Читать книгу El Círculo Dorado - Fernando S. Osório - Страница 10

Оглавление

A las cinco en punto estaban todos en el lugar de la cita. Bueno, para ser exactos, todos menos uno, ya que Borja llegó diez minutos tarde. Antes de que abriese la boca para disculparse y contarles alguna de sus historias, Diego se adelantó a sus palabras:

–Ya lo sabemos Borja. Tu libro dice que «las prisas son veneno y que un buen jinete se toma la vida con calma». Pero que conste que la próxima vez que te retrases no te esperaremos; a ver si aprendes de una vez a ser puntual.

–Bueno, bueno, vosotros mismos. Encima que os doy buenos consejos...

Mercedes y Elisa se abstuvieron de intervenir en lo que, conociendo la retórica de Borja, podía convertirse en una discusión interminable y tomaron la iniciativa subiéndose en sus bicis y comenzando a pedalear sin mirar atrás, ansiosas por llegar a su destino y poder empezar la reunión. Como era de esperar, el resto del grupo se les unió de inmediato y al igual que un pequeño pelotón ciclista, abandonaron el pueblo en dirección a la Cueva de la Calavera.

El paseo fue muy tranquilo. En las tardes de verano era difícil encontrar a nadie por aquellos parajes. El calor apretaba y la gente prefería, o bien quedarse en casa con el aire acondicionado a toda mecha, o ir a remojarse a la piscina municipal.

A un kilómetro aproximadamente de la cueva, y al igual que hacían siempre por motivos de seguridad, pusieron en marcha la maniobra de aproximación a su escondite, que consistía en desviarse de la carretera siguiendo un pequeño camino que transcurría pegado al sombrío cauce del río. Aquella era una ruta muy bonita pues los árboles, no solo traían algo de frescor, sino que con la luz de la tarde creaban un hermoso juego de claros y sombras por el que resultaba muy agradable transitar.

Cuando divisaron las rocas bajo las cuales se ocultaba su guarida secreta se bajaron de las bicis deteniéndose en silencio unos instantes con el objeto de detectar cualquier ruido o señal que delatase la presencia de extraños. Era una medida de seguridad obligatoria que cada miembro del grupo debía realizar cuando se acercaba a su escondite.

Tras comprobar que estaban solos escondieron las bicis tras unos matorrales al pie de la ladera que conducía a su destino. Allí quedaban ocultas a la perfección, siendo prácticamente imposible identificarlas por cualquier excursionista o curioso que transitase por la zona.

A continuación, los seis miembros del Círculo comenzaron a ascender por el peñasco siguiendo el camino camuflado de vegetación que llevaba a la cueva. Lo hacían en fila india puesto que la senda era estrecha y tenían que ir con cuidado de no tropezar.

Cuando estaban justo encima de su objetivo, Diego y J.R. quitaron las ramas que ocultaban la entrada y, tras retirar el tablón de madera, la pandilla al completo fue poco a poco deslizándose hasta el interior siendo recibidos por un placentero frescor que, como siempre sucedía en aquella época del año, los protegía de los rigores del verano.

La luz se filtraba bien hasta el interior por lo que no tuvieron que encender las lámparas de gas que reservaban para las tardes de invierno y procedieran inmediatamente a ocupar el lugar que cada uno tenía reservado en su particular mesa redonda.

En cada uno de los sitios Borja había ido grabando el nombre de los miembros del Círculo así como el símbolo que los representaba. Desde el centro de la mesa la calavera los observaba con ojos vacíos, satisfecha tal vez de que alguien la acompañase en su eterna soledad.

–Uno de los objetivos principales del Círculo Dorado es luchar contra aquellos que maltratan a los caballos, aunque de vez en cuando, como es el caso de esta tarde, tenemos que encargarnos de otros asuntos –comenzó Diego, solemne tras dar un buen trago a uno de los refrescos que habían comprado a la salida del pueblo. El eco de la cueva daba a su voz un aire serio y ceremonial que contribuía en gran manera a crear el ambiente de misterio que todos buscaban.

–Este ha visto demasiadas películas –murmuró Borja a Juan Ramón, que no pudo reprimir una carcajada.

–¡Shhh! –lo silenciaron al instante el resto de participantes. Aquella era una reunión muy importante y en la medida de lo posible, aunque raramente sucedía, había que mantener la seriedad.

J.R. se disculpó y volvió a prestar atención a las palabras del orador que en aquellos momentos le miraba con cara de pocos amigos.

–Vaaale, iré al grano –concedió Diego, resignado, dejando de lado la introducción que había preparado para ponerse en situación–. Como dijo ayer Mercedes, antes de acercarnos a la Torre del Cuervo deberíamos repasar lo que realmente se conoce de ese sitio. A lo largo de los años se han contado tantas trolas que ya no se sabe a ciencia cierta lo que es verdad o mentira.

–Tienes razón –intervino Elisa–, yo podría contar un montón de historias que os pondrían los pelos de punta.

–¡Y yo ni te digo! –exclamó J.R., moviendo una mano expresivamente–. No dormí yo pocas noches cuando era pequeño con la luz encendida por culpa de ese sitio.

–Tú y todos –dijo Sandra sonriendo ante la sinceridad de su amigo–; es más, posiblemente fuese esa la causa de que me acabase aficionando a las «pelis» de miedo.

–¿Puedes hacernos un resumen de lo que sabes? –preguntó Elisa, ansiosa por ir al meollo de la cuestión–. Seguro que tu información es la mejor que podemos encontrar.

–¡Gracias, Eli! –dijo Sandra levantando su bote de refresco a modo de brindis–. He estado consultando todo lo que tengo en casa y he hecho un pequeño resumen. –La chica sacó un par de cuartillas escritas por las dos caras.

–¡Fiuuuuu! –silbó Borja con auténtica admiración–. ¡Qué tía!, eso no lo hago yo ni para el colegio. Y mucho menos para estos «pringaos» –añadió provocador recibiendo, como era de esperar, una lluvia de papeles, patatitas, gominolas y demás improvisados proyectiles.

Tras el guirigay de rigor, la historia que expuso Sandra fue la siguiente:

–En el siglo XVI la Torre del Cuervo había sido construida con un doble propósito. Por un lado, gracias a su valor estratégico, poder servir como reducto defensivo en el que guarecerse en caso de un ataque enemigo. Por otro, un tanto más desagradable, albergar en sus sótanos una cárcel en la que se torturaría y ejecutaría a los presos más peligrosos.

»Con el tiempo, la fama del lugar llegó a oídos de la Inquisición que, encantada por su recóndita ubicación, decidió recluir allí a todo un Ejército de brujas, hechiceros y endemoniados que acabarían muriendo entre sus muros.

»La noche del 21 de octubre de 1572 sucedió algo que cambiaría para siempre el destino del paraje. Sin un solo ruido, señal o testigo y sin que nadie en el pueblo detectase el mínimo indicio de combate o cualquier otro tipo de ataque enemigo, los habitantes del castillo fueron asesinados y horriblemente mutilados. No hubo un solo superviviente.

»En los meses siguientes, y por mucho que se investigó el suceso (el mismo rey desplazó hasta el lugar a sus mejores hombres), no se pudo averiguar nada, lo que propició que las gentes del lugar comenzaran a contar historias de encantamientos, maldiciones y narraciones sobre seres diabólicos que habían venido del otro mundo a vengar la muerte de las brujas y de los hechiceros que habían dado la vida por ellos.

»Harto de tanta habladuría y de no encontrar explicación a lo sucedido, el rey acabó mandando derruir el castillo, prohibiendo que nadie volviese jamás a difundir o hablar de tan extraños acontecimientos. Ni que decir tiene que a pesar de las órdenes reales el pueblo jamás olvidó, engordando con el paso de los años los relatos y las leyendas que se fueron transmitiendo de generación en generación.

»Actualmente, el lugar, salvo por el Ejército de cuervos que habita la única torre que aún queda en pie (y de los que heredó su nombre), sigue abandonado a su soledad, siendo prudentemente evitado por todos los habitantes de la zona (incluso por los que niegan públicamente creer en tales «paparruchadas»).

»Y esa es más o menos la historia auténtica –concluyó Sandra dando un largo sorbo a su refresco–, las leyendas se han encargado del resto.

–Muchas gracias, Sandra, la verdad es que has hecho los deberes –intervino Diego, iniciando un aplauso que fue inmediatamente secundado por el resto–. Lo que está claro es que, leyendas o no, allí está pasando algo desde hace tiempo. Y si no que se lo pregunten a los testigos que lo han visto.

–«El Emilio», sin ir más lejos –exclamó la voz guasona de Mercedes, que fue contestada de inmediato por una gran carcajada de todo el grupo, menos de Diego que parecía ligeramente picado.

–¿Vamos a tomarnos esto en serio o no? –dijo tratando de imponerse al cachondeo general.

–Perdón –contestó Mer recurriendo a sus dotes de actriz y haciendo una mueca tan simpática que zanjó la disputa de inmediato.

–Bien, por alguna extraña razón la Policía pasa de todo –continuó el chaval–, y no sé a vosotros pero a mí todo esto me huele muy mal.

–Pues yo no he sido –dijo Borja en voz alta, y esta vez todos, Diego incluido, no pudieron evitar las risas.

–Venga tíos –intervino Juan secándose las lágrimas–, que a este paso nos van a dar las uvas.

–Tienes razón, Juan –continuó Diego intentando recuperar la seriedad perdida–. La conclusión de todo esto, antes de que alguien vuelva a decir alguna chorrada, es que la cosa no tiene buena pinta. Se necesita una investigación como Dios manda y como parece que nadie quiere hacerlo… –El niño hizo una pausa para que las palabras llegaran a su expectante audiencia con el mayor impacto posible–. ¡Lo haremos nosotros!

Ni que decir tiene que sus palabras fueron recibidas por el grupo entre fuertes aplausos, gritos, silbidos e incluso lanzamiento de objetos por parte de Borja y J.R. El Círculo iba a entrar en acción y todos se veían viviendo la aventura de su vida.

–Una cosa –intervino Mer haciéndose oír por encima de la algarabía reinante–. Estamos de vacaciones, tenemos ganas de emociones fuertes y es verdad que hace tiempo que no nos metemos en problemas. Todo eso está muy bien y yo soy la primera que tiene ganas de un poco de marcha.

–¡Pues yo ni te cuento! –interrumpió Sandra que no cabía en sí de gozo.

–Ahora bien –continuó Mercedes–, me gustaría dejar claro que este asunto es más serio de lo que parece y que no deberíamos tomárnoslo tan a la ligera.

–¿A qué te refieres? –preguntó J.R. abriendo una bolsa de patatas.

–Me refiero a que no tenemos ni idea de lo que pasa realmente allá arriba –Mer hablaba con una seriedad que logró captar de inmediato la atención de sus compañeros–. No creo ni en brujas ni fantasmas pero tengo que reconocer que todo esto me da un mal rollo que no veas.

–No eres la única –reconoció Elisa, a quien empezaban a pasársele los efectos de la euforia inicial.

–Siento aguaros la fiesta –prosiguió Mercedes–, pero creo que antes de seguir adelante es muy importante pensarlo bien y no lanzarnos a esta aventura como si fuera una de nuestras antiguas travesuras. Esta vez mi instinto, y sabéis que raramente me falla, me dice que en toda esta historia podría haber un peligro real ¿lo entendéis? –La cara con la que los miembros de la pandilla recibieron sus palabras dejó bien claro que todos la habían comprendido a la perfección.

–De acuerdo –intervino Sandra–. Queda claro que no podemos improvisar y que necesitamos un buen plan de ataque, ¿alguna idea?

–Yo tengo una –dijo Diego, cuya cabeza no había parado de dar vueltas desde la noche anterior. Y es que aunque en el Círculo no hubiese un jefe o un líder oficial todos miraban a Diego a la hora de ponerse manos a la obra. El chiquillo nunca los había defraudado como organizador y él en su interior se sentía orgulloso por el papel que se le había asignado.

–¡Qué rapidez! –dijo Borja asombrado–. No, si tanto pensar no puede ser bueno…

–Que tú no sepas utilizar la cabeza no quiere decir que los demás no puedan hacerlo –dijo Elisa dispuesta a caldear un poco el ambiente.

–Ya –contestó Borja–, supongo que tú lo haces bastante bien. Lo cierto es que para tenerla hueca no se te nota demasiado…

–Mi idea es la siguiente –cortó Diego antes de que la discusión los distrajese a todos de nuevo–. Mañana es el día de descanso en Los Alazanes, lo que podríamos aprovechar para salir a hacer una pequeña excursión a caballo –y al decir la palabra excursión el niño guiñó un ojo cómplice a sus compañeros.

–¡Eso es! –intervino Mer, que ya intuía por dónde iba su amigo–. No es la primera vez que aprovechamos el día libre para ir de paseo, así que a nadie tiene que extrañarle que mañana lo hagamos.

–Y aunque en casa tengamos que decir una pequeña mentirijilla, nuestro verdadero destino está más que claro

–añadió Sandra frotándose las manos.

–Una cosa –interrumpió J.R. antes de que los ánimos volviesen a dispararse–, creo que hay un pequeño problema.

–¿Cuál es? –preguntó Diego extrañado.

–Que nosotros podemos llevar tranquilamente nuestros caballos pero si Mer y tú vais a montar a Duende y a Lluvia necesitaréis pedir permiso. Mañana es el día de descanso en Los Alazanes, solo trabajan los mozos de guardia y sin que uno de los profesores dé la autorización no dejarán que salgáis con los caballos del club.

–Y ya tendríamos que haberla solicitado –intervino Mercedes sin poder evitar un tono de decepción–. Cuando nos marchemos de aquí ya no pillaremos a nadie.

–Tranquilos –dijo Diego con una sonrisa de oreja a oreja–, ya había pensado en eso. Esta mañana le pedí permiso a nuestro profe de Doma y me dijo que no había ningún inconveniente, siempre y cuando no hagamos el tonto y regresemos a una hora decente.

Sobra decir que las palabras de Diego fueron recibidas con una nueva y aún más escandalosa demostración de alegría que la anterior. El primer inconveniente quedaba resuelto.

El Círculo Dorado

Подняться наверх