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La Corte o la calle

Tan vehemente como detallada y legítima fue la explicación que hizo el senador Álvaro Uribe Vélez sobre su actual insuceso jurídico. Su representatividad política se lo exigía como deber con sus votantes. La coherencia lógica de sus argumentos y el detalle de sus explicaciones se demuestran muy profesionalmente elaboradas y un buen suplemento para el discurso político que busca hacer del asunto causa política favorable.

Lo que no me parece correcto es el coro que desafía con sacar a la calle su asunto judicial, como no me gustó que se retara con devolver al monte el de Santrich; en estas amenazas se presume que la vox populi o el armato populo tiene más valor que la decisión judicial porque se trataría de personas suprahistóricas o demasiado humanas.

El derecho tiene protocolos muy rígidos para aceptar o rechazar como pruebas judiciales los testimonios, la fama o la infamia. La vieja práctica de los “memoriales” de agravios y desagravios ya no se acepta en los procesos y la buena o mala fama de un personaje ya no forma parte del expediente so pena de prejuicio o de perjurio. Los hechos jurídicos son diferentes de los hechos. En lenguaje común tendría sentido decir que el protocolo judicial deshumaniza al reo porque lo abstrae de múltiples circunstancias “que no son del caso” porque no tienen importancia para el proceso jurídico aunque la tengan en grado sumo para su historia personal y la de sus querientes. Es por eso que se representa ciega a la justicia y que se asume como costo de su imparcialidad esta especie de ceguera sin la cual no sería eficiente ni eficaz. Y si la Corte no actúa en consecuencia con ese principio, mucho más en un caso como este, tan sensible para una sociedad crispada y nerviosa, no sería tribunal judicial sino Corte de áulicos, de difamadores, o un corrillo de chismosos. Avisada debe estar la Corte Suprema de Justicia de que todos sus miembros, como aquellos a quienes decide juzgar, son solo “sujetos jurídicos”.

Yo presumo la inocencia jurídica del ciudadano Uribe Vélez por la simple razón, también jurídica, de que aún no ha sido vencido en juicio, aunque la inexistencia de pruebas no sea prueba de su inexistencia; es decir, lo presumo inocente jurídicamente ante la justicia colombiana por razones muy distintas de quienes ya lo condenaron o lo absolvieron. Y por la misma razón presumo la objetividad de la Corte Suprema de Justicia. Por ello tampoco concuerdo con la estrategia de deslegitimarla para potenciar el argumento callejero, el montaraz, el suprahistórico, el suprahumano o el extrajurídico. La estrategia podría ser eficiente políticamente en el corto plazo para los que son fuertes hoy sin calcular que pueden ser débiles mañana, porque se compromete la imparcialidad y la seguridad jurídica no solo del presente, sino también del futuro, si por resolver una afugia le dejamos a la generación siguiente la costumbre de resolver motivados por el olor que nos trae el viento, como hacen los perros y las ratas. No podemos caer en los extremos de sacrificar un mundo para salvar a un hombre o sacrificar a un hombre para salvar un mundo.

La modernidad de la sociedad política se mide por su capacidad para llevar a la práctica con eficiencia el principio según el cual el derecho se construye y se enseña para controlar el poder bruto mediante normas y procesos de decisión. Invertir esta secuencia no es más que la reivindicación de la primacía del poder bruto o del poder político sobre el derecho y renunciar a la gran conquista de la cultura jurídica moderna, que consiste en la limitación de poderes acostumbrados a la sumisión y a la dominación de hombres sobre hombres, como los poderes que se reclaman naturales, suprahistóricos o superhumanos, provengan estos de un patriarca, de un mesías, de un adalid, de un patrón o de un jefe de guerrillas o del jefe de una banda de pillos o de una masa de tuiteros encerrados en una bodega de gallinero.

Es un gravísimo infortunio que las fallas de funcionamiento del sistema judicial colombiano, a cuyo agravamiento han contribuido durante décadas los poderes políticos colombianos —todos—, agranden el mundo de lo irresoluto en el que ellos mismos han medrado a gusto y han vivido plácidamente en los límites de la legalidad, de la formalidad y de la eticidad. Por eso resulta, por lo menos, paradójico, que muchos de los que se reclaman víctimas de estas fallas artificiales hayan contribuido durante décadas a su formación o a su agravamiento por omisión o por comisión: parece como si se estuviera vivificando el extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde.

Que tengan problemas de funcionamiento, todos perfectibles, no legitima que se sustituyan las instancias judiciales por esa especie de vorágine irremediable a que nos pueden llevar la vox populi o el armato populo. Nunca hay que olvidar que los fortachones de hoy pueden llorar por la imparcialidad mañana.

Portal web Universidad de Antioquia, Medellín, agosto 3 del 2018

Política con adverbios

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