Читать книгу Política con adverbios - Fabio Giraldo Jiménez - Страница 9

Оглавление

La personalidad de nuestras constituciones: Núñez y Caro

Siempre me ha llamado la atención la extraña alianza entre Miguel Antonio Caro y Rafael Núñez para hacer trizas la Constitución de 1863. Fue una especie de crossover político en el siglo xix entre Miguel Antonio Caro, un paramuno y eremita conservador ultramontano, cultamente formado en la filigrana del escolasticismo contrailustrado, y Rafael Núñez, un calentano liberal cuya efusividad de las épocas del Olimpo Radical resultó enfriada por la flema inglesa con la que convivió profusamente como diplomático y por la necesidad de santificar el amancebamiento con doña Soledad Román.

De la alianza entre ellos o de su argamasa política surgió una nueva, la de 1886, que, de acuerdo con lo que los dos pensaban que debía ser una Constitución y con la peculiar versión de la historia patria como historia sagrada, de M. A. Caro, no hizo más que restituir la continuidad de la historia artificiosamente naturalizada del pueblo colombiano y también artificialmente rota por el liberalismo radical que promulgó la de 1863 en la Casa de la Convención de la Hidalga Ciudad de Rionegro, donde aún se guardan sus vestigios como recuerdos de lo que pudo haber sido y no fue.

A propósito, coincidían Núñez y Caro en que una Constitución solo podría ser legítima si era expresión del “alma del pueblo”, en el mismo sentido que el volksgeist o “espíritu del pueblo” del romanticismo alemán de la época, también contrailustrado, que fue la base del nacionalismo romántico u orgánico según el cual la raza, la cultura, la religión y las costumbres de la nación identifican orgánicamente a los individuos y esa organicidad es el fundamento o esencia de la soberanía popular.

Arropados nuestros dos inmarcesibles próceres por esta ideología, fácilmente coincidieron en que la Constitución de Rionegro era espuria porque violaba el alma del pueblo colombiano al introducir novedades foráneas y exógenas como las que provenían de la ilustración francesa, del igualitarismo individual, del laicismo y de alguna que otra idea de justicia o de equidad social.

Para el filósofo de El Cabrero, la clásica distinción entre contenido y continente permite deducir, sin mayor razonamiento complejo —aunque algunos pendejos la asimilan con sublime y elaborada filosofía—, que una Constitución, antes que preceptiva o norma jurídica, es constitutio, que en latín, amada lengua de Caro, es acción y efecto de constituir y, por tanto, fundamento y origen de lo constituido. En consecuencia, la constitución es continente o recipiente cuyas características primigenias hacen que solo quepa allí aquello para lo cual está hecha, que son las peculiaridades del alma del pueblo del cual es recipiente. No puede ser de otra manera. Siendo el alma del pueblo un alma católica, bucólica, tradicionalista, conservadora, dócil, apacible, tranquila, adocenada, sumisa, obediente, mansa, disciplinada, dúctil, maleable, blanda, bonachona, humilde, doméstica, gregaria, resignada, suave, sacrificada, goda y Fuenteovejuna, no podría tolerar una Constitución para hombres rebeldes, ásperos, ariscos, malmandados, díscolos, facciosos, indómitos, insubordinados y obstinados, putos liberales y estrechos; ni mucho menos de mujeres marimandonas, zahareñas y paticontentas. La vasija o recipiente constitucional debía ser un cáliz, no un crisol.

Huelga decir que la Constitución de 1886 es típicamente descriptiva y resignada, y que la de 1863 es típicamente inconforme y proyectiva. Que la primera es un plan de desarrollo hacia el pasado y la segunda lo es hacia el futuro, o pretendió serlo. Junto a ellas hay otro tipo de constituciones, como la de 1991, que mantuvo un equilibrio entre las dos características hasta que fue desnaturalizada con las contrarreformas y lo será mucho más si se cumple la amenaza —o promesa— de que se “limará” lo último que queda de modernizante de esa constitución, que es la Corte Constitucional y el derecho a la tutela.

La idea de espíritu o alma del pueblo, tan cara a los afectos ideológicos de Núñez y Caro, en la que asentaron la legitimidad de origen y de la cual derivaron todas las legitimidades, ha sido raigambre de los populismos actuales, cuya novedad estratégica consiste en rescatar e inducir un estado de opinión para fundamentar en él la soberanía, la legitimidad y la legitimación. Esta idea del romanticismo político decimonónico fue puesta en obra en toda su plenitud por el nacionalsocialismo alemán, que lo convirtió en la cultura política de la Alemania Nazi.

El Mundo, Medellín, diciembre 5 del 2017

Política con adverbios

Подняться наверх