Читать книгу Política con adverbios - Fabio Giraldo Jiménez - Страница 10
ОглавлениеDos grandes documentos políticos
La Constitución de Rionegro de 1863 y el Documento de Medellín, que fue la proclama oficial de la Segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana (celam), de la cual se conmemora este mes de agosto el cincuentenario, son los documentos políticos más radicalmente modernizantes de la historia política colombiana producidos por fuentes de poder del primer nivel de jerarquía. Acostumbrados a que “la novedad venga más de la militancia que de la dirigencia”, estos documentos resultan contrahistóricos y especies de hipérbatos en la prosa aplanada en que está escrita la cultura política colombiana.
La una fue Carta Magna de los Estados Unidos de Colombia, elaborada por ambiciosos comerciantes y voluntariosos ilustrados, y como Constitución estatal llegó a tener carácter vinculante obligatorio de acuerdo con el derecho positivo; el otro fue la Carta Magna jurídica y política de la Iglesia promulgada en asamblea general por el episcopado latinoamericano y colombiano y refrendada por el Vaticano y, por tanto, vinculante obligatoriamente de acuerdo con el derecho canónico de la Iglesia católica colombiana, cuyo poder político se ha desarrollado en paralelo y no pocas veces refundido con el poder del Estado.
Pero ambos documentos tuvieron una vigencia efímera y una obligatoriedad pasajera. Se ha dicho que su poca vigencia se debe a que fueron documentos políticos extraños a la vernácula colombiana. Y en efecto lo fueron, pues sus intenciones eran más prescriptivas que descriptivas; quisieron ser locomotoras y no vagones.
La Constitución de Rionegro se ideó como un plan de desarrollo para el futuro; para promover la modernización radical de la Colombia feudal y monacal. Pero no aguantó el peso de unas tradiciones a las que Núñez y Caro, artífices intelectuales de la Constitución sucesora de 1886, llamaron el “alma del pueblo colombiano”, que debería quedar “descrita” en la nueva Constitución so pena de deslegitimación; y no aguantó, como era de esperarse, el desorden y el descontrol que ella misma produjo por su holgada libertad económica y social.
Y tampoco fue vernácula la Constitución de Rionegro. Tal vez, y para muestra, vale citar a un radical converso de la época, don Miguel Samper, quien dijo que era “Una utopía inaceptable”, “Una extravagante doctrina aceptada por novelería porque venía de Francia, lo mismo que las pomadas”, y que “otros libros”, pero también el pachulí y las aguas florales asaz de moda, agregaría yo, entre los productos extranjeros que llegarían por la muy libérrima apertura de aduanas del liberalismo radical de estirpe comerciante.
La Constitución de Rionegro sucumbió ante la fuerza inercial de las tradiciones premodernas, recuperadas como obligación jurídica y moral por su sucesora, la Constitución de 1886, y por un liberalismo mucho más moderado. Se exorcizó con sahumerio y control estatal el demonio que se había colado en la ecleccia.
El Documento de Medellín, interpretando las enseñanzas del Concilio Vaticano II (Juan XXIII, el “Papa bueno”, y Pablo VI) y de encíclicas como Populorum Progressio, diseñó una pastoral social enfáticamente dirigida a que la Iglesia latinoamericana, incluida la colombiana, se comprometiera oficialmente con la superación de las causas de la desigualdad social y de la pobreza. Pero al mismo tiempo que se construía el texto definitivo liderado por el obispado de Chile y de Brasil, la mayoría de los obispos colombianos presentó un “contradocumento” alertando sobre las “inconvenientes consecuencias” de esa pastoral social y el arzobispo primado de Bogotá Luis Concha Córdoba diría, como admonición teológica, que “las enseñanzas del Vaticano II obligaban a la Iglesia católica a cambios litúrgicos y no a cambios sociales” y cerró temporalmente el periódico oficial de la Iglesia, El Catolicismo, por tener opiniones favorables al Concilio y, por supuesto, al citado documento.
Con ello se abrió el portón principal para la implementación del “contradocumento” en manos de quien fuera secretario del celam desde 1972, monseñor López Trujillo, y se introdujo con agua bendita el control gubernamental, que resultó agresivo cuando Cornelio Reyes, ministro de Gobierno, conservador en un gobierno liberal, amenazara en 1974 con una lista de 150 curas guerrilleros.
El Documento de Medellín fue abatido por la misma sempiterna, ovejuna y conventual cultura política acrisolada por cien años de vigencia como cartilla oficial y por un liberalismo cada vez más abierto a oficiar como ideología del capitalismo sin control. Con ayuda de la policía estatal fue exorcizado el demonio que se había colado en la Iglesia colombiana.
La Constitución de los liberales radicales, que había nacido entre sangre, pólvora, tabaco, quina, añil y literatura política liberal, se fue desvaneciendo desde 1880 con el gobierno de Núñez, el más radical de los conversos, hasta desaparecer entre sangre, pólvora, incienso y misales en el altar de la Iglesia y en la bóveda del Banco Central cuando se promulgó la Constitución de 1886.
El Documento de Medellín, nacido en una década que se movía entre una izquierda montaraz y una derecha acuartelada, introdujo en la mitad de los extremos la teología de la liberación, adaptada por el muy colombiano grupo Golconda. Pero se fue apagando también en la misma medida en que se les ordenó a los curas volver a oficiar misa de espaldas a la “cuestión social”, es decir, en la medida en que se fue atemperando la interpretación más modernizante y socialista de las enseñanzas del Concilio Vaticano II e imponiendo la teología de quien fuera luego Benedicto XVI, ya ensayada con mano de sable en la pastoral de Juan Pablo II y en Colombia bajo la rígida égida de monseñor López Trujillo, tan retrógrado en su ministerio sagrado como en menesteres privados más endemoniados.
Portal web Universidad de Antioquia, Medellín, agosto 22 del 2018