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EL ORANTE

Jesús se retiró al monte para orar

y pasó la noche orando a Dios (Lc 6,12).


¿Dónde había aprendido a orar? Conocía las oraciones de su pueblo: el Qaddish, que se rezaba en la sinagoga, le dejó huella y, al enseñar a los suyos a dirigirse al Padre, recurrió a su lenguaje: «Magnificado y santificado sea el gran nombre de Dios en todo el mundo que él ha creado de conformidad con su voluntad. Que él establezca su reino durante los días de tu vida y durante la vida de toda la casa de Israel, rápidamente, sí, pronto. Amén».

También rezaba el Shemá: «Escucha, Israel [...] amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón...», y cuando un escriba vino a preguntarle sobre el mandamiento más importante, su única respuesta fue repetirle esas palabras (Lc 10,27).

A otra oración de su tiempo se atrevió a darle la vuelta usando la fórmula ritual de bendición: «Te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra...» (Mt 11,25), pero el contenido que le dio era ajeno al sentir religioso de su tiempo: los merecedores de bendición no eran los puros de raza, sanos, varones y cumplidores de la Ley.

El Dios a quien él decía conocer escondía sus secretos a los que se consideraban superiores y se los revelaba a los pequeños, los ignorantes, los carentes de significación (Lc 10,21). Afirmaba que la locura de Dios es más poderosa que los cálculos y saberes humanos y bendecía a Dios por esta elección, por este revelarse allí donde nadie le esperaba. Ningún judío piadoso habría hablado así.

¿Era él «piadoso»? De lo que tenemos constancia es de que su modo de orar, solo y en lugares apartados, resultó extraño a su alrededor, y lo consignaron como un rasgo llamativo: «De madrugada, antes del amanecer, se levantó, se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar» (Mc 1,35); «después de despedir a la gente se fue a un monte a orar» (Mc 6,45); «se apartó de los suyos como un tiro de piedra, se arrodilló y oraba» (Lc 22,39).

En esos encuentros contactaba con el eje transversal que recorría su vida entera, el manantial secreto que la fecundaba, la roca que le daba consistencia. Y luego, cada circunstancia, situación o relación en medio de su vida ordinaria se convertía para él en una ocasión de contacto, recuerdo, súplica, alabanza o acción de gracias.

En la noche en que iban a entregarle no fue al huerto a meditar, ni a hacer silencio, ni a encontrarse a sí mismo: acudió a la oración para dirigirse a Otro que tenía nombre desde la certeza de su presencia. Al experimentar con angustia su impotencia y su miedo sabía que su única salida era la de confiarse perdidamente en las manos de Aquel que seguía siendo su Pastor y su Guardián (Mc 14,36).


MARCAS DE PRESENCIA


En los Salmos


El lenguaje de los salmos formó parte de su tejido relacional y pudo hacer suyas muchas de sus experiencias:


La confianza


El Señor es tu guardián, el Señor es tu sombra, está a tu derecha.

De día el sol no te hará daño ni la luna de noche (Sal 121,5-6).


Cuando en lo oculto me iba formando

y entretejiendo en lo profundo de la tierra,

tus ojos veían mi embrión... (Sal 139,15-16).


Fuiste tú quien me sacó del vientre,

me tenías confiado en los pechos de mi madre,

desde el seno pasé a tus manos,

desde el vientre materno tú eres mi Dios (Sal 22,11).


Aunque camine por cañadas oscuras,

nada temo, porque tú vas conmigo,

tu vara y tu cayado me sosiegan (Sal 23,4).


En tus manos pongo mi aliento,

tú velas por mi vida en peligro.

Mis azares están en tu mano (Sal 31,6.11).


Las súplicas y deseos


Atiende y respóndeme, Señor, Dios mío,

sigue dando luz a mis ojos,

que no me duerma en la muerte... (Sal 13,4).


Indícame tus caminos, Señor;

enséñame tus senderos;

tú eres mi Dios y salvador, en ti espero siempre (Sal 25,4).


Su saber sobre Dios


Los sacrificios y las ofrendas no los quieres

y, en cambio, me abriste el oído;

entonces yo dije: «Aquí estoy,

vengo con el pergamino del libro escrito para mí».

Cumplir tu voluntad.

Dios mío, lo quiero, tu Ley en mis entrañas (Sal 40,7-9).


Él libra al pobre que pide auxilio, al afligido al que nadie protege;

él se apiada del pobre y del indigente, y salva la vida de los pobres;

él rescata sus vidas de la opresión,

su sangre es preciosa a sus ojos (Sal 72,12-14).


Tú, Señor, Dios compasivo y piadoso, paciente,

misericordioso y fiel... (Sal 86,15).


Como un padre es tierno con sus hijos,

el Señor es tierno con sus fieles;

porque él conoce nuestra masa,

se acuerda de que somos barro (Sal 103,13).


Sus quejas y sufrimientos


Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonas?

No te alcanzan mis clamores ni el rugido de mis palabras;

Dios mío, de día te grito y no respondes;

de noche, y no me haces caso (Sal 22,2-3).


Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba

y que compartía mi pan,

es el primero en traicionarme (Sal 41,10).


Tengo las espaldas ardiendo,

no hay parte ilesa en mi carne,

siento palpitar mi corazón,

me abandonan las fuerzas

y me falta hasta la luz de los ojos.

Mis amigos, mis compañeros, mis parientes,

se mantienen a distancia (Sal 38,10-13).


Respóndeme enseguida, Señor,

que me falta el aliento (Sal 143,4).


Su agradecimiento y su júbilo


Dios mío, me siento animoso;

voy a cantar y tañer para ti, gloria mía:

despertad, cítara y arpa, despertaré a la aurora (Sal 108,2-3).


Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo;

dichosos los que encuentran en ti su fuerza

y la esperanza de su corazón (Sal 84,3.5).


Yo siempre estaré contigo,

tú agarras mi mano derecha,

me guías según tus planes,

me llevas a un destino glorioso (Sal 73,23).


Tus preceptos son mi herencia perpetua,

la alegría de mi corazón.

Me alegro con tu promesa,

como el que encuentra un rico botín (Sal 119,111.162).


Al despertar me saciaré de tu semblante (Sal 17,5).


En los Padres de la Iglesia


El Señor nos enseñó a orar no solo con sus palabras, sino también con sus obras, ya que él mismo oraba y suplicaba con frecuencia, mostrándonos con su ejemplo lo que nos conviene hacer, como está escrito: «Pero él se retiraba a lugares solitarios, donde oraba» (Mc 6,46); y también: «Se fue al monte a orar y se pasó la noche orando a Dios» (Lc 6,12). Por tanto, si el que no tenía pecado oraba, ¡cuánto más necesitan orar los pecadores! Y si él, velando toda la noche, oraba sin interrupción, ¡cuánto más deberemos velar nosotros, permaneciendo en oración! (San Cipriano, Sobre la oración dominical 29).


En la poesía


Dice un poeta que nombrar no basta, y eso que dar nombre a las cosas del mundo fue la primera tarea de Adán. Dice que, desnudo, todo el cuerpo es rostro, que durante el tiempo de la vida buscamos lo alto, pero que morimos transformados en raíces, que hay sombras que no parecen sombras y que lo derramado –el vino, la nieve, las lágrimas– siempre se seca. Que la noche es un libro abierto y que llueve por primera vez cuando la lluvia cae por vez primera sobre la tumba de tu padre. Dice un poeta argentino que la vida se hunde en la carne como una botella vacía en el estanque que la va llenando. Dice Hugo Mujica que en la noche –en su silencio de cristal vibrante, añado yo– están Dios y su latido.


INVITACIONES


• Un lugar adonde asomarse –y, si se es valiente, adonde descender agarrándose a una cuerda– es al pozo de silencio de Jesús. Trata de hacer silencio escuchando su silencio, recogiendo aquellas zonas profundas y secretas que su silencio custodia y ofrece.

• Una dinámica para realizar en pareja: recitarse el uno al otro el Padrenuestro, muy despacio, buscando adoptar alternativamente los roles de quien pide todo y de Aquel a quien todo se le pide. Intenta sentir cómo siente Dios nuestra necesidad de pan, de perdón, de confianza.

• Ya que Jesús destacó por sus dotes de ornitólogo y de botánico, estaría bien frecuentar los templos de los pájaros y de los lirios. En familia, en comunidad, en solitario: busca lugares cotidianos donde rezar desde la cercanía de estos maestros de oración de los que Jesús aprende a contemplar y a celebrar el misterio de la vida.

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