Читать книгу Política con adverbios - Fabio Giraldo Jiménez - Страница 11
ОглавлениеLa otra clase de subversión
La propuesta de un senador del partido Centro Democrático apañada por otros nueve copartidarios para que mediante reforma a la Constitución se sometan a referendo las sentencias de la Corte Constitucional, parece inviable hoy, pero puede no serlo mañana si persiste el fuego de fusilería con el que ese grupo político intenta deslegitimar las decisiones que toma el máximo tribunal constitucional en asuntos que son contrarios a su ideología política (sentencias sobre blindaje constitucional del Acuerdo de Paz, constitucionalidad de la Jurisdicción Especial para la Paz, libertades civiles e individuales) y si continúa el fuego de artillería con el que ese mismo grupo vilipendia a la Corte Suprema de Justicia por decidir sobre asuntos que involucran a algunos de sus miembros, incluido su líder principal y el mismo proponente. Ya es la segunda vez que ese grupo insiste en la misma propuesta. E irá por más, aunque esta no pase.
El contenido de esta especie de “marrullera insinuación” que por ética pragmática apenas está entreabriendo la puerta del clóset y que solo por razones estratégicas no ha recibido completo apoyo de otros colegas del proponente, hace parte de una ideología política que pretende invertir la supremacía del derecho sobre la política, puesto que asignarle funciones de tribunal constitucional a la veleidosa masa de votantes generalmente inducidos por las “tecnologías del yo” en las que son sapientísimos trapisonderos los líderes políticos, convierte a la Corte Constitucional en una asamblea popular, y a esta asamblea popular en tribunal constitucional, asignándole poder constituyente que es, supuestamente, lo que critica de la Corte: que es demasiado constituyente.
El argumento explícito en esta propuesta es que existe una crisis de legitimidad de la legalidad asignada a las Cortes. Y eso es parcialmente cierto. Pero no por las razones que se aducen para justificarla, ni mucho menos porque las resuelva. Es una falacia que no creo ignorante sino maliciosa porque usa con sesgo y mala intención la crisis de legitimidad del sistema de justicia colombiano. Parece más una de esas crisis fabricadas a la medida del que quiere solucionarla, como una especie de “quiebra endógena” o autoquiebra.
El repetitivo libreto es simple: la crisis real o ficticia, magnificada hasta el paroxismo, es el argumento de partida para justificar un derecho extraordinario, excepcional y urgente o, más radicalmente, otra Constitución y otras instituciones.
La idea de que la crisis solo puede ser resuelta acudiendo a una soberanía sin limitaciones jurídicas pero con potencia política, como la que tendría un líder carismático, es el “mensaje vergonzante” o el argumento implícito de esta propuesta de reforma a la Constitución. Y aunque podríamos acudir al antecedente del Leviatán hobbesiano, tenemos otro más cercano, tal vez más directo, en las teorías sobre la excepción y la soberanía de Carl Schmitt.
Más allá de que Schmitt haya sido nazi o de que su ideología jurídica haya justificado la excepcionalidad que malogró la República de Weimar —la primera en Europa, después de la de Querétaro en México, en agregar al Estado de derecho del liberalismo clásico el Estado Social de Derecho del liberalismo social—, lo que llama la atención es la reedición de sus conceptos de excepción y de soberanía que, en su época, trastearon la república y que ahora usan los populismos con la misma intención.
La soberanía o el poder de decisión de Schmitt es extrajurídico. Y es así porque el estado de excepción exaltado excede el derecho constituido. No es que Schmitt desconozca la normatividad, sino que la considera eficiente solo para la normalidad, no para la excepcionalidad. Por eso critica al positivismo kelseniano. Y entre el Tratado de Versalles (1919), la República de Weimar (1919-1933), el tercer Reich de Hitler (1933-1945) y la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), sí que hubo anormalidad, excepcionalidad, primacía de lo político sobre lo jurídico, de la revolución sobre la reforma, de la guerra sobre la paz.
La teoría schmittiana de la excepción y de la necesidad de un soberano extrajurídico potente que la solucionara fue llevada a la práctica por el nacionalsocialismo, que la exacerbó hasta el límite con propaganda y violencia oficial y oficiosa, alfombrando con ello el triunfo electoral del nazismo, el derrumbe de la República de Weimar, la instauración del tercer Reich, el poder totalitario de Hitler y la Segunda Guerra Mundial.
Bien se ha dicho que la teoría del derecho de Kelsen, el gran contradictor de Schmitt de tendencia socialdemócrata, parece diseñada para sociedades normales porque el poder constituyente que le asigna a la soberanía popular, con todo y que sea un recurso excepcional, es un poder “incluido” y limitado por los derechos fundamentales de ideología liberal para evitar la tiranía de las mayorías y de las minorías, y para controlar las tribulaciones de la sofística basada en la manipulación de las pasiones y de las ignorancias que pueden conducir a diluir la nación y a convertir un pueblo en masa. Y tan limitada es la soberanía popular como el poder excepcional que se le asigna al Estado a través del ejecutivo para resolver los estados de excepción y de conmoción, que requieren medidas extraordinarias, pero no extrajurídicas. Ni la declaración de la excepción, ni el poder para resolverla, ni la soberanía popular son extrajurídicas.
De Kelsen hasta acá hemos avanzado mucho en alternativas para reglamentar jurídicamente situaciones extraordinarias. El derecho en la guerra y la justicia transicional son evidente progreso del control del derecho sobre la política, es decir, de la primacía del primero sobre la segunda aun en los casos excepcionales.
Pero para el realismo jurídico político, y específicamente para Schmitt, esta teoría resulta demasiado estrecha para solucionar realidades sociales y políticas que desbordan el marco jurídico, por ello sus diletantes acuden a la soberanía extrajurídica, entendida como poder de decisión en la excepción. La teoría le viene bien a revolucionarios profesionales y a conspiradores situados tanto en la izquierda como en la derecha. Es teoría para la guerra, no para la política: es catastrófica y apocalíptica como una religión que asusta a las almas simples que en la vorágine de su terror le echan candela al mundo.
Pero es también el ambiente propicio para el despliegue de la megalomanía y una estrategia muy eficiente para un partido político que tiene afán de copar ya no solo al gobierno, sino al Estado completo y puede explicar en parte el clima de incomodidad que muestra el gobierno actual con su propio partido, porque el ejercicio gubernamental exige normalidad, pero su partido de apoyo —que parece de guerreros— vive en anormalidad permanente, en estado de incesante crispación política, en crisis irredenta y en estado de insomnia electoral que hace que ni duerma ni deje dormir. Como si el gobierno conviviera con dos soberanías en conflicto, la del Doctor Jekyll y la de Mister Hyde.
No podría extrañar esta desmesurada propuesta en ese entorno ideológico. Por supuesto que no estoy seguro de que los proponentes conozcan el marco teórico; creo, más bien, que la inclinación natural y la intuición los llevan: esa es su moralidad.
El Mundo, Medellín, octubre 1 del 2019