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Surgimiento en Europa

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En toda esta procesión de hombres, a lo largo de tantos siglos,

debe verse a un mismo hombre que todavía está allí

y sigue aprendiendo.

Pascal

Edad Media y Edad Moderna

En la Edad Media la producción editorial se redujo notablemente y los monasterios fueron los únicos lugares que continuaron elaborando libros. Monjes y frailes copiaban obras clásicas —manuales y escasas—, y su difusión era muy limitada. A partir del siglo XIII, con el nacimiento de las universidades, la demanda de textos creció, el número de copias se multiplicó y los textos comenzaron a circular con mayor fluidez.

Algunos autores sostienen que el origen de la propiedad intelectual en la Edad Moderna se encuentra asociado a la invención de la imprenta de tipos móviles, hacia 1440 por Johann Gutemberg, lo que supone una revolución en la producción y distribución de obras literarias. Se introducen dos cambios fundamentales: 1) se facilita la reproducción masiva de miles de copias en breve tiempo, y a un costo reducido; y 2) se generaliza el acceso del público a las obras literarias. Lo anterior produjo un sistema de privilegios de impresión para los impresores y un derecho de censura para las clases más poderosas, reyes e Iglesia, que deseaban controlar el mercado. El impresor asume la responsabilidad de la inversión inicial al imprimir obras y venderlas al público, pues solamente este podía editar y distribuir las obras de un cierto catálogo.

Los primeros privilegios de impresión datan del periodo 1470-1480. En un principio facilitan la introducción de la industria editorial mediante concesión real e impiden la competencia, pero después se multiplican. Hacia 1500, se cree que Venecia contaba ya con unas cuatrocientas imprentas; tales privilegios se concedían al editor, no al autor, eran de duración temporal y ámbito territorial, y su infracción era castigada con severidad (podía incluir la confiscación de las obras y de la imprenta). Este marco legal tenía la finalidad de incentivar la actividad editorial mediante monopolios temporales, sistema que impedía el ingreso de nuevos empresarios a la actividad.

En Inglaterra, durante el siglo XVII, la tensión entre los impresores se tradujo en un proyecto de ley, aprobado en 1709 y denominado Statute of Anne (Estatuto de la reina Ana), la primera ley conocida sobre derechos de autor. Dicha norma introdujo un plazo de duración del copyright (antes los privilegios podían ser indefinidos), el cual beneficiaba no solo a los editores, sino en primer lugar a los escritores; así, se plasma con fuerza de ley la exigencia de imprimir con permiso del autor: “para el fomento del saber mediante la concesión de derechos sobre las copias de libros impresos a sus autores, o sus adquirentes, durante los plazos aquí mencionados”. Surgen así las dos concepciones de la propiedad intelectual que han prevalecido:

1)La teoría del derecho natural, según la cual las obras protegidas son el resultado del esfuerzo y del talento creativo de sus autores, que tienen un derecho natural sobre ellas, fundado en la razón.

2)La teoría utilitarista, que sostiene la utilidad del copyright para incentivar la creación artística y literaria, de forma paralela a la utilidad de las patentes para incentivar los descubrimientos técnicos (en esa dirección se situaba el Statute of Anne).

Quienes defendían la primera tesis proponían unos copyright perpetuos (por ser derechos naturales); los seguidores de la segunda propugnaban por dotar al copyright de un fundamento legal y estatutario, negando que las ideas pudieran ser objeto de propiedad como las cosas materiales. Así, han surgido las dos vertientes de protección de la propiedad intelectual:

1)El copyright, adoptado por E.U., Reino Unido y países del Common Law. Este sistema protege las creaciones con el fin de estimular la producción de nuevas obras en beneficio del interés general de la sociedad.

2)Los derechos de autor, sistema adoptado por los países pertenecientes a la Europa Continental y Latinoamérica. Este reconoce la propiedad intelectual como un derecho natural de la persona, que persigue beneficiar el esfuerzo del creador.

En Francia, con la Revolución Francesa, se adoptó la tesis del derecho natural de los autores sobre sus obras, como una propiedad especial; este modelo se extendió durante el siglo XIX por la mayor parte de la Europa continental, como se verá a continuación.

La Revolución Francesa y las patentes

Como afirmó Savignon (1990), el Siglo de las Luces (siglo XVIII) fue una época de gigantesco crecimiento de las ciencias de observación y experimentación. Arrastrados por el espíritu de la época, financieros y aristócratas, filósofos y prelados trabajaban con microscopios y retortas en entusiastas investigaciones de química, fisiología o electricidad. La expansión de los conocimientos experimentales y prácticos se convirtió en una evidencia aceptada universalmente.

Si bien en tiempos de Luis XIV la labor técnica era despreciada por la aristocracia, que la consideraba situada debajo de su nivel, y por los “burgueses gentilhombres”, que trataban de ocultar sus orígenes de clase trabajadora, posteriormente la labor manual se puso súbitamente de moda. Jean Jacques Roussseau quería que su alumno Emilio aprendiese carpintería; María Antonieta jugaba a las pastoras en Trianón, y el propio Luis XVI se dedicaba a la metalurgia.

El interés que el público culto del siglo XVIII mostró por la tecnología queda ilustrado de manera patente por la riqueza de la literatura sobre el tema. Cabe mencionar la enciclopedia de Diderot; D’Alambert dedica gran número de artículos y célebres ilustraciones a la tecnología, y en 1711 Réaumur comenzó a escribir una Descripción de las diversas artes y oficios.

Al final de la monarquía francesa, después del restablecimiento de la paz por el Tratado de Versalles en 1783, la firma del tratado de libre comercio entre Inglaterra y Francia, en 1786, redujo los aranceles aduaneros y provocó la aparición de numerosos productos ingleses en el mercado francés; los progresos de la mecanización en la industria textil, en la utilización de las máquinas de vapor y en la metalurgia llegaban casi todos de Inglaterra.

Pero ya en Francia, los privilegios se utilizaban no solo para estimular las industrias basadas en invenciones nacionales, sino también para introducir tecnologías de origen extranjero. El 14 de abril de 1778, por ejemplo, uno de los ministros de Luis XVI, Necker, dispuso que se otorgara a Boulton y Watt un privilegio de veinticinco años por su nueva “máquina de fuego”.

El sistema político francés, basado en la monarquía, impidió por largo tiempo que Francia dispusiera de un texto reglamentario del sistema de privilegios de invención, mientras que en Inglaterra se había aprobado en 1624 el célebre Estatuto de los Monopolios, para prohibir que el rey otorgase monopolios de explotación que no fueran para alguna forma de nueva manufactura en este reino, y por un plazo máximo de catorce años.

Aunque en teoría siguieran siendo un favor real gracioso, las patentes representaban, según todas las apariencias, un sistema universal que no suponía ningún examen de la calidad de la invención. Sin embargo, el sistema de patentes fue recibiendo gradualmente perfeccionamientos importantes. Desde 1711 se hizo habitual exigir una descripción de la invención, lo cual se volvió obligatorio a partir de 1734, al instaurarse la nulidad por incumplimiento de ese deber.

El número de las patentes concedidas por invenciones comenzó a aumentar rápidamente a partir de 1760, en consonancia con el desarrollo de lo que más adelante habría de llamarse revolución industrial. En Francia, los privilegios industriales exclusivos fueron uno de los diversos medios utilizados por Colbert4 para impulsar las innovaciones nacionales y atraer a Francia empresas extranjeras. A cambio de esto, Colbert impuso a los beneficiarios de los privilegios un detallado conjunto de reglamentaciones que regían las condiciones de trabajo y los métodos de fabricación. Esta concepción del privilegio como un mal necesario sobrevivió hasta bien entrado el siglo XVIII. El artículo de la Enciclopedia sobre “privilegios exclusivos”, escrito sin duda por Diderot, concluía con el siguiente deseo, expresado después de una severa crítica de la institución:

Los privilegios exclusivos de cualquier clase deberían limitarse únicamente a aquellas empresas que, por la naturaleza de su objeto y por su escala necesariamente grande, estén fuera del alcance de los simples individuos y que, sobre todo, sean productoras de artículos de lujo de los que no exista necesidad absoluta. (Diderot, 1751)

La Declaración del Rey (Déclaration du Roi) sobre los privilegios en materia de comercio (1762) fue dictada para tratar de imponer cierto orden en la explotación de los privilegios con fines de lucro. Se pueden destacar como puntos principales, en primer lugar, la limitación a quince años de la validez de los privilegios otorgados en su origen “indefinidamente y sin plazo”. En lo sucesivo, la cesión del privilegio en vida del beneficiario solo podría efectuarse previa autorización y a favor de sus descendientes directos, y la transferencia a los herederos quedaba sujeta a la comprobación de su capacidad para aplicar la invención. Por último, los privilegios cuyos beneficiarios hubieran omitido ejercerlos en el plazo de un año, o los hubieran ejercido con negligencia, quedarían revocados. Además, a fin de que dichos privilegios pudieran ser conocidos por todos los interesados, debía presentarse una copia del privilegio en el tribunal en cuya jurisdicción hubiera de aplicarse; se trataba todavía de un privilegio limitado muchas veces a una zona geográfica, sin el alcance nacional de las patentes modernas. Por otra parte, solía ser un privilegio otorgado a una empresa, destinado a favorecer una innovación industrial, más que a proteger una invención.

Le correspondía a la Academia de Ciencias la responsabilidad de examinar las solicitudes de privilegios cuando se le solicitara hacerlo, pero al parecer rechazó aproximadamente la mitad. Lo que más interesaba a los diferentes órganos era la viabilidad económica, mucho más que la novedad; de este modo, la solicitud podía ser rechazada si el examinador estimaba que el procedimiento era demasiado costoso.

La Asamblea Nacional había aprobado la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, del 20 al 24 de agosto de 1789, que proclamaba como derechos naturales e imprescriptibles la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. El derecho de propiedad ya se había mencionado en los edictos de 1777, en relación con el reconocimiento de los derechos de los autores, escultores y pintores sobre sus obras.

La Asociación Francesa de Inventores solicitó a la Comisión de Agricultura y Comercio de la Asamblea Nacional que se adoptara el sistema inglés. La Comisión designó al caballero Stanislas de Boufflers, diputado de la nobleza, para que redactara un informe que fue presentado el 30 de diciembre de 1790. En este se postulaba como principio el derecho de propiedad natural del hombre sobre sus ideas. Decía el informe:

Si existe en la humanidad alguna forma auténtica de propiedad, es la propiedad de los hombres sobre sus ideas; parece por lo menos situado por encima de cualquier ataque; es personal, es independiente y es condición previa de toda transacción, y no existe ningún árbol que crezca en los campos cuya propiedad sea tan incuestionable como la propiedad que tiene el hombre sobre las ideas que se forman en su mente. (Boufflers, 1790 citado en Savignon, 1990)

Fiel a la doctrina de El contrato social de Rousseau, Boufflers dice a continuación que nada puede impedir al inventor mantener oculto su secreto, “o fijar las condiciones en que consiente divulgarlo. Es libre en sus tratos con la sociedad, del mismo modo que la sociedad es libre en sus tratos con él” (1790). Surge así un segundo principio: el de la libertad contractual, mediante el cual se concierta entre el inventor y el Estado un pacto mutuamente provechoso. A cambo de su protección, la sociedad le pide al inventor que le dé un conocimiento minucioso del objeto cuya protección solicita (lo que no significa necesariamente la publicación de la descripción) y que pague determinados derechos.

La solución era imitar a los ingleses y adoptar su sistema de patentes como lo habían hecho los norteamericanos. En efecto, la primera ley sobre patentes de los E.U. acababa de ser firmada por George Washington el 10 de abril de 1790. El informe de Boufflers se convirtió en ley y fue promulgada por Luis XVI el 7 de enero de 1791.

El preámbulo y su artículo 1° expresan que “todo descubrimiento o nueva invención de cualquier clase de industria será de propiedad de su autor” (Francia, Ley del 7 de enero de 1791). Por consiguiente, la ley le asegura su pleno y completo goce, en la forma y durante el tiempo que se especificarán a continuación.

Fue el modelo francés el que sirvió como referencia para la mayor parte de las leyes de patentes del siglo XIX. Las otras características, típicamente nacionalistas de la ley de 1791 fueron moderadas a lo largo de los años, pero sin desaparecer por completo hasta la adopción del Convenio de París para la Protección de la Propiedad Industrial, en 1883.

En el siglo XIX comenzaron a crearse sociedades que agrupaban a los autores para la defensa de sus intereses. En 1777 se fundó la Société de Auteurs et Compositeurs Dramatiques (SACD), que aún existe. A esta siguió la Société de Gens de Lettres (SGDL), fundada por Víctor Hugo, Balzac, Dumas y otros, en 1838. En 1850, unos doscientos autores crearon en Francia la Société des Auteurs, Compositeurs et Éditeurs de Musique (SACEM), primera entidad de gestión colectiva de derechos de autor, en sentido moderno. Protege y gestiona derechos sobre obras musicales, y en la actualidad tiene más de cien mil socios en todo el mundo. La legislación francesa, al ofrecer un modelo que fue vastamente imitado en muchos países, desempeñó un papel importante al preparar el advenimiento de esa dimensión internacional.

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