Читать книгу Pensamiento educativo en la universidad - Fabiola Cabra Torres - Страница 13
ОглавлениеEducación teológica
Rodolfo Eduardo de Roux Guerrero, S. J.
En conversación con
Víctor Marciano
Martínez Morales, S. J.
PRESENTACIÓN
El padre Rodolfo Eduardo de Roux Guerrero, S. J., es licenciado en Filosofía y Teología, impartida por las Facultades Eclesiásticas de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, y doctor en Teología Dogmática de la Pontificia Universidad Gregoriana. Fue profesor de Teología en la Pontificia Universidad Javeriana, por más de cinco décadas, y decano académico de las facultades de Filosofía y Letras, y Teología. Su labor ha sido exaltada en los campos de la espiritualidad, la teología, la música y la literatura. Desde su niñez se destacó por su gusto por la escritura y por la literatura, siendo la lectura un hábito inseparable de su vida personal. Su trabajo musical y sensibilidad poética son una muestra de su creatividad y erudición, vocación que se refleja en su visión teológica de la vida, en su trabajo con comunidades campesinas, con sacerdotes y con religiosas y en su compromiso con los pobres.
Como teólogo especialista en el misterio de la Eucaristía, ha desarrollado una visión amplia de la espiritualidad centrada en el amor por Dios y en lo que ha vivido como hombre, como sacerdote jesuita, siempre dispuesto a comprender la fragilidad humana, a apoyar a los que están en dificultades, y a compartir su consejo sabio. Su vida como testimonio de vida interior y como trayectoria académica ha sido reconocida en el 2005 con la admisión en la Comunidad de Honor Orden Universidad Javeriana en el grado de oficial.
Del trabajo del padre Rodolfo de Roux, S. J., se deriva una concepción de la dimensión filosófica y teológica de la educación, en la que la reflexión sobre la formación comprende la ayuda en el crecimiento intelectual de los estudiantes, la búsqueda de la plenitud de la persona humana, a partir de valores que dinamizan una manera de vivir y que no puede ser reducida al salón de clase. Ser docente es asumir la labor de enseñanza con responsabilidad, seriedad, sensibilidad y gratitud profunda.
EDUCACIÓN TEOLÓGICA
Víctor Marciano Martínez Morales (VM): Rodolfo, muchas gracias por atender esta entrevista, es un honor conocer sobre tu vida y testimonio. Si damos una mirada a tu infancia o tu juventud, ¿qué podría haber incidido para que lograras tener una formación profundamente humanística, poética y musical?
Rodolfo Eduardo de Roux Guerrero, S. J. (RR): Puedo decir que desde muy niño me aficioné a los libros, curiosamente por mi abuela materna, Eufrosina Guerrero Pacheco, una panameña, nacida en el siglo XIX, que conoció a Rafael Núñez. A esa mujer la quise mucho y ella a su vez me consentía. Había heredado de su padre un sentido literario y de lo importantes que son los libros. Por tanto, la biblioteca del papá de ella, Pedro Pablo Pacheco, fue mi refugio y mi primera aproximación a los libros. Todavía me acuerdo especialmente de las fábulas de La Fontaine. Total, que me volví un lector apasionado: he leído de todo en la vida. Recuerdo que mi familia acogió a los jesuitas después de su destierro a fines del siglo XIX. Ellos habían salido desterrados a Guatemala y pensaban regresar a Colombia. Llegaron cuatro o cinco de ellos a Panamá, se hicieron amigos de mi familia, tanto que a mi papá lo bautizó el padre Junguito y en la alcoba de mi abuela había un retrato de aquellos jesuitas, y otro de Monseñor José Telésforo Paúl, también jesuita, que fue después arzobispo de Bogotá. Quiero compartirte el poema que le escribí a mi madre Eufrosina después de su muerte:
In memoriam
A mi madre, Eufrosina
Guerrero Pacheco
Te nos fuiste muriendo
como a escondidas.
Te nos fuiste muriendo
como vivías
tu atardecer:
arropada en la sombra
de tu silencio.
¡Alas heridas
golpeaban tan tenues
en mi ventana!
Te nos fuiste muriendo
como amabas,
recatada detrás de cosas
tan sencillas:
el mantel aromoso
y las begonias blancas
del patio;
la pregunta callada
sobre el dolor y el gozo
de nuestras vidas.
Te nos fuiste muriendo
flor pequeña,
deshojada en el viento.
Y solo queda el corazón
latiendo
con esta insólita
suavidad
de tu ausencia.
La poesía nació en mí en el antiguo Valle del Cauca. Había allí una relación muy cordial y respetuosa con la población afro, que habían sido esclavos de las familias. En la casa siempre había una empleada, le decían la carguera, que lo había cuidado a uno de niño. Yo le decía “mamá”, mi “mamá Marcela”. Lo primero que escribí fue una narración de mi última visita a la “mamá Marcela” cuando se estaba muriendo; se conmueve mi corazón al recordarlo.
Hice mi bachillerato en el Colegio Berchmans, y ahí empezó mi vida literaria, que tuvo gran influencia del sacerdote jesuita llamado Tomás Galvis, quien asumió la clase de literatura y me apoyó incondicionalmente, siempre con palabras de apoyo y aliento. Él fue quien descubrió en mí mis capacidades literarias. Yo no tenía ni idea de ello, pero leía todo el día. Con mi narración sobre la muerte de mi mamá Marcela, el padre Galvis empezó a animarme a escribir. Yo tendría unos 14 o 15 años. Recuerdo que me pidió que escribiera algo para uno de los primeros números de su revista escolar. Yo le escribí una narración de despedida sobre la muerte de Marcela, la anciana negra que fue mi “mamá’ porque en Colombia hay una historia de cómo se ha tratado mal a los negros, pero en mi familia se los trató bellamente.
Rememorando un poco, el maestro Tomás Galvis era un jesuita bogotano, profesor en la Facultad de Filosofía de aquella época, pero yo lo conocí en Cali en el Colegio Berchmans; como mencionaba antes, él tuvo una gran influencia en mí, en el bachillerato y, también, en mi vida espiritual, además de mostrarme que yo era un poeta. Con él hicimos una amistad muy grande.
Como estudiante siempre fui excelente, porque en mi casa había mucho interés intelectual sin que ninguno fuera doctor o algo así, sino que teníamos el interés por el conocimiento y, además, en mi familia teníamos muchas raíces interculturales: mi abuela materna era hija de un cartagenero y mi abuela paterna, de franceses e italianos. Así que en nuestra casa siempre estuvo presente el querer conocer ese saber que las diferentes culturas nos podían ofrecer.
VM: Rodolfo, y ¿cómo nace tu vocación de sacerdote?
RR: Entré a la Compañía de Jesús en 1945, a los 20 años. Junto con Alfonso Borrero −él entró primero y yo después−, los dos resolvimos hacernos jesuitas. Existe una anécdota: el padre Rafael Angulo, mi guía espiritual en la Universidad Javeriana, formó un grupo de alumnos para un retiro. Yo no quería ir, ya que pensaba visitar a un amigo que había ingresado como jesuita al Noviciado de los Jesuitas en Santa Rosa de Viterbo, en Boyacá. Le dije: “No voy al retiro, padre, es que quiero ir unos días al Noviciado”. Ante mi respuesta el padre Angulo me preguntó: “¿Qué?, ¿vas a pensar en tu vocación?”. Lo cierto es que el padre Angulo consiguió que yo terminara haciendo tres días de ejercicios espirituales y, al finalizar, lo supe: ¡yo quiero ser jesuita!
Regresé a mi pensión de estudiantes, junto con Alfonso Borrero, quien estaba adelantando sus estudios de Arquitectura. Me paré al lado de él y le dije: “Alfonso, vengo a decirte una cosa: voy a entrar a la Compañía de Jesús”, y él se voltea y me dice: “¡Yo también!”. Ambos muy emocionados nos preguntábamos cuál era el paso a seguir, por eso fuimos donde los jesuitas a contarles y le pedimos una cita al provincial y así fue como ambos entramos a la Compañía de Jesús.
VM: ¿Cómo fue tu formación en filosofía y teología y tu paso por la Pontificia Universidad Gregoriana?
RR: Cuando estaba haciendo el Doctorado en Teología, en la Pontificia Universidad Gregoria en Roma, Juan XXIII anunció la reunión del Concilio Vaticano II. Por ello me formé en el ámbito de los teólogos que subyacen al Vaticano II. Karl Rahner, especialista en Teología Sistemática, lo mismo que S. Lyonnet, experto en Sagrada Escritura, y el dominico belga Yves Congar, uno de los más importantes representantes del pensamiento teológico del Concilio Vaticano II y de la nueva concepción de la Iglesia; esos eran los profesores de esa época.
Yo me había formado en pura neoescolástica en Bogotá –lo que sabían mis profesores– y, cuando llegué a Roma, la neoescolástica ya estaba abandonada. Allí conocí a Bernard Lonergan y al profesor español Juan Alfaro, S. J., ambos profesores de la Gregoriana. Justo en ese momento estaba todo el proceso de renovación de la nueva teología. Terminé mis estudios doctorales, a finales de enero del 61, y empecé a enseñar inmediatamente en la Universidad Javeriana.
Cuando llegué a Roma en octubre de 1958 para hacer el Doctorado tenía que tomar una serie de seminarios. Fue así que encontré uno que decía Método en Teología. Me pareció interesante inscribirme y resultó que tenía que ver con el libro del teólogo canadiense Bernard Lonergan, profesor de Cristología en la Universidad Gregoriana. Estudié como un loco, me di el lujo de sacar 10 en el examen. Para obtener el título de doctorado uno tenía que presentar una clase delante de varios profesores con la dirección de un profesortutor. Para eso me asignaron a Bernard Lonergan. Entonces di mi clase con base en su texto de cristología. En mi biblioteca conservo la edición original en inglés de su obra Insight.
Así fue que tuve la guía del sabio Bernard Lonergan, un jesuita canadiense, un hombre genial tanto para la Iglesia católica como para la Compañía de Jesús. Gran teólogo. Fue un hombre tan brillante que, en la década del 60, Newsweek Magazine lo eligió para la carátula. Según la revista fue considerado un genio del siglo XX.
VM: Rodolfo, ¿tú qué recuerdo tienes, especialmente, de tus primeros años como profesor de la Javeriana? y ¿cuáles fueron las asignaturas con las que te consagraste?
RR: Como te dije, fui discípulo de Bernard Lonergan en cristología y aprendí a hacer teología con él. Recuerdo bien cuando vine a enseñar mi primera clase de Teología. Tenía que empezar el curso de Cristología y mi único recurso era el libro de Lonergan que traía en el bolsillo. Al tercer año enseñé Eucaristía, y ahí me quedé. Así empezaron mis 50 años de profesor, que empecé desde febrero del 61 hasta noviembre del 2011. Más adelante mi clase de Eucaristía la tomó Víctor Marciano Martínez, aquí presente, y seguí con el seminario de Teología Sistemática.
VM: ¿Cómo fue tu encuentro con la teología de la liberación?
RR: Cada uno de nosotros es hijo de la historia. Yo tengo para mí que con el grupo de profesores con el que inicié logramos introducir el gran cambio que significó la Iglesia precociliar y la Iglesia del Concilio. Es una época muy controversial. En primer lugar, creo que nosotros, de buena voluntad, todo el grupo de profesores que estaba en ese momento, nos equivocamos. Tú conociste a Carlos Bravo, que era la cabeza, y todos los demás estábamos en esa mentalidad de una renovación europea de la teología y en esa visión nos habíamos formado cuando apareció la teología de la liberación.
Conocí a Gustavo Gutiérrez, hoy sacerdote dominico, que en ese entonces era sacerdote diocesano y teólogo peruano. Estuve con él en una reunión que organizó el Episcopado colombiano con el fin de preparar la ida al Concilio Vaticano. Fuimos amigos dentro de lo posible. Quizás cuando se propuso la teología de la liberación hubo error de parte de ellos y de parte nuestra; de parte de ellos porque pretendían que una teología básicamente europea era pecado mortal en América Latina, con lo cual nosotros nos sentimos barridos del mapa; y de nuestra parte, una visión equivocada de lo que implicaba y proponía la teología de la liberación.
Gustavo Gutiérrez, principal representante de la teología de la liberación, publicó mucho más tarde un libro en el que dice que, viendo las cosas en perspectiva, hubo una equivocación en darle cierto énfasis al marxismo en esa nueva teología, en un momento en que estábamos todos en el ámbito de influjo de Fidel Castro, y en el que se dio una batalla contra esa postura, política, social y económicamente. Eso produjo un rechazo, en no pocos, puesto que la teología de la liberación nunca tuvo nada de marxista.
Fue una época muy vital, pero también muy discutida. Por ejemplo, cuando me invitaron al Congreso Eucarístico de Quito, en Ecuador, debía hablar sobre el sacerdocio al grupo de obispos. Cuando iba a empezar mi conferencia uno de ellos me dijo; “bueno, y qué piensa usted de la teología de la liberación… está en el momento trágico”. Respondí que, aunque estaba muy de acuerdo con el sentido de la teología de la liberación, que es la justicia con los pobres, y en eso he trabajado toda mi vida, sería preferible que prescindieran del marxismo. No dije más. Pero al momento el obispo coadjunto de Lima se volvió muy disgustado. Por la noche, estábamos en una casa de los jesuitas, viene el superior y me dice: “Padre de Roux, me da mucha pena, pero para regresar a Bogotá mañana se va a tener que ir en el camión que va por la leche. Monseñor está tan bravo con usted que no los puedo mandar juntos”. Así que me fui en el camión de la leche.
VM: Ese trabajo desde la teología de la liberación, ¿cómo incidió en las clases?
RR: Yo no creo que nosotros hayamos hecho teología de la liberación. Uno tiene que ser honesto: todos los profesores habíamos sido formados en Europa y traíamos la formación correspondiente de los teólogos que hicieron el Concilio Vaticano II, y eso era lo que sabíamos y nos parecía bien. Desde febrero de 1961 hasta noviembre del 2011, mi tiempo estuvo dedicado la enseñanza de la teología, incluyendo mi periodo como decano, que va desde 1980 hasta 1983. Nosotros, como Facultad Eclesiástica, somos más antiguos que la Facultad de la Javeriana.
Mientras fui profesor, también me compenetré con el mundo campesino. Y cuando me ordené sacerdote en el año de 1955 mantuve como ámbito de mi trabajo sacerdotal el acompañamiento en la vida espiritual a los estudiantes jesuitas y al trabajo con campesinos. Por diez años, acompañé al párroco de Sasaima, porque era muy anciano. La última vez que él participó en la fiesta del Corpus, públicamente me dio las gracias. Me decía que yo había sido su coadjutor sin nombramiento. Así fue en realidad. Todos los fines de semana, a la una de la tarde, cogía mi maletica y el bus de la Flota Magdalena hasta Sasaima para ayudarle a él en la parroquia. Y después, durante unos seis años, fui el sacerdote disponible siempre en Santandercito, por falta de párroco, y, finalmente, en Monterredondo, vereda de Guayabetal, del 74 al 2011. ¡Imagínese! Entonces, para mí, el sacerdocio ha sido una alegría muy grande, especialmente en el trabajo con los campesinos.
VM: Este trabajo con las comunidades campesinas influyó en tu quehacer teológico, propiamente en lo que respecta a la Eucaristía y la cultura y religiosidad popular.
RR: Sí. Tengo cantidades de escritos. Los campesinos y en general la gente sencilla tienen unos valores profundos de solidaridad y bondad. Descubrí que los campesinos eran unos actores de teatro extraordinarios por naturaleza, lo mismo que pasó con el cine italiano. Entonces mis predicaciones eran muy cortas, pero siempre presentábamos una minicomedia.
Mientras fui profesor, también me compenetré con el mundo campesino. Y cuando me ordené sacerdote en el año de 1955 mantuve como ámbito de mi trabajo sacerdotal el acompañamiento en la vida espiritual a los estudiantes jesuitas y al trabajo con campesinos.
VM: Rodolfo, pudiéramos pasar a uno de los puntos que, a mi parecer, son bellos en tu vida como profesor y como maestro, y es lo que viviste con el grupo Cosmópolis.
RR: A quienes participamos de este proyecto nos motivó una preocupación metódica, porque nosotros vivimos la transición de una teología basada en el Concilio de Trento y escolástica a una teología del Concilio Vaticano II, abierta a todo el pensamiento moderno. Los padres Carlos Bravo, Alberto Arenas, Pedro Ortiz, Gustavo Gutiérrez, Virgilio Sea y yo fuimos en la década del 60 los agentes de este cambio. Y es en este contexto donde surge Cosmópolis. Aunque el padre Gerardo Remolina, S. J., hizo la traducción del último libro de Lonergan Método y teología y estaba muy interesado en los temas de este autor, su dedicación fue a la academia y no participó de Cosmópolis, mientras que nosotros, acompañados de Francisco Sierra, de la Facultad de Filosofía de la Universidad Javeriana; Jaime Barrera, profesor de la Facultad de Teología, y otras personas, fundamos este proyecto a mediados del 90.
Comenzamos a reunirnos con personas que conocían el pensamiento de Bernard Lonergan, sin mayores pretensiones. Recuerdo que estaba Enrique Gaitán, Mario Gutiérrez, otros cuatro jesuitas y algún profesor de la Facultad de Teología. Todos íbamos leyendo y aprendiendo y eso fue cogiendo sustancia hasta que se formó Cosmópolis. ¿Por qué Cosmópolis? Para Lonergan tenía un significado muy especial: “una mentalidad que trabaja por sanar y construir la sociedad”. El sentido es profundamente activo: se trata de la vida social. Según Lonergan, es la aplicación de una reflexión profunda desde un pensamiento que conoce perfectamente a fondo la realidad, cómo puede funcionar el ser humano para crear una sociedad buena. En ese sentido, Cosmópolis está pensada por Lonergan como un proceso de renovación. Muestra cómo la sociedad humana puede caer en decadencia y llegar a arruinarse. Esa es la tarea de Cosmópolis: la renovación de la vida social, de la vida ciudadana.
Basado en esto, en Cosmópolis nos inspiramos en la idea lonergiana de hacer teología “a la altura de la época”, para colaborar eficazmente con la renovación del pensamiento y de la praxis social. A lo largo de un proceso, experiencial y reflexivo, que me recuerda siempre los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, aprendí con Lonergan a reconocer, en mí y en los demás, las posibilidades reales, pero también las exigencias y las limitaciones de nuestro obrar humano. De Bernard Lonergan aprendí a valorar al hombre, a todo hombre concreto, como sujeto de su propia historia.
Actualmente, el grupo está conformado por personas que están haciendo o han hecho la Maestría en Teología. Para ellos es un tránsito escolar, porque no entran como escritores, sino que desde su profesionalidad aportan al seminario. Hemos contado con un turco, un pastor luterano, un pastor metodista, que han enriquecido y acompañado los avances generados. En este momento, Cosmópolis lo dirige el padre Germán Neira y otros jesuitas. Nuestro trabajo siempre ha sido aplicar el pensamiento de Lonergan a la actualidad colombiana.
VM: Tu vida como literato ha sido también muy interesante.
RR: Hice todo el camino de la academia: empecé a apasionarme por la literatura, y creo que si no hubiera sido jesuita, habría sido un literato. Para mí la literatura ha sido un interés de toda la vida y creo que me ha costado ir a dormir sin leer una página o dos páginas de literatura. Un día me vino a visitar un gran amigo, Guillermo Galán, cuando vio un montón de papeles en mi escritorio preguntó qué eran. Le dije a Guillermo que era una colección de poemas que estaba buscando editor. Él trabajaba en ese momento en el Banco de la República, me lo pidió prestado, a los dos días me llamó y me dijo: “El Banco de la República se lo publica”. Así salió a la luz Caminos de sol y niebla en 1983. Te voy a leer mi poema Casa grande, dedicado a Colombia:
Casa grande
¡Colombia, cuánto te quiero,
cómo me dueles, Colombia!
Mis ojos son tu paisaje,
mis pasos son tus caminos,
mis oídos son el trueno
silencioso
de tus ríos.
Llevo en mi entraña sedienta
la frescura de tus niños,
la gracia de tus mujeres,
y ese sol atardecido
en los rostros de tus viejos,
cansados
mas no vencidos.
¡Colombia, cuánto te quiero,
cómo me dueles, Colombia!
Bañada en sangre de hermanos desavenidos.
Me dueles, sacrificada
en el altar de los ídolos.
Conquistamos tus montañas,
domesticamos tus ríos,
cuadriculamos tu cielo
de pájaros rugidores.
Reforestamos tus valles
con una selva altanera
de ladrillos.
Pero perdimos el alma
y ese corazón mestizo,
que dulcificó los labios
ásperos del castellano
con la ternura del indio,
y la risa rebosante
del africano.
Un corazón siempre abierto
y acogedor que se hizo
puerta franca y mesa puesta,
para cualquier peregrino.
Un corazón siempre honesto
que en la palabra se dijo,
sin urgencia de papeles
porque bastaba lo dicho.
Ese corazón tozudo
pero también tan sencillo,
que se midió con la selva,
con los riscos,
con el llano…
¿lo perdimos?
¡Cómo me dueles, Colombia,
crucificada en ti misma
por tus hijos!
Colombia, cuánto te quiero,
y te sueño todavía,
Casa Grande
para todos.
¡Cómo nos la dio Dios mismo!
VM: ¡Muy bello, Rodolfo!
RR: También puedo decir que he relacionado la vocación musical y la poesía con la enseñanza de la teología. Un ejemplo es el trabajo pastoral en el mundo campesino. Yo sabía que mi responsabilidad e interés era enseñar la Eucaristía rompiendo el esquema de enseñanza teológica en correspondencia con el Concilio Vaticano II. Antes era el esquema escolástico que estaba encajado en la Edad Media y tomó la filosofía aristotélica, que perdura con valor, pero que ha cambiado de ámbito. La gran crisis del protestantismo produce el Concilio de Trento y la necesidad de una reforma en la teología, en la Iglesia y en la relación con la gente.
VM: Rodolfo, también eres autor de piezas insignes, como del himno de la Universidad Javeriana y de un nutrido número de bambucos y pasillos colombianos, dentro de los que se destacan “La tejedora” y “La molienda”. Gran parte de tu trabajo musical lo realizaste junto al padre Juan José Briceño, S. J. Juntos recibieron un homenaje en el Festival de Música Colombiana Mono Núñez. ¿Qué nos puedes contar?
Hice todo el camino de la academia: empecé a apasionarme por la literatura, y creo que si no hubiera sido jesuita, habría sido un literato.
RR: A mediados de los 60 vino el padre Juan José Briceño, S. J. Era tan entrañable nuestra amistad, que yo le decía músico y él me decía poeta. Nosotros siempre componíamos juntos. En una ocasión, el padre Maldonado, S. J., me pidió que hiciéramos el himno de la Universidad Javeriana. Aunque pueda parecer pretencioso, me basé en que los griegos decían que los dioses inspiraban a los poetas. Te digo francamente que la producción poética y musical es un regalo. Entonces, una tarde, en ese bosque que hay detrás del Colegio Mayor de San Bartolomé, al lado de la imagen de San José, nos sentamos en silencio y empezamos a pensar en cómo componer el himno: yo pensando qué se puede decir de la Javeriana y él cómo podría ser la música, y de pronto él empezó con la música y yo lentamente le agregaba la letra. Hicimos lo que hacíamos siempre: él con su acordeón y yo con mi cuaderno para escribir y el papel de música. Duramos un rato callados y, de repente, mientras él creaba la música, yo inventaba la letra, la compusimos en un tiempo récord de una hora. Ese himno lo entregamos al padre Maldonado y él lo guardó en un cajón por diez años, por lo menos. Hasta que un buen día se nos presentó el maestro Guillermo Gaviria, un músico con gran talento que inauguró el coro en la Javeriana, y nos dijo: “¡Me encontré en un archivo esta maravilla! Pues lo vamos a poner”.
VM: Rodolfo, ¿qué han significado para ti los reconocimientos que has tenido a nivel literario y académico?
RR: Gratitud, porque nunca me he creído merecedor de condecoraciones.
VM: Uno de tus libros insignes es El pan que compartimos.
RR: No conozco un trabajo sobre la Eucaristía como este. Fue la obra de 30 años de enseñar Eucaristía, 353 páginas sobre la Eucaristía en la Sagrada Escritura y la vida de la Iglesia con su contexto histórico-litúrgico. Ahí se ofrece toda la historia del proceso eucarístico en la Iglesia con una aproximación a la interpretación eclesial del misterio eucarístico en la Iglesia de los Padres, en la Iglesia de la cristiandad occidental del siglo IX al siglo XIII, con su acentuación cristológico-sacramental en el Concilio de Trento, su expansión eclesial en el Vaticano II y su integración al proyecto de transformación social en Latinoamérica. En ese contexto, se comprende y valora la religiosidad popular.
VM: Tú, que has caminado por los pasillos de la universidad, teniendo en frente a tantos estudiantes en tu vida, y ubicándonos en el presente, ¿cómo puede contribuir la enseñanza teológica, en este momento actual, con las nuevas generaciones, y en la situación que está viviendo el país?
RR: Una tarea fundamental de la enseñanza es ayudar al ser humano a conocerse a sí mismo. Bernard Lonergan lo plantea mediante de la estructura de la persona humana, una cosa hermosa. Diríamos: un punto final en donde la persona llega a su plenitud humana es el ámbito de los valores, unos valores destinados a dinamizar una manera de vivir, una manera de comunicarse y la creación de una comunidad, de una sociedad en cada generación.
Tú bien conoces los ejercicios de Ignacio y, para mí, su función pedagógica es proveer herramientas para el conocimiento de sí mismo en el intento de encontrar a Dios en la propia vida. El sentido formativo de los ejercicios espirituales es inmenso. Yo fui profesor en la Universidad Javeriana, y nunca, en esos 50 años, dejé de dar ejercicios en el intersemestral a gente sencilla, profesionales, jesuitas, religiosos; recorrí diócesis de Manizales, Cali, Medellín, Cúcuta, Bucaramanga, Bogotá y Neiva.
Los ejercicios espirituales son un encuentro profundo en la fe con ese misterio que llamamos Dios. Un encuentro que Ignacio de Loyola, desde su genialidad, propuso y ha impactado en la teología y pedagogía. Mientras fui profesor en esos años, di ejercicios espirituales a seglares, laicos, religiosos, entre otros. A los estudiantes de hoy, hacer estos ejercicios les daría un humanismo profundo y un carácter solidario, social, abierto a lograr algún día que no nos dividamos en clases, sino que seamos una familia humana.
A mediados de los 60 vino el padre Juan José Briceño, S. J. Era tan entrañable nuestra amistad, que yo le decía músico y él me decía poeta. Nosotros siempre componíamos juntos.
Eso se va construyendo en el tiempo y en medio de tantas dificultades. Yo nací en Colombia en el año 25, y el país que era, al contrastarlo con el actual, ha tenido un cambio monstruoso. Si a mí me hubiesen dicho esto cuando pequeño, bueno, no habría entendido, pero mis primeros recuerdos son del año 30, cuando empieza la Violencia en Colombia, y para mí ese delirio y barbaridad nos duró hasta el siglo pasado, porque hoy Colombia es distinta, y soy optimista, porque he visto crecer este país.
VM: Rodolfo ¿qué ha significado para usted ser profesor universitario?
RR: Mi vida ha corrido toda como profesor y realmente ha sido maravilloso el trabajo de estos 50 años, algo que nunca cambiaría por nada. Tampoco he tenido interés en ser algo más. Nunca tuve problemas con mis estudiantes. De mi parte, he tenido el cordial y atento deseo de enseñarles. Me queda el recuerdo de mis alumnos y de la valentía con la que todos los días desperté con ganas y amor para dar una clase. En definitiva, dos cosas creo haber practicado en mi vida: acompañar como profesor y lo que San Ignacio llama conversación espiritual; esto sí, en todos los ámbitos, con pobres, campesinos, sacerdotes, religiosas, seglares, todo el que quiera; esa ha sido mi vida.
VM: ¿Cuál ha sido tu mayor frustración como profesor?