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Constelación familiar Bajo el signo de Sagitario

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ra un martes de casi finales de noviembre de 1221.

Probablemente el otoño toledano ya se confundía con los primeros rumores del invierno. En el Alcázar de Toledo –situado en lo más elevado de la ciudad, no muy lejos de una de las márgenes del río Tajo–, las hogueras caldeaban cada estancia. Pero en ninguna el calor se concentraba como en la recámara principal. Ahí, donde varias personas se habían congregado en torno a una mujer que exigía toda la atención.

En la cama, la reina Beatriz se preparaba para dar a luz a su primer hijo siguiendo las indicaciones de una experta comadrona, asistida por dos sirvientas. Sin intervenir, aunque como siempre en alerta, a pasos del lecho se hallaba su suegra: doña Berenguela. A pudorosa distancia de la parturienta, entre un grupo de hombres circunspectos, destacaba la ansiedad del rey Fernando III de Castilla. Era el padre de la criatura que se demoraba en abandonar aquel vientre; murmuraba un ruego a la Virgen María: anhelaba que su primogénito naciera varón, sobreviviera al parto y lograra alcanzar la edad para convertirse en su sucesor.


El que ese nacimiento fuera a ocurrir lejos del Palacio de Burgos respondía más a un contratiempo que a una decisión. Hacía algunos días, Fernando había salido de la capital del reino castellano liderando sus tropas. Como en cada incursión, lo acompañaba su esposa Beatriz, quien cargaba casi nueve meses de embarazo. Y como también era habitual, iba la madre del monarca: doña Berenguela. Marchaban hacia Molina de Aragón, el señorío donde debían neutralizar a Gonzalo Pérez de Lara, un conde rebelado a la autoridad regia. No obstante, al pasar por la ciudad de Toledo la reina sintió punzadas de parto inminente.

Los preparativos para el alumbramiento tal vez comenzaron al mediodía de ese martes cuando la partera acudió al alcázar. Ordenó a las sirvientas aclimatar la habitación atizando el fuego y colocando cortinas para evitar corrientes de aire. Mientras tanto, la experta se aseguraba el amparo de las vidas de la madre y la criatura por venir dispersando imágenes de la Virgen María rodeadas de cirios encendidos. Una vez iniciado el trabajo de parto, hizo que Beatriz deambulara por la habitación sostenida por las dos muchachas.

Con cada paso que daba la reina, ¿la angustia se habrá amplificado tanto como sus dolores? Posiblemente en esas circunstancias la asediara un recuerdo. Un mal recuerdo de niña, cuando una gitana le había predicho que se casaría con un rey hispano, soberano de grandes virtudes con quien tendría ocho hijos e hijas, el primero de los cuales sería una de las más hermosas criaturas del mundo e incluso heredaría la corona de su padre. La adivina, sin embargo, le vaticinó que por blasfemar contra Dios ese primogénito terminaría desheredado de todas sus tierras, salvo de la ciudad en la que moriría sumergido en total infelicidad.

Cuando la comadrona lo creyó conveniente, dispuso que devolvieran la reina a la cama. Con ungüentos y consejos fue animándola a liberar al ser que anidaba en su útero. Todo era observado, sin la mínima intromisión, por uno de los tantos hombres que se hallaban en el cuarto. Era un médico judío de Toledo que doña Berenguela había hecho llamar. La Reina Madre confiaba en los galenos hebreos: cuando Fernando era pequeño, uno de ellos había logrado sanarlo de unas lombrices intestinales que amenazaban con consumirlo.

Después de lo que pareció una eternidad, en la tarde de aquel martes se acallaron los quejidos, los pedidos de pujar y los ruegos musitados. La flamante abuela se arrimó a su hijo Fernando para darle la noticia: la criatura al fin había nacido. Nacido con vida y varón.

Los demás hombres que habían contemplado el parto se retiraron luego de haber cumplimentado su obligación. En la Hispania del siglo XIII, el nacimiento de un miembro de la realeza debía ser presenciado por varios testigos. Así daban fe de que el neonato provenía del vientre de la reina y, en efecto, por sus venas corría sangre regia.

Era el 23 de noviembre de 1221, día de San Clemente, santo del que era muy devota la familia real.

Y bajo el influjo de Sagitario acababa de nacer Alfonso.

Sí, Alfonso, porque estaba planificado que el primer hijo varón de Fernando III ostentara el mismo nombre que a lo largo de más de cuatros siglos habían tenido nueve reyes hispanos.

Y este Alfonso llegaba aspectado por el noveno signo del zodíaco, el quinto de naturaleza positiva y con cualidad mutable. Sagitario, regido por Júpiter y cuyo elemento es el fuego. Símbolo de la conciencia superior y cuya representación es la flecha de un arquero.

A lo largo de su existencia, el que acababa de llegar al mundo ¿tendría capacidad de mutar y un espíritu fogoso? ¿Poseería sapiencia trascendental y temple de guerrero? Solo el futuro iba a dar las respuestas.

Por lo pronto, en esos primeros momentos de vida, seguramente la partera constató el buen estado del crío y después de darle un primer baño en agua caliente, aromática, vivificadora, lo cubrió con un vestido empapado en aceite. Recién entonces, arropado en un paño blanco, se lo entregó a doña Berenguela, quien lo recibió como un trofeo y luego lo depositó en brazos de su hijo. En la cama, la reina Beatriz quizá descansaba del agobio bebiendo un reconstituyente caldo de gallina engordado con miga de pan. El pequeño lloriqueaba en reclamo de una teta.

Ese reclamo acaso no impedía que los pensamientos de doña Berenguela, los de su hijo y los de la nuera se fugaran a otros tiempos y lugares. Cada quien recordaba cómo la vida se había entramado hasta llegar a ese martes de otoño casi invierno en el Alcázar de Toledo.

Alfonso X

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