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En los tiempos primordiales, de los cuales ninguna memoria viviente puede ya dar cuenta sino como desarraigo, olvido u oscuras pesadillas indiscernibles, se escribió en Mesopotamia el drama preordenado de Homo. En unas tablillas que resguardan lo más antiguo entre lo más antiguo respecto de los relatos humanos sobre la creación y destino de la Humanidad, se pusieron por escrito las encrucijadas decisivas.

El gran dios Enlil no podía ya dormir fruto de los ruidos procedentes del progreso técnico que se había introducido en el mundo humano. Su reacción, impávida e imposible de amancillar, fue el envío de una Epidemia: “Ordenad que tenga lugar una plaga”. Fue entonces cuando “la enfermedad, la mala salud, la plaga y la pestilencia los golpeó [a los humanos] como un tornado” (Lambert – Millard – Civil, 1999: 107, 15-16). Sólo la intervención del Hombre del Discernimiento pudo aliviar la catástrofe: este se volvió entonces a su dios Ea (según la versión acadia) o Enki (en sumerio), quien le aconsejó que, ante la devastación generalizada, debían dirigirse las ofrendas a Namtar, soberano incuestionado del inframundo para levantar el interdicto y que “la matriz” pudiese liberarse de la maldición de “no poder dar a luz a ningún niño” (Lambert – Millard – Civil, 1999: 109, 60-61). Sólo así, con la consagración al mundo ctónico, se puso fin a la Gran Epidemia aun si la recobrada prosperidad humana condujo, en su desmesura, al episodio del Gran Diluvio, ya perdido en la arena de la retentiva arqueológica humana.

Hace más de dos milenios, Homo cesó de existir. El Eón de los Póstumos entonó oportunamente su marcha triunfal y su estrépito destructorio se hizo sentir en cada rincón de Gaia. Dejó de existir la posibilidad de comunicar con algún dios y se aseguraron de que algo semejante jamás fuese otra vez realizable. Desde aquel inmemorial pasado, ya no existe ningún Hombre del Discernimiento que logre mediar con el mundo de lo Invisible para guiar a los vivientes en susidio pues, precisamente, todo discernimiento ha sido abolido. Desde aquella encrucijada milenaria, no existe ninguna eventualidad de tejer un sentido para el desglose de las desgracias cósmico-históricas. El ciclo de las pandemias póstumas, guiadas por el neo-gnosticismo antidotario médico, tomó por asalto la coyunda del Orden mundial con el brazo armado de la telemática política. El desierto cubrió toda la superficie del planeta y el discernimiento finalmente logró ser anublado. Se instituyó así la Era del desistimiento radical que fue más allá, incluso, de lo que habían anunciado los inveterados heraldos del nihilismo.

En su carta a Matila Ghyka, la pluma de Paul Valéry expresó el drama de los tiempos póstumos: “el equilibrio entre el saber, el sentir y el poder, está hoy quebrado” (Ghyka, 1958: 9). Podemos extender la reflexión de Valéry en nuevas direcciones y afirmar que esta tricotomía, definitoria de la matriz de Occidente, colapsó junto con el final de la metafísica y el consiguiente ocaso de la ciencia. El esoterismo de la Divina Proporción encontró su némesis en el triunfo del esoterismo contra-iniciático del discontinuo. Por ello, para los Póstumos, resultó entonces imposible sentar las bases de un saber que no estuviera escindido de las pasiones hasta el punto de transformar a los dos ámbitos en contrapuestos. Consecuentemente, las pasiones entre los seres hablantes ya no pudieron ni sentirse (excepto como dolor) ni decirse (excepto como desgarro enmudecido). De allí que haya existido, en aquel remoto tiempo, una desinteligencia absoluta respecto del Poder, desmultiplicado y concebido gnósticamente como poderes maniqueos, impidiendo cualquier acceso a la esfera de lo Invisible y de las libertades auténticas. El crepúsculo de la Revolución fue, por esas razones, asimismo el sello de la caída de la tricotomía occidental de saber, sentir y poder. La Disyuntología nació, ahora podemos entreverlo, como la filosofía de la época trágica de los Póstumos.

Filosofía primera. Tratado de ucronía post-metafísica

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