Читать книгу El Círculo Dorado - Fernando S. Osório - Страница 7

Оглавление

II. La Torre del Cuervo

–¡Vaya caña que me dieron hoy en clase! –comentó Borja recostándose sobre Albán, su querido y veterano caballo–. Esto no puede ser bueno. Creo que me equivoqué de deporte.

–Por supuesto –le replicó Elisa, siempre dispuesta a caldear un poco el ambiente en aquella relación de amor-odio que constantemente mantenía con su amigo–. Lo tuyo era el ajedrez: cómodamente sentado y teniendo solo que mover una mano.

El resto de la pandilla recibió con una carcajada la ocurrencia.

–Además –prosiguió Elisa envalentonada–, estoy segura de que en ese famoso método que quieres patentar explicas la manera de ser un gran jinete entrenando un día y descansando seis.

Y es que Borja (siempre según sus palabras, ya que nadie lo había visto jamás) llevaba años redactando un «manual del perfecto jinete» (o del perfecto vago como a menudo se burlaban sus amigos) en el que, según su autor, se veía la hípica desde un punto de vista «diferente».

Cualquier ataque a su libro era tomado por el chaval como algo personal.

–¡Eh! –replicó Borja reincorporándose de inmediato haciendo que Albán diese un respingo–. A mi método ni lo menciones. Algún día me decidiré a publicarlo y seré millonario.

–Ya, y si tantos millones te va a dar tu maravilloso libro, ¿por qué no lo publicas ahora?

–¿Ahora?... ¡Imposible!, el mundo no está aún preparado para mis teorías –contestó Borja volviendo a recostarse sobre su caballo–. Lo siento mucho pero tendréis que esperar un poco más.

–Mejor –concluyó su contrincante–, no vaya a ser que muramos de un ataque de risa.

–Oye una cosa, niña –replicó Borja levantándose por segunda vez de su posición–. En primer lugar, tengo serias dudas sobre si las mujeres estáis capacitadas para entender mi método. Tú mucho menos, por supuesto –los chistes machistas eran siempre un arma infalible, pues Elisa los aborrecía y Borja sabía sacar partida de ello a la perfección. Ni que decir tiene que el chico no pensaba realmente de aquella manera y, al igual que el resto de sus amigos, creía y defendía la igualdad en todos los aspectos entre hombres y mujeres, pero era un bromista absoluto y cuando guerreaba con su pelirroja rival cualquier argumento valía con tal de dar en el blanco.

–Y, en segundo lugar –prosiguió el chaval–, cuando sea superventas y me llueva el dinero vendrás a pedirme perdón de rodillas a mi lujosa mansión. Pero, ¡oh sorpresa!, mi mayordomo tendrá la orden de echarte de una buena patada en el culo.

–¿Ah, sí? ¿Sabes dónde puedes meterte tus millones, tu mayordomo y tu mansión?

–¡Chicos!, haya paz –cortó Mercedes, conciliadora, antes de que la cosa fuese a mayores–, que siempre empezáis en broma y acabáis como el perro y el gato.

–Una cosa –atajó Diego, que sabía como nadie distraer la atención para cortar tensiones–, ahora que estamos todos juntos quería aprovechar para comentaros algo: ¿os ha llegado algún rumor últimamente sobre la Torre del Cuervo?

–¿La Torre del Cuervo? –preguntó J.R. extrañado–. Ahí no vive nadie desde hace un montón de siglos, ¿a qué te refieres?

–A cosas –respondió Diego enigmático–, cosas muy malas.

–¿Qué pasa con la torre? –Sandra, que hasta ese momento iba la última del grupo, hizo trotar a su caballo para situarse en cabeza al lado de Diego. Aquel tipo de historias le encantaban y parecía tener un radar que las detectaba en cuanto alguien las sacaba a colación.

–No sé si decíroslo –respondió Diego haciéndose de rogar–, es algo bastante fuerte.

–Venga, Diego –intervino Mer–, no te hagas el interesante que todos sabemos que vas a contárnoslo.

–Está bien, listilla –asintió Diego con fingida seriedad–. Pero si después de escucharlo no os atrevéis a apagar la luz durante una buena temporada, no vengáis con reclamaciones. Vosotros lo habéis querido.

–Vale, «papi» –dijo Mer–, ya nos has avisado y estamos muertos de miedo. Ahora, ¿querrías por favor decirnos de una vez qué narices está pasando?

El chaval no respondió de inmediato. Dejó transcurrir unos instantes para aumentar la intriga y a continuación hizo detenerse a Duende para que sus amigos lo rodeasen y pudiesen escuchar bien la historia que tenía que contarles.

El camino por el que circulaban estaba cerrado al tráfico, lo cual les permitía descuidar las precauciones de seguridad, aunque en circunstancias normales todos eran conscientes de que había que respetarlas cuando se sale de paseo.

–Hace tres días estaba en la cama y no podía dormir, por lo que me levanté para ir a beber un vaso de agua –arrancó al fin el niño–. Mi padre y mi abuela estaban hablando en la cocina y por su tono de voz deduje que era sobre algo que no querían que oyera.

–Toda una provocación ¿no? –dijo Sandra sonriendo.

–Efectivamente –contestó Diego guiñando un ojo a su amiga.

–En fin, que aplicando mis técnicas «ninja», me acerqué sin hacer ruido hasta un lugar en el que podía escuchar la conversación sin ser visto –Diego respiró hondo como tomando fuerzas para continuar–. Después de unos minutos empecé a arrepentirme de lo que había hecho ya que supe que no iba a poder pegar ojo en toda la noche.

–Diego, por favor, corta el rollo y vete al grano. Estoy empezando a ponerme nerviosa –dijo Mer que de repente había recuperado sin darse cuenta su antiguo vicio de morderse las uñas.

–Tranquila, impaciente. Las buenas historias siempre llevan su tiempo y hay que contarlas como es debido –Mercedes lo miró con cara de pocos amigos y el chaval decidió no forzar su suerte–. En fin, lo que pude oír es que la torre vuelve a ser noticia porque parece ser que desde hace unas semanas se han visto luces en su interior.

–¿Se han visto luces? –interrumpió Borja, que escuchaba con un cierto escepticismo sin saber aún si su mejor amigo hablaba en serio–. ¿Quién las ha visto?

–Mi tía de Albacete, ¡no te joroba! –respondió Diego un tanto quemado con tanta interrupción–. ¡Pues vecinos de la zona, quién va a ser!

–Pero cómo, cuándo, o sea… –preguntó Juan con los ojos muy abiertos viendo como las palabras parecían atragantarse en su garganta sin poder salir de manera coherente–, quiero decir… y ¿qué hicieron?

–Denunciarlo a la Guardia Civil.

–¿Y? –lo apremió Juan impaciente.

–Pues que allí pasaron del tema un montón. O sea que un poco más y se ríen de ellos a la cara. Ya sabéis que este tipo de historias no tienen muy buena fama pues la mayoría de las veces son movidas falsas que se inventa la gente para salir en la tele o en los periódicos.

–Seguro que la CIA está detrás de esto –intervino Borja muy serio y con total convencimiento–, como si lo viese.

–Vale Borja, no flipes que la historia no va por ahí –lo cortó Diego a duras penas aguantando la risa. Conocía a la perfección la mente calenturienta de su amigo y sabía que si se le daba pie era capaz de crear en segundos una trama de espionaje internacional donde posiblemente no había más que una anécdota sin importancia y perfectamente explicable–. Bueno, la cosa es que después de varios avistamientos…

–¿Varios avistamientos? –ahora fue Elisa la que interrumpió–, o sea, que ha pasado más de una vez.

–Tú lo has dicho Eli, por lo que se ve unas cuantas

veces –contestó Diego con aires de importancia y muy satisfecho de ser el portador de aquella exclusiva que parecía despertar tanto interés–. Pues bien, un grupo de vecinos, hartos de tantos rumores, lucecitas misteriosas y cuentos de brujas, decidieron formar una especie de patrulla e ir a comprobar personalmente lo que estaba pasando. Así que esperaron una noche sin luna, pillaron el todoterreno del Emilio y se plantaron en la torre.

–Diego, por favor, no seas paleto –intervino Mer–, se dice Emilio a secas. No «el Emilio».

–¡¡¡¿Podré acabar de contar la maldita historia?!!! –gritó Diego fuera de sí, ya que si había algo que le reventaba era que lo interrumpiesen constantemente en medio de un relato.

–Perdón –se disculpó Mercedes aguantando a duras penas la risa–. Sigue, por favor.

–Está bien –Diego hizo una pequeña pausa para recrear la tensión perdida y continuó con la narración–. Como no querían arriesgarse demasiado, no entraron directamente en la torre sino que decidieron ocultarse y observar de lejos durante un rato para asegurarse de que no había peligro. Hasta las once y media de la noche todo fue perfectamente: ni un sonido, ni un movimiento, ni por supuesto, ninguna de aquellas luces misteriosas hasta que…

–Hasta que, ¡¿qué?! –apremió J.R. al que tanta intriga le estaba empezando a crear una extraña sensación en el estómago.

–Hasta que a las once y media todo cambió... –contestó Diego para, a continuación y dejando que en un gesto teatral su vista se perdiese en algún punto indeterminado del bello paisaje, volver a quedar en silencio. Un grito unánime de impaciencia lo devolvió a la realidad:

–¡Sigue, por favor! –gritaron todos a coro. Diego había conseguido su objetivo: lograr intrigar a su auditorio y que deseasen impacientes escuchar el final de la historia.

–Está bien –continuó el niño tomándose su tiempo y vengándose de esta manera por las continuas interrupciones que había sufrido–. Como os decía, a las once y media aproximadamente, unas misteriosas luces comenzaron a alumbrar el interior de la torre. Según dijeron no eran muy grandes y tan pronto quedaban quietas como se movían de un lado a otro. Muy extraño. Lo cierto es que los miembros de la «patrulla» no sabían qué hacer: correr a la Policía o acudir a investigar ellos mismos.

–¿Investigar ellos mismos? –intervino Mercedes–. ¡Eso es tener narices!, sí señor. Si me pasa a mí no paro de correr hasta llegar a Australia.

–Ya te digo –corroboró Borja mirando a su amiga de manera burlona–. Aunque dudo mucho de que pudieses correr hasta Australia ya que, por si no lo sabes, es una isla. En todo caso nadarías ¡so burra! –añadió el niño vengándose de esa manera por la corrección gramatical que hacía tan solo unos instantes Mercedes le había hecho a su amigo. Diego era su colega y ahí estaba él para ayudarlo siempre que lo necesitase.

–Gracias, Borja –respondió Mer bajando humildemente la cabeza–, me encanta recibir lecciones de Geografía de alguien que no tiene claro ni dónde está Francia.

–¿Os interesa el final de la historia o preferís quedaros con la intriga? –preguntó Diego alzando la voz al ver que su protagonismo de intrépido investigador amenazaba con esfumarse de nuevo.

–Sigue, Diego –le dijo Borja mirando a Mercedes desafiante–, solo intentaba poner a «esta» en su sitio.

–Lo sé. Gracias, colega –contestó Diego con una sonrisa–. Pues bien, como os decía, había dos opciones: ir a la Policía o investigarlo ellos mismos.

–Y lo que hicieron fue… –apremió J.R., que quería llegar cuanto antes al fondo de aquella extraña historia.

–Bueno, Juan, aunque parezca increíble se decidieron por lo segundo.

–¡Alucino! –dijo Juan realmente admirado.

–Pues sí, por lo que escuché tenían miedo de que las luces ya no estuviesen cuando regresasen con la Guardia Civil así que, con un par de narices, «el Emilio» y sus amigos

–Diego miró a Mer desafiándola a que volviese a corregirle, pero esta vez su amiga no dijo ni mu– salieron del coche sigilosamente y caminaron hasta la torre. Pero cuando tan solo les separaban unos cincuenta metros de su objetivo… sucedió.

–¿Qué sucedió? –preguntó Elisa con los ojos muy abiertos.

–Sucedió que escucharon un alarido que pondría los pelos de punta al más valiente. Según explicaron más tarde en comisaría era un grito horrible, algo que en su vida habían oído y que estaban convencidos de que no era humano.

–Mi madre –intervino Sandra–, es como una peli de terror.

–Lo sé –asintió Diego–. Como es lógico, después de oír aquello se piraron a toda mecha y no pararon hasta llegar al pueblo.

El niño terminó su relato y miró a su alrededor para observar qué efecto habían causado sus palabras. El éxito de la narración no podía haber sido mayor ya que cinco caras lo miraban embobadas con una mezcla en sus rostros de asombro y una pizca de miedo.

Al final fue Mercedes la que rompió el silencio:

–¿No te estarás quedando con nosotros, verdad? –fue lo único que se le ocurrió. Diego la miró indignado. Los asuntos del Círculo eran sagrados y jamás bromearía con una historia semejante. Mer se dio cuenta al instante de su error.

–Perdona Diego, es que he quedado tan alucinada que no supe qué decir.

–Yo si sé qué decir –dijo rápidamente Sandra con la emoción pintada en sus pupilas–, este es el caso que hemos esperado desde que nos conocemos, o sea «la gran aventura», o sea nuestra oportunidad, o sea, ¿cuándo vamos?

–¿Cómo que cuándo vamos? –atajó rápidamente J.R. al que todo aquello de castillos solitarios, excursiones nocturnas y gritos desgarradores no le convencía en exceso–. Primero habrá que investigar un poco, comprobar si todo esto es realmente cierto, organizar un buen plan, etc. etc. ¡La seguridad ante todo!

–Hombre J.R., no me digas que tienes miedo –lo provocó Borja que no dejaba pasar una. Pero la voz de Elisa le cortó casi de inmediato:

–Habló el valiente. ¿Cómo te atreves a meterte con Juan si tú aún estás pálido de terror?

–¿Terror yo?, pues será de pensar que aún tengo que aguantarte en el camino de vuelta, porque por otra cosa...

–Escuchad –cortó Diego–, Sandra tiene razón. Es verdad que toda este rollo de la torre es la aventura que estábamos esperando y que, por supuesto, no podemos dejarla pasar pero...

–No me gusta ese «pero» –interrumpió Sandra impaciente.

–Pero por otro lado J.R. también está en lo cierto: aquí parece haber un peligro real, por lo que tendremos que planear hasta el más mínimo detalle antes de dar un solo paso.

–Lo que yo creo –intervino Mer haciendo un gesto para que todos bajasen el tono–, es que este no es el lugar más indicado para hablar de ciertos temas.

Sus amigos asintieron. Se habían dejado llevar por la emoción y estaban hablando a voz en grito en medio de un camino sin saber si alguien les estaba escuchando.

–Propongo que mañana –continuó–, después del concurso, nos veamos en la cueva. Allí podremos hablar de lo que nos dé la gana con total libertad y sin que nadie nos moleste.

–Buena idea, Mer –intervino Elisa–. La verdad es que quizás nos estábamos precipitando un poco.

–Una última cosa –dijo Mercedes mirando a Sandra–, os recuerdo que aquí tenemos a toda una experta en temas macabros.

Sandra se subió sobre los estribos saludando muy seria a su público. De todos era conocida su afición por los relatos de misterio y terror, y si sus conocimientos sobre el tema iban a ser de ayuda al grupo, estaría encantada de compartirlos.

–San, me gustaría que mañana nos contases con detalle la leyenda de la Torre del Cuervo –continuó Mer–. Si al final vamos a ir necesitaremos toda la información posible y no creo que haya más y mejor documentación en toda Fuentevieja que en tu habitación. ¿Me equivoco?

–Tienes razón –admitió Sandra divertida por lo bien que la conocía su amiga–. Estaba segura de que algún día mis gustos «macabros», como soléis llamarlos, iban a ser de alguna utilidad.

–No se hable más entonces –concluyó Mercedes–. Ahora volvamos a Los Alazanes antes de que empiecen a preocuparse y mañana, ¡manos a la obra!, ¿de acuerdo?

–¡De acuerdo! –contestaron al unísono con la emoción pintada en sus rostros.

Y así, tras aquel relato tan interesante y prometedor, los seis aventureros prosiguieron el paseo entre un alegre guirigay que debía de oírse desde el pueblo. Todos estaban excitados con aquella aventura. Una aventura que prometía innumerables emociones, intriga acción (y mucho más peligro del que se esperaban).

El Círculo Dorado

Подняться наверх