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Movimientos de la vida religiosa

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Empleamos la categoría movimientos porque la consideramos pertinente para referirnos a los sucesos históricos de los cuales nos estamos ocupando. Bien podríamos haber escogido otra, tal como: épocas, periodos, eras, hitos, episodios o capítulos. Sin embargo, la seleccionada denota muy bien el sentido de cambio, desplazamiento, marcha, empuje y dirección que ha caracterizado los últimos cincuenta años de la vida religiosa. Simultáneamente, su plural nos indica que son varios, que se entrelazan entre sí y que van fluyendo sin detenerse como las olas del mar en su imparable vaivén, en el cual una es el origen de la siguiente. Es importante anotar que, aunque somos hijos de un movimiento, la actualización permanente exige no estancarse en ese movimiento, pues significaría parar la dinámica de la vida. No es arrojar por la borda el inmediato pasado, es quedarse con lo positivamente esencial. Es como el movimiento en la sicología evolutiva, estancarse es no seguir creciendo; caminar sin asumir la historia personal es dar un paso hacia formas de regresión personal, que busca seguridad ante lo nuevo que nos es desconocido.

Retrocediendo en el tiempo, examinemos brevemente los seis movimientos. El primero fue el del Concilio Vaticano II. Como tantos otros acontecimientos de los años sesenta, los jóvenes de hoy lo perciben como algo ya muy antiguo, no logran darse cuenta cabal de su importancia. Si por alguna circunstancia deben estudiar su contexto y contenido, muchas cosas les causan risa, son para ellos tan normales y evidentes que no logran captar que no siempre fue así. En cuanto a quien esto escribe, mi recuerdo más antiguo de su influjo en la vida de la Iglesia es el verme muy niño en una misa dominical, donde vivíamos, el sacerdote del pueblo se esforzaba por aclimatar en los feligreses los cambios, para la fecha revolucionarios, suscitados en la liturgia. Motivaba y explicaba por qué ahora al dar la paz había que saludar de mano o de abrazo a los vecinos de banca. Después de tal ambientación didáctica invitaba a realizarlo por primera vez. Uno de niño lo vivía espontáneamente, sin ningún prejuicio, era chévere eso de sonreír y saludar al de delante y detrás. Sin saberlo comenzaba una nueva etapa eclesial.

De esa fecha acá han corrido torrentes de tinta sobre el análisis de este Concilio, sin ninguna duda, trascendental en la historia de los cristianos. Ahora no vamos a agregar nada nuevo a la comprensión de su impronta. Tan solo nos interesa llamar la atención en que con este se desencadena, entre múltiples hechos, una remoción de los cimientos del ser y quehacer de la vida religiosa. Los vientos de renovación que trajo a toda la Iglesia para que esta se despojara de tradiciones e imaginarios ancestrales desfasados del mundo contemporáneo, su inmersión en las realidades terrestres de las cuales se había alejado, su paso de una visión jerárquica y clericalista a una de comunión eclesial, en la que todos los bautizados son iguales por pertenecer al Pueblo de Dios, y la aparición de una Iglesia entendida como comunidad de comunidades que, sin negar la originalidad del ministerio pastoral de obispos y sacerdotes, favoreció el protagonismo de los laicos y, por lógica consecuencia, el surgimiento de una nueva manera de ser de la vida consagrada.

El segundo movimiento fue el del Aggiornamento. Palabra italiana que se hizo universal y pasó al lenguaje cotidiano de todas las familias religiosas. Significaba puesta al día, actualización. Fue un momento de verdadero kairós, de intervención intensa del Espíritu en el interior de la vida religiosa. Esta salió de su inercia y entró en un diálogo abierto y franco con el mundo moderno. El Concilio la había enrumbado hacia una adecuada renovación en tres aspectos fundamentales: vuelta al Evangelio, retorno a las fuentes fundacionales y una adaptación a las cambiantes condiciones de los tiempos. Cuando en nuestro medio comenzaron a tener eco estos lineamientos, recuerdo que cursaba los primeros años del bachillerato, acostumbrábamos a ver a los Hermanos, que dirigían el colegio, vestidos siempre con el hábito propio de su congregación. De pronto, un lunes, iniciando semana, aparecieron todos con traje de civil. No dejaba de ser curioso, raro y hasta exótico tal hecho. Los comentarios no se hicieron esperar, pero rápidamente asimilamos en la cotidianidad el nuevo look. Éramos muy jóvenes para ser conscientes de que se había iniciado una honda mutación en la vida religiosa.

Se trataba entonces de transformar el estado de perfección evangélica hecho a base de uniformidad, regularidad, silencio y aislamiento, por un estilo distinto que no se sabía a ciencia cierta en qué consistía. No obstante, la apertura a la modernidad y el contacto con la realidad, el ingreso a los estudios universitarios, aunado a una vigorosa reflexión teológica desde la praxis pastoral fueron señalando el camino a seguir. La misión se fue renovando al igual que el estilo de vida fraterna. Se modificaron las estructuras de gobierno, de formación y de manejo de los bienes. Se suscitó una disminución numérica que si bien produjo grandes crisis, también ayudó a purificar dando a luz una cualificación en la espiritualidad y en la vida religiosa. De todas maneras es importante acotar que la salida de numerosos religiosos condujo a un desplazamiento de la animación pastoral directa, cara a cara con los destinatarios de la misión, a procesos de gestión administrativos. Entre los Hermanos Lasallistas su ocupación fundamental como lo era la clase se remplazó por la oficina, como imagen del burócrata y administrativo. Al mismo tiempo, más por aceptación dura de la realidad que por conversión hacia el laicado, se inició un proceso continuo y creciente de participación de los seglares en tareas antes asignadas a religiosos.

No hay mejor síntesis que ilustre esta coyuntura histórica que el numeral 3 del decreto Perfectae caritatis en el cual se señalan los criterios prácticos para la renovación; estos eran: “La manera de vivir, de orar y trabajar ha de ajustarse debidamente a las actuales condiciones físicas y psíquicas de los miembros y, en cuanto lo requiere el carácter de cada instituto, a las necesidades del apostolado, a las exigencias de la cultura, a las circunstancias sociales y económicas, en todas partes, pero señaladamente en los lugares de misiones. Según los mismos criterios, ha de revisarse también la forma de gobierno de los institutos. Se revisarán, por tanto, convenientemente las constituciones, ‘directorios’, libros de costumbres, preces y ceremonias y otros códigos por el estilo, y, suprimidas las ordenaciones que resulten anticuadas, adaptándose a los documentos de este sagrado Concilio”. Todo esto lo que finalmente vino a generar fue un cambio radical en los usos y costumbres de los Institutos, promovidos estratégicamente por los capítulos generales tenidos inmediatamente después del Concilio. Como fruto maduro de estos años aparecieron las nuevas Reglas que condensaron la nueva visión de vida consagrada que cada agrupación religiosa se dio a sí misma. Cabe señalar que eran unas Reglas más carismáticas que normativas en comparación con las precedentes.

El tercer movimiento fue el de la Opción por los pobres. No bastaba con adecuarse al mundo moderno, ya inmersos en este había que ser críticos de la realidad a medida que se iba tomando conciencia de la pobreza, la opresión y la injusticia estructural. La vida religiosa no podía únicamente contentarse con pensar la realidad, era necesario transformarla. La miseria de todo un continente exigía la solidaridad activa con los más pobres. Entonces se suscita un desplazamiento, un éxodo de las comunidades religiosas ubicadas normalmente en grandes instituciones al servicio de los más privilegiados de la sociedad, para inculturarse e insertarse en comunidades, barrios y regiones de los estratos poblacionales menos favorecidos por la fortuna. En Latinoamérica y el Caribe los distintos carismas de la vida consagrada se arriesgaron a vivir en fidelidad creativa la consigna visionaria de Juan XXIII: “la iglesia es y quiere ser la iglesia de los pobres”.

Acudiendo otra vez a la propia experiencia, fue muy polémica, incluso en mi familia, las opciones de un grupo de religiosas (entre ellas una tía mía) pertenecientes a una congregación docente de la ciudad en la cual vivíamos, de cambiar los tradicionales hábitos monjiles por la vestimenta corriente de las mujeres, conseguir trabajo en colegios estatales e irse a vivir a uno de los barrios más pobres de la ciudad. En medio del escándalo suscitado en el interior de su Congregación recuerdo haber ido a visitarlas con mis padres, era impactante la sencillez con la cual vivían, la gran acogida y alegría de la gente por su presencia y el generoso trabajo que realizaban. Mientras estuvo al frente de la provincia una Hermana abierta al cambio con liderazgo fraterno y espiritual, esta comunidad en inserción se sostuvo y avanzó. Pero luego vino una provincial conservadora y retrógrada, quien asfixió a las Hermanas con sus críticas y decisiones, la tensión llegó a tal punto que todas decidieron retirarse de la Congregación. Como este ejemplo que narro son muchos los que ocurrieron a lo largo y ancho de los países. Lamentablemente no siempre fueron comprendidos y acogidos los visionarios que abrieron trocha para el alumbramiento de una vida consagrada más auténtica.

La “opción preferencial por los pobres” y la “inserción en la vida de la iglesia particular” como se vino a llamar posteriormente en un tono conciliador y de moderación, contó en su trasfondo con la ayuda de un contenido teórico serio que se conoció como “teología de la liberación” y “educación popular”. De igual manera, como para nadie era evidente y claro si lo que se estaba haciendo era el camino correcto, a la búsqueda sincera por acertar, la acompañó la colaboración y la consulta interpares, entre aquellos que se encontraban comprometidos con la misma línea de trabajo popular. Aparecieron temores que tenían que ver con el miedo de que la acción de los religiosos degenerara en opción política partidista, y hasta marxista y guerrillera. En los documentos la opción era de toda la Congregación, pero en la realidad fue de individuos y de grupos minoritarios. Los estamentos de poder animaron el criticismo exacerbado, el ahogamiento económico, la marginación de personas y grupos, la casi prohibición de comunicación con los jóvenes en formación, al mismo tiempo que la compra de conciencias con dádivas (viajes, estudios, cargos, etc.) para la deserción de los cuadros. Sin embargo, por encima de todo esto, fue como nunca antes una labor de conjunto creativa, de gran sabor evangélico y sin par en la vida religiosa posterior. La opción por los pobres y la inserción fue el punto cumbre de inflexión entre una vida religiosa que murió y otra distinta que nació. Fue refrendada por la persecución y el martirio sufridos del poder político, económico y militar.

El cuarto movimiento fue el de los Caminos de refundación. Como los anteriores no es posible decir cuándo termina uno y cuándo comienza el otro. Se entretejen mutuamente. Lo cierto es que cuando menos se pensaba las familias religiosas estaban hablando, pensando y ejecutando procesos de refundación. Nadie estaba satisfecho con lo logrado hasta ahora en la renovación que el Concilio, ya lejano en el tiempo, había pedido. Una nueva ola de cambios socioculturales, económicos y tecnológicos vinieron a sumarse a los existentes. Una nueva generación vino a tomar el relevo. Había que construir la nueva historia de la vida consagrada en nuevos escenarios. De manera que no era para nada extraño que todo apuntara a un nuevo comienzo a partir de los fundamentos. Curiosamente, este movimiento de refundación fue vivido por las comunidades religiosas a distintas velocidades y con niveles de intensidad diferentes. Mientras unos Distritos lo abrazaban con entusiasmo, otros lo rechazaron totalmente. Mientras unos líderes de la vida religiosa latinoamericana y caribeña lo promovieron y defendieron, otros fueron su freno y obstáculo. Se propagó la idea de que tal vez esa apuesta de querer re-fundar (volver a fundar) los institutos desdibujaba la vida religiosa ¿Qué había ocurrido? Comenzaban a despuntar tímidamente los primeros anuncios de involución, retroceso y parálisis que se van a consolidar con el siguiente movimiento.

Lo más lúcido de la refundación, que aún hoy pervive, fue la misión compartida entre los consagrados y sus colaboradores laicos. Una nueva aproximación teológica con énfasis en lo místico y profético afloró para alcanzar una clara comprensión entre el trabajo colaborativo en la misión dentro de un carisma particular, pero con vocacionalidades y compromisos diferenciados entre seglares y religiosos. Se crearon y perfeccionaron nuevas estructuras de animación de la misión llevadas en conjunto. Se organizaron nuevos procesos de formación para irrigar la espiritualidad propia de cada Congregación. Mas llega algo inesperado, el crecimiento numérico de nuevas vocaciones a la vida consagrada de finales de los años ochenta e inicios de los noventa, se estancó y en la mayoría de las comunidades religiosas disminuyó a cotas verdaderamente alarmantes. Fenómeno extraño todavía no suficientemente explicado culturalmente, aunque desde el punto de vista eclesial se le atribuye al fuerte control romano de la pluralidad, de la visión teológica y de la diversidad pastoral, sumado al aumento del clericalismo y la disminución de la vida carismática en la Iglesia. Se ingresaba ya al nuevo milenio, y si por un lado la vida consagrada había logrado construir un nuevo rostro, totalmente renovado, por otro no lograba atraer a un número suficiente de jóvenes de las nuevas generaciones a ese estilo de vida que seguía siendo de gran necesidad para la Iglesia del presente y del futuro.

El quinto movimiento fue el del Desencanto. Hubo un tiempo en el cual se intercambió espontáneamente un artículo muy interesante que llevaba por título “Los encantos de la vida consagrada”. Pero lo que allí se decía duró poco, dio paso a una creciente apatía y a un progresivo cinismo y desinterés con relación a la autopercepción del talante propio de la vida religiosa. Cundió la desesperanza y una especie de cansancio vino a permear la vida religiosa de América Latina y el Caribe. No son pocos los que han intentado auscultar las causas de tal fenómeno. Ciertas paradojas han contribuido a ello. Si durante varios lustros fue llegando una nueva generación de religiosos surgidos de todos estos años pletóricos de novedades, quienes ingresaron no colmaron las expectativas de ser los continuadores de los procesos de cambio; por el contrario arribó una generación que con su espíritu neoconservador retornó a usos y costumbres ya superados. El entusiasmo que suscitaba el creciente número de vocaciones para la vida religiosa femenina y masculina dio paso a un vertiginoso declive vocacional, que vino a cuestionar como polo a tierra el otrora lema de ser el “continente de la esperanza”. En las distintas familias religiosas muchos de los más comprometidos y proféticos ya no estaban, por múltiples causas se retiraron, ya no envejecerían con nosotros. Esto produjo un gran vacío, desazón y frustración. Partieron. No refrendaron con su perseverancia la palabra empeñada. Lo que antaño contagió y motivó, por ejemplo, el sueño del Reino, el sueño de la liberación de los pobres y excluidos, la experiencia de Dios, las comunidades eclesiales de base, la lectura orante de la Palabra, el trabajar en lugares de misión, populares y con los desheredados de la fortuna, hoy se relativiza, se cuestiona o simplemente se ignora por los religiosos más jóvenes o por quienes ejercen los liderazgos al frente de las comunidades. A todo esto tenemos que agregar el sinnúmero de escándalos afectivos, financieros y de manejo no sano del poder que al hacerse globales a través de los medios de comunicación han minado la credibilidad de la Iglesia, de la vida religiosa y de la confianza de los jóvenes por formar parte de esta.

A lo dicho, para el caso particular de Colombia, hay que añadir que la cultura de la violencia y la cultura del narcotráfico, prolongadas durante décadas, trajeron para la vida religiosa otra paradoja que contribuyó con su cuota al desencanto. Si bien de una parte hubo minorías en todas las congregaciones religiosas que ejercieron una tarea profética, de contracultura misional y de compromiso hasta el heroísmo frente a los actores del conflicto armado, y no se vendieron ni cayeron en las garras de las fieras del narcotráfico, llegando incluso a pagar con su vida, también es cierto que lenta e imperceptiblemente, con grados de connivencia diferenciados, unos más conscientes que otros, se permitió que la violencia y el narcotráfico también tocaran con su ethos la vida religiosa; y sin saber cómo ni cuándo, dañó su tejido colectivo, deterioró sus buenas prácticas, minó la confianza colectiva, afectó a los liderazgos espirituales y produjo una honda crisis espiritual, fragmentando a las generaciones y produciendo una ruptura con lo bueno heredado del pasado, de lo cual todavía no se ha logrado recuperar.

El sexto movimiento es el contemporáneo En salida. Frente al anterior panorama aparecen las preguntas: ¿por qué tenemos que seguir así? ¿No podemos ser religiosos de otra manera? ¿Qué tendríamos que hacer para generar una nueva cultura en el interior de la vida religiosa? ¿Cuál es el estilo de vida que debemos construir? ¿Nos sentimos llamados a ser protagonistas de una nueva etapa de su historia? No es de extrañar la singular acogida que ha tenido, particularmente entre los integrantes de la vida religiosa, tanto la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium como la convocatoria al Año de la Vida Consagrada del papa Francisco. Un programa audaz para la transformación misionera de la Iglesia y para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. Al señalar que todos los agentes pastorales y toda la Iglesia se pongan en salida, invita “a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades”.

En salida es el despegue de la vida consagrada hacia un nuevo paradigma, cuyo primer paso implica que hay que pasar de mirarse a sí mismos, ahogados por los problemas internos, a descentralizarse en una dinámica misionera que insuflará conversión y nueva vida a los actuales protagonistas de la vida consagrada. Tal paradigma debe construirse a partir de ciertas notas distintivas en las cuales ha insistido el papa Francisco: profundidad de vida, talante alegre, animación desde el contacto con la gente, “oler a oveja”, audacia, creatividad y autenticidad. Todo esto dentro de un clima de esperanza que suscite la capacidad de comenzar algo nuevo en el mundo, una especie de segundo nacimiento a través de la Palabra y la acción.

Vida religiosa y casas de formación

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