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La primera hora del infante Agua bendita y leche noble

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oda Castilla celebró con manifestaciones de alegría, alborozo, devoción. Su apreciado rey Fernando III se había asegurado un sucesor. El nacimiento del primogénito Alfonso fue una buena nueva que se esparció por todo el reino. Incluso, traspasó los límites de la Hispania cristiana. Quien probablemente no festejó –en efecto, ni siquiera envió una felicitación a su hijo– fue el abuelo paterno. Alfonso IX de León detestaba a su nieto: ante la eventual muerte de Fernando III, había un legítimo sucesor que le truncaba la potencial anexión de Castilla.

Había dos urgencias: resguardar el alma y el cuerpo del heredero.

El futuro monarca debía recibir cuanto antes el primero de los siete sacramentos de la Iglesia. En la época, el bautismo lejos estaba de ser un acontecimiento social: se trataba de un acto de preventiva piedad. Era necesario apresurarse a borrar el pecado original y acristianar al neonato. Se debía salvar su alma convirtiéndolo en miembro de la Iglesia, pues muchas fatalidades amenazaban la supervivencia de los recién nacidos. Ni siquiera ser hijo de un rey o de un ricohombre evitaba que su existencia se truncara por alguna anomalía congénita, una infección puerperal, un resfrío mal tratado. Y según la creencia católica de esa época, si la criatura fallecía antes de haber sido bautizada el destino de su alma estaba sellado: permanecería eternamente en “el limbo de los niños”.

Por eso, Alfonso recibió los santos óleos a los pocos días de nacer, en la misma Toledo y no en la lejana Burgos, donde hubiera correspondido por ser capital del reino.

Alfonso, el nombre elegido, encriptaba dos simbolismos con trascendental importancia para los católicos. Inicia con la letra alfa y termina con la omega, aludiendo al principio y al final de todo. También “Alfa-Omega” es una de las formas bíblicas para referirse a Dios. Sin embargo, como se anhelaba que algún día el primogénito llegara a ser rey, su nombre –etimológicamente “el noble que siempre está dispuesto a combatir”– lo enlazaba con la tradición de llamar Alfonso a los monarcas hispanos. Tradición que se remontaba al siglo VIII con Alfonso I el Católico, quien había regido Asturias entre 739 y 757.

Pero más cercano al tiempo de su nacimiento, había dos Alfonsos para homenajear. Acaso con el objetivo de mantener la armonía entre Castilla y León, se buscó honrar al abuelo paterno: Alfonso IX. Aunque es más factible que se quisiera recordar al bisabuelo materno: Alfonso VIII el Noble, quien pervivía en la memoria de los castellanos como modelo del buen rey.

Tras el bautismo, los flamantes padres debieron trasladarse de Toledo a Burgos llevando con ellos al crío. Pese a los riesgos que un viaje tan largo en pleno invierno acarreaba para un pequeño, así lo había dispuesto doña Berenguela. Consideraba necesaria la presencia del nieto en la capital regia para que fuera reconocido como heredero en las Cortes.

Para entonces, ya habría entrado en el destino de Alfonso la encargada de atender la otra urgencia.

En la Edad Media, una reina no daba el pecho a sus hijos. Eran amamantados por amas nutricias, también conocidas como nodrizas o amas de cría. Los monarcas designaban para esa responsabilidad y privilegio a mujeres robustas, sanas y de linaje noble. Se creía que esos atributos garantizaban fortaleza y resistencia físicas a un futuro rey guerrero, tal como Fernando esperaba que fuera Alfonso.

Además, una reina llevaba una ajetreada existencia, que le demandaba un gran esfuerzo a su cuerpo. En el siglo XIII, un rey viajaba constantemente para atender en persona los asuntos de su territorio. La corte medieval española era itinerante. Eso implicaba viajes larguísimos, pesados, con extendidas permanencias lejos de la capital del reino. Y con él iba la reina, pero al no poder trasladarse con uno, dos o más pequeños, debía dejarlos a cargo de las nodrizas para que los alimentaran y los criaran.

Con todo, muy fiel a su estilo, cada vez que a doña Berenguela le había tocado ser madre no tuvo pruritos en romper con esa costumbre: ella misma amamantó a todos los hijos que tuvo con Alfonso IX. Al parecer, pretendió que su nuera la imitara. Pero los pechos de Beatriz no producían la leche que necesitaba Alfonso. Y fue la mismísima suegra quien se encargó de buscar ese vital reemplazo: contrató como ama nutricia a Urraca Pérez.

Era esta una corpulenta toledana casada con García Álvarez, hombre que desde hacía muchos años le era fiel a la Reina Madre. Además, varios miembros de la familia de Urraca ostentaban importantes cargos en la administración de la ciudad de Toledo. Era la mujer ideal para brindarle a Alfonso una teta con leche en cantidad y calidad.

Así, luego de cuatro meses de nacido, el primogénito seguía vivo y gozaba de excelente salud como para que se cumpliera lo dispuesto por la abuela Berenguela y que formalizaba la sucesión de Fernando III. El 21 de marzo de 1222, Alfonso inició su vida pública cuando en Burgos recibió el homenaje de todo el reino y fue reconocido oficialmente como heredero de la corona castellana. Pasó entonces a ser tratado o mencionado en los documentos como el “Infante Alfonso”.

Alfonso X

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