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Scientia

[ I ] El panorama que traza Edmund Husserl cuando expone su diagnóstico sobre la Krisis de las ciencias europeas, no sólo no ha perdido un ápice de su vigencia sino que, al contrario, el paso del tiempo ha tornado a la visión husserliana acaso más lacerante y oportuna (Wahl, 1957). Ciertamente el “naturalismo” y el “objetivismo” han conducido a una crisis que, para Husserl, tiene sus antecedentes históricos en la ciencia griega y su concepto de “verdad objetiva”.

Ahora bien, Husserl es completamente consciente de que la Guerra (Krieg) ha precipitado la crisis y el cambio epocal:

en el desamparo de nuestra vida (Lebensnot) –es lo que se oye en todas partes– esta ciencia (Wissenschaft) no tiene nada para decirnos. Las preguntas que ella excluye por principio son precisamente las preguntas más urgentes de nuestra desdichada época (unseligen Zeiten) para una humanidad abandonada a los cimbrones del destino: son las cuestiones que portan sobre el sentido (Sinn) o sobre la ausencia de sentido (Sinnlosigkeit) de toda esta existencia humana (menschlichen Daseins). (Husserl, 1954: 4).

Si se ha podido llegar hasta este punto, estima el filósofo, esto se debe a que se ha menospreciado el “ego-originario (Ur-Ich), el ego de mi epoché, que no puede jamás perder su unicidad (Einzigkeit) ni aquello que hay de personalmente indeclinable (persönliche Undeklinierbarkeit)” [Husserl, 1954: 188]. Por ello, precisamente las “ciencias del espíritu”, que el nihilismo de la pos-guerra que ha puesto en duda junto con “la vocación de Occidente respecto de la humanidad (der menschheitlichen Sendung des Abenlandes)”, deben ser el fundamento último de toda ciencia. Este postulado se sostiene en una tesis que le sirve de basamento: “sólo el espíritu (Geist) es inmortal (unsterblich)” [Husserl, 1954: 348].

Si el mundo de la vida ha sido enmascarado por las objetividades ideales de la ciencia, la apuesta de Husserl llegó a extremos que, en muchas ocasiones, desafían incluso la posterior filosofía de Heidegger. Es el caso del concepto-límite de “Cosa (Ding)”, es decir, de aquello absolutamente desligado, que se encuentra más allá tanto de lo material como de lo animado y que desafía los alcances de las ontologías regionales para sentar las bases de una characteristica universalis que proceda, más allá del quantum de las ciencias, sobre nuevas bases cualitativas. Aun así, uno de los más fructíferos conceptos del Husserl tardío encuentra todavía su imposibilidad de desarrollo en tanto y en cuanto se halla limitado por la mónada individual que permite la epoché.

A la vista de lo expuesto, la apuesta husserliana debe ser resituada en aquello que el propio filósofo no fue capaz de captar en plenitud pues creía que Homo podía ser aún el “fénix de una nueva vida interior (Phoenix einer neuen Lebensinnerlichkeit)” [Husserl, 1954: 348), algo que, como el devenir de los tiempos testimonia, no ha sido el caso. De modo que una reconsideración del punto de vista husserliano se hace pregnante tanto más cuanto que debemos entender que detrás de la crisis de las ciencias lo que se oculta es el final de Homo.

Ese es el punto ciego de la fenomenología husserliana: la epoché ya no es posible porque, precisamente, el Lebenswelt, el mundo de la vida en el que Homo tenía un lugar privilegiado, ha sido arrasado y hoy es tierra extinta. El Ur-Ich ha estallado en su ilusoria unidad y ya no es posible esperar otro destino que la acosidad que diluye toda posibilidad de serena epoché, al tiempo que el muro del sin-sentido limita toda fenomenología trascendental reclamando por una disyuntología radical que pueda dar lugar al decir de lo que no puede ser dicho o de lo que no ha podido ser dicho todavía.

La ciencia, ahora librada a sus propias potencias, carece de la posibilidad de brindar sentido, para empezar, sobre sí misma. Y desde ese punto de vista resulta susceptible de apropiación por parte de cualquier discurso que desee articular sus propósitos según las más diversas direcciones. Es el caso, evidente desde el siglo XX en adelante, cuando la política tomó a la ciencia como una auténtica tecnología de poder tanato-poiético.

[ II ] En una serie de cartas, y de borradores de cartas, que Simone Weil concibió para su hermano André, la filósofa designa el estado actual de la ciencia moderna en la cual una cesura irreversible se establece respecto de su contrapartida antigua: “para [los Griegos] las matemáticas constituían, no un ejercicio del espíritu, sino una clave de la naturaleza; clave buscada no con vistas a la potencia técnica (puissance technique) sobre la naturaleza, sino con el fin de establecer una identidad de estructura entre el espíritu humano y el universo” (Weil, 2008: 103).

De allí se sigue una apreciación sombría sobre la matemática moderna: “si el objeto de la ciencia y del arte es volver inteligible y sensible la unidad entre el universo y el espíritu humano […], la matemática actual, considerada ya sea como una ciencia, ya sea como un arte, me parece singularmente alejada del mundo” (Weil, 2008: 103). Finalmente, el veredicto se torna perentorio: “la matemática actual constituiría una pantalla entre el hombre y el universo (y seguidamente entre el hombre y Dios, concebido a la manera de los Griegos) en lugar de colocarlos en contacto” (Weil, 2008: 103).

Es necesario entonces, profundizar en el camino abierto por Simone Weil pues, precisamente, lo que podemos denominar la “hipótesis hiper-cosmológica” refleja el resquebrajamiento de la identidad de estructura entre el espíritu humano y el universo. En el vocabulario clásico de la filosofía, esa identidad estructural era denominada “armonía del mundo” (Jan, 1894: 13-37). Con el surgimiento de la matemática probabilística de la mecánica cuántica (pero, genealógicamente según Weil, con un linaje teórico remontable al propio Descartes), se produce una cesura de discontinuidad en la episteme occidental que marca el final de la ciencia, acontecimiento que es el heraldo del surgimiento de lo que hemos dado en llamar la hiper-ciencia y cuyos presupuestos no descansan sino en la in-harmonia mundi.

En la literatura, nombres excelsos han descripto diversos aspectos del fenómeno. Con todo, la weird fiction de H.P. Lovecraft ha sido quizá el intento más eficaz de dar cuenta de esta auténtica mutación ontológica sin precedentes que coincide, punto por punto, con el ascenso de los Póstumos. En el crepúsculo de la metafísica, este panorama deja al descubierto la disyunción como principio rector de la para-ontología. O bien los Póstumos y su hiper-ciencia tomarán el gobierno absoluto del mundo por medio del discontinuo como nuevo Universal o bien la disyuntología puede tener la oportunidad de hacer de la in-harmonia mundi el venero de la posibilidad de pensar nuevamente, de cabo a rabo, aquello que entendemos por el Ser sin ninguna garantía para el extinto Homo pero seguramente con una posibilidad de superar el imperio póstumo en una nueva e inaudita figura de lo ultra-viviente que modifique todo nuestro entendimiento de cuanto forma parte del acosmismo reinante en la pluralidad de los mundos posibles.

[ III ] Inciso ético. “El mundo tiene necesidad de santos que tengan genio como una ciudad donde cunde la peste tiene necesidad de médicos. Allí donde hay necesidad, hay obligación (là où il y a besoin, il y a obligation)” (Weil, 1966: 82). Este es un auténtico axioma de la filosofía y el único principio ético del filósofo: no es casual, según parece, que una peste haya tenido que ponerlo de relieve cuando todas las vocaciones, comenzando por la propia medicina, parecen haberse inclinado ante el rédito político y económico o ante el mundo de las apariencias propias del reconocimiento social.

Filosofía primera. Tratado de ucronía post-metafísica

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