Читать книгу Política con adverbios - Fabio Giraldo Jiménez - Страница 12
ОглавлениеLas torceduras del derecho
El derecho objetivo —el conjunto de las normas vigentes— contiene imperfecciones estructurales que no son solubles definitivamente pero que se pueden controlar para que este no se tuerza. La más congénita se debe al hecho, magistralmente descrito por Aristóteles, de que las normas jurídicas son abstractas, generales, finitas y estables, y los hechos jurídicos a los cuales se aplican son concretos, particulares, infinitos, inestables y tan diversos como que cada hecho es único, por más que se le tipifique en abstracto. Por eso es imposible que los dos mundos coincidan, aunque se superpongan. Esta fractura fisiológica o estructural —como la define Ferrajoli— es incurable e incorregible porque es una anomalía y no una incapacidad transitoria o un enigma, una laguna o un error, todos ellos aislables y corregibles.
Las decisiones judiciales pretenden cerrar esa brecha con un método procesal que sirve de vínculo y que, además, viene a ser la columna vertebral del derecho. Pero a consecuencia de esa anomalía y aunque el “debido proceso” sea prolijo y recto, en toda decisión judicial hay un margen más o menos amplio para la discrecionalidad que, aun sin mala fe, es campo abonado para la arbitrariedad; y si bien aquella es inevitable, esta sí se puede controlar, aunque no desaparezca del todo y para siempre.
Esa discrecionalidad no se controla ni “desinfectando” de valores éticos la decisión, como suponen algunos fatuos ortodoxos de la seguridad jurídica, ni tampoco apelando a valores éticos inconmensurables e inefables sean bien o mal intencionados, como quisiera el que tiene algo para expiar. Por ello, el reto técnico y deontológico para la ciencia jurídica y, por supuesto, para los operadores del derecho es que la diferencia y la distancia entre los dos mundos “no sea cada vez más grande” y profunda; es decir, que se reduzca al mínimo la arbitrariedad que la irremediable discrecionalidad abona, pero complementando el derecho, sin sustituirlo ni por un sistema normativo aséptico, ni por un dechado de valores, ambos supuestamente puros.
El complemento técnico consiste en extender el debido proceso y la investigación científica interdisciplinaria hasta las zonas grises de lo indecidible; el complemento deontológico consiste en agregar a los valores éticos contrastables otro de estirpe típicamente profesional, que es el deber inexorable de minimizar el error: el mayor virtuosismo en todos los saberes y las prácticas.
La otra gran torcedura es más adquirida que congénita, pero está muy directamente relacionada con la anterior, porque se debe a la confusión semántica, al desorden sintáctico y a la “cascada normativa” con que el legislador suele producir normas jurídicas, apurado por necesidades políticas a las cuales pretende exorcizar inventando leyes. A la imperfección natural se le agrega la confusión en el diseño y la producción de normas, y todo se traslada a la sindéresis jurídica y a la aplicación.
Pero la más genuinamente hechiza forma de torcer el derecho sin quebrarlo es la maximización del error mediante la confusión y aprovechándose de ella. Se trata de la sustitución de la frónesis aristotélica por una maliciosa prudencia para influir en la toma de decisiones jurídicas con esguinces, gambetas y meneos propios del taimado, sin cruzar la frontera del delito o esfumando el cruce, aprovechando el margen de discrecionalidad que contiene naturalmente el derecho y lo que a este le agrega la confusión normativa. Practicar este “baile en la cornisa” sin caerse exige artificios y artimañas complicadas, retorcidas, rebuscadas, estudiadas, fingidas, disfrazadas y producidas con disimulo, astucia, cautela, precaución, destreza, habilidad, industriosidad, ingeniosidad, sagacidad. Considerado en este contexto, el éxito en la profesión del abogado, en función de litigante o de juez, por ejemplo, se mide por esta especie de ética profesional basada en resultados o que hace del éxito en los resultados su principio rector o dogmático, en el cual el valor ético profesional es maximizar el error.
Si a esta luxación se le agregan capacidad económica para “pagar por la peca” y codicia para “pecar por la paga”, obtendremos la identificación entre la antípoda de la política y la antípoda del derecho con un doble ejército de cachicanes conformado por los más ricos, más fuertes y más astutos, porque con esta torcedura del ejercicio profesional del derecho, y por tanto del derecho mismo, se cumple, como en la política profesional, la fórmula de Michels sobre su oligarquización. Y aún no sabemos o no queremos saber si toda esta técnica para el uso eficiente de este calculado fingimiento es aprendida en la academia o en el ejercicio profesional.
No menos influyente en las torceduras del derecho que pueden llegar hasta su sustitución, es la consecuencia paradójica de la seguridad jurídica del debido proceso, que exige más cognoscitivismo que decisionismo. La lentitud del cognoscitivismo es inversamente proporcional al decisionismo afanado por el número de demandas y la ansiedad de los demandantes. Este fenómeno puede atentar contra la seguridad jurídica en dos frentes: por una parte, el legislador, que es un político siempre en trance electoral y casi nunca de estadista, afana la producción de nuevas normas para conjurar el problema y repite el círculo vicioso; por otra parte, el político de oficio suele apañar esta situación confundiendo deliberadamente la falla genética del derecho, agravada por la confusión, con error, desidia o corrupción y, ávido de galería, como los medios de comunicación de algarabía, incita a sustituir el derecho y, particularmente, el debido proceso, por la eficacia política de la justicia directa e inmediata —o por la divina—, confiriéndole papel de hermeneuta, de juez y de verdugo a la opinión adolorida o asustada, que se excita con un patético infundio o se ensaña con un fortuito pero oportuno enemigo, devolviéndonos así a la justicia del Cadí, a la de Lynch o a la del Talión; es decir, trasladando el tribunal a la tarima de la horca o escribiendo la decisión judicial con la tintasangre de los fusilados.
Portal web Universidad de Antioquia, Medellín, noviembre 3 del 2017
Una pregunta política incorrecta
Si de los Gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino
en bandas de ladrones a gran escala?
Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos: abiertamente se autodenomina reino, título que a todas luces le confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda finura y profundidad le respondió al célebre Alejandro Magno un pirata caído prisionero. El rey en persona le preguntó: “¿Qué te parece tener el mar sometido al pillaje?”. “Lo mismo que a ti —respondió— el tener el mundo entero. Sólo que a mí, como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador” (San Agustín. La ciudad de Dios. Contra paganos. Libro IV. Capítulo IV).
Esta cruda paradoja política expuesta por San Agustín tiene contexto específico. El Obispo de Hipona pretende, como aún se hace hoy, que la justicia divina, y por tanto la Ciudad de Dios, esté ética y políticamente por encima de la justicia laica y del poder terrenal convertido en Estado. Y la razón es simple y escueta. Distinguiendo entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio, encuentra fácilmente que, a diferencia del poder divino que es legítimo por sí mismo, aunque delegado en el papa y en los sacerdotes, el poder terrenal, que hoy llamamos civil, está corrompido desde el origen por la ominosa tara que se hereda del pecado original, agravado por el peccata mundi, del cual somos los mortales dóciles y piadosos practicantes en este concupiscente y carnívoro mundanal. Y en cuanto a legitimidad de ejercicio, no le faltan razones de hecho para demostrar que en el ejercicio de su poder, muchísimos reyes, aun el magnífico Alejandro, no son mejores personas que su prisionero, el famoso pirata Diomedes, antes jefe de galeras, a quien por la aguzada mollera y el dilatado ingenio demostrado en su respuesta, terminó el mismo Alejandro erigiendo en príncipe con la condición de que colgara el garfio.
En esta época en que los pesimismos reales y ficticios, genuinos e inducidos, son cultura y estrategia política que ponen a prueba la legitimidad del poder político tanto por su origen como por su ejercicio, esta paradójica pregunta adquiere perennidad porque al aludir a la justicia normatizada en el derecho como núcleo de la sociedad política y sin el cual no lo sería, muestra la fragilidad de los cimientos sobre los cuales descansa un sistema político de suyo tan enclenque como la democracia, a la cual, como a la relación matrimonial, hay que reinventarla y acariciarla cada mañana para que resista las tentaciones de la calle, es decir, las incertidumbres sobre su legitimidad, los amoríos de la ilegalidad y los sofisticados galanteos del optimismo fatuo.
Para personas tan aparentemente diferentes como un fundamentalista religioso, un revolucionario, un anarquista, un redentor, un milenarista y un populista, el pesimismo antropológico y político que expresa este fragmento agustiniano en el que se sustituye una justicia por otra, no es una simple metáfora, sino un principio de acción. Como es estrategia para quien quiere deslegitimar un poder en ejercicio para conformar el propio o remendarlo a su gusto.
El Mundo, Medellín, agosto 7 del 2018