lo que le rodea.
Porque los juegos son espacios de síntesis, campos puros construidos en torno a una belleza matemática y cerrada. Falsos. La gravedad no existe. Los objetos sólidos tampoco, la física y la vida se fingen. Las consecuencias sólo ocurren si el resultado es positivo para la síntesis. Pensemos un momento por qué la muerte del jugador detiene la partida –o ayuda a acelerar su fin, si hablamos de jugar online– y la devuelve a un estado anterior, mientras que la muerte del adversario o la conquista de un espacio o un tiempo sólo prolongan la simulación. Para reforzar la comunión del jugador con el juego. Los críticos hablamos, y mucho, de inmersión. De lo bien que se le da a un título absorber a su usuario y hacerle penetrar en la simulación, ajeno a un universo, el nuestro, sobre el que apenas podemos actuar.
El objetivo es que el jugador se sienta un recién nacido, una criatura de psique monstruosa, según nuestros cánones, que discurre que todo lo que percibe por los sentidos ha de ser por fuerza parte de su existencia. El espacio de síntesis le pertenece, los objetos de la simulación son suyos para hacer y deshacer, ya sea a espadazos o a saltos o a portales. Un egocentrismo que queda patente con echar una partida al primer Super Mario. Allí, Mario ni siquiera avanza la mayor parte de las veces: es el territorio el que se desliza bajo sus pies en apariencia de movimiento. Es, de acuerdo, una limitación tecnológica de la época –otra de las tensiones del videojuego–, pero que describe a la perfección todo lo que hay que esperar del videojuego: una realidad puesta a nuestro servicio.
Las distorsiones de esta propuesta son evidentes, desde las guerras de consolas hasta los foros desbordando bilis cuando algo –que puede ser una máquina, un trozo de código o hasta un señor con corbata preocupado por el dinero que gana su empresa– se entromete en esa apropiación del jugador, sin la que el medio no funcionaría. Cuando los creadores de videojuegos o sus pagadores hacen valer su condición de auténticos demiurgos, de constructores de la simulación, están interfiriendo en la misma. Puede ser un precio, o la elección de una plataforma –los juegos exclusivos– o un error al programar, o un mal cambio en las reglas, o meter un personaje que choque con la mentalidad del jugador. Es algo que hemos visto con Dragon Age: Inquisition, donde se montó una rebelión pazguata por la inclusión de un personaje abiertamente homosexual. Jugadores diciendo a los creadores lo que pueden y no pueden meter en la simulación, hablando siempre por todo el colectivo cuando no pueden más que representarse a sí mismos: ese es nuestro esperpento del Callejón del Gato.
Porque los cambios siempre se perciben como una ruptura del contrato: el papel de los creadores de videojuegos es desaparecer en las sombras y dejar que el jugador se adueñe de su obra.
Siempre he defendido a Portal como el primer videojuego de madurez del medio. Todos los implicados consiguieron una simulación que no sólo se apoyaba en la acción como fin y principio narrativo, sino que hablaba sobre el propio medio. Sobre sus limitaciones y posibilidades. Como a nadie se le había ocurrido jamás. El espacio, la muerte, los confines de la simulación como entorno aséptico, como constructo irreal. GLaDOS es un esperpento del máster de los juegos de rol, de los creadores de videojuegos, de las expectativas de público y prensa e industria.
Portal 2, consciente de los logros del primero, por fin puede dedicarse a hablar sobre nosotros, en vez de sobre el medio. Es decir, a crear mitologías, a hablar de Prometeo y el ser humano con una patata y un pajarraco. A explorar lo que subyace tras las simulaciones y proponer un viaje a los infiernos. Ambos juegos son obras maestras absolutas, totalmente antitéticas, donde la simulación al fin deja de ser el objetivo para convertise en punto de partida.
Chell es una protagonista vehículo, el avatar de un nuevo jugador con conciencia crítica, que puede preguntarse qué hay más allá de la pared blanca, en vez de aceptar el fin de lo simulado. Y recuerdo que la primera vez que leí a Eva Cid ella se mostraba en otro espacio de síntesis, Internet, con un avatar de Chell. También que la elección no era casual. En ella leía lo mismo que acabo de exponer sobre el personaje, lo mismo que intentábamos unos cuantos bajo el paraguas de John Tones y Mondo Píxel: ir más allá. Dejar de definir el videojuego en términos de su propia simulación y empezar a preguntarnos por las propias condiciones del constructo, del diálogo, de las tensiones entre jugador y creador.
Este libro es un tratado necesario, una disección de dos títulos y una fuerza motriz –Valve, con sus luces y sombras– que han convertido lo que hasta ahora era gramática (el salto en Super Mario, el disparo en Doom, los niveles…) Son verbos, sustantivos, sintagmas. La única forma válida de comunicarse en un videojuego es la acción. La cinemática es una tración al medio, ya que estamos. Un préstamo burdo de otro lenguaje para cubrir carencias) en una narrativa superior. Pasar de la alfabetización a la literatura, por hacer un paralelismo pobre. Portal sigue generándome preguntas y dudas en cada recorrido. Es, dentro de los miles de juegos que he vivido, una de esas rarísimas excepciones en la que el todo es algo muchísimo mayor que la suma de sus partes. En la que los creadores no tienen que ocultarse ni convertir la simulación en una trampa para no irritar al jugador. Eva Cid ha abordado la tarea de entender Portal, de diseccionarlo y agitar cada una de sus partes para ver qué esconde. Es una lectura necesaria y bienvenida, pero que esconde una recompensa. Porque de Eva podemos aprender qué es Portal, sí. El libro que tienes entre manos trata de eso. Y también, como corolario necesario a la tarea, qué es el videojuego. Como medio, como pensamiento, como narrativa, como religión.
Pero, y ésta es la razón por la que nunca he podido dejar de leerla, Eva consigue hablar de otra materia: del ser humano. Cuando habla de Portal en parte está hablando de lo que nos hace funcionar. Como jugadores, como personas, como seres pensantes que no pueden conformarse con una simulación y necesitan hacerse preguntas. Y este tratado no sólo contesta muchas de mis cuestiones sobre Portal y la condición humana. También tengo que agradecerle que me haya proporcionado herramientas para ir más allá y nuevos interrogantes. Que probablemente sea la única forma de hacer un buen libro sobre Portal: uno que no sea finito, que no pretenda atrapar en el laberinto –porque el objetivo de los videojuegos simples, como de los casinos sin ventanas, las cámaras de GLaDOS o los pasillos de la casa de Asterión, es que el jugador nunca descubra las puertas de salida– y que despierte en el lector la intención de ir más allá de sus páginas.
Gracias.