Читать книгу El Círculo Dorado - Fernando S. Osório - Страница 5

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Lo primero que necesitaban era un nombre, una tarea que, si bien parecía fácil, les llevó más tiempo de lo esperado, hasta que un buen día la inspiración hizo por fin acto de presencia.

–Oye, ¿escuchaste lo que explicaron hoy en clase de mates? –le dijo Borja a su amigo a la salida del cole.

–Mmmm, supongo –contestó Diego–, lo que me parece raro es que lo hayas escuchado tú.

–¡Jajajá! –rió Borja de buena gana ya que las matemáticas no eran lo suyo y a menudo se pasaba la clase en las nubes o haciendo dibujos de prototipos de coches, que eran su otra gran pasión.

–¿A qué te refieres exactamente? –preguntó Diego.

–Pues a eso de que el círculo es una figura de gran perfección y belleza. Según dijo el profe, todos sus radios son iguales y están a la misma distancia del centro.

–Bien... –contestó Diego un poco confundido sin saber a dónde quería llegar su amigo–, muy bonito, pero eso tiene que ver con nuestro grupo exactamente ¿en qué?

–Pues en que cuando lo hayamos formado (ya que como es lógico no vamos a ser tú y yo solos), la figura de un círculo puede ser un buen emblema. Representaría la idea de que todos los miembros seremos iguales. Sin jefes, directores, enchufes o privilegios.

Diego se quedó parado en el sitio y miró fijamente a su amigo con verdadera admiración.

–A veces me alucinas, Borja. ¿Eso se te ha ocurrido a ti solo?

–Pues claro –respondió su colega ofendido– ¿qué crees, que solo pienso en chorradas?

–Hombre, el 99% de las veces… –Borja cortó la intervención de Diego con una colleja amistosa ocultando la risa a duras penas.

–Entonces qué, ¿te gusta?

–Claro que me gusta, Borja. Es una idea muy buena. Pero hay que añadir algo más.

–Mmmm, tienes razón –contestó el muchacho frunciendo el ceño pensativo–, el Círculo a secas queda un poco soso.

–No te preocupes, es un buen comienzo. Ya se nos ocurrirá algo.

Y así fue. Aquella misma noche, Diego, que no podía dormir dándole vueltas al asunto, dio con la parte que faltaba para completar el nombre.

Sin saber cómo, al chaval se le vinieron a la cabeza las historias con las que desde muy pequeño su padre había alimentado su imaginación; relatos sobre caballeros andantes, espadas mágicas, torneos y muchas otras cosas que le mantenían en vilo hasta que el sueño lo vencía. Diego recordaba que su padre le había contado que a los caballeros más valientes, tras realizar alguna hazaña especialmente heroica, el rey les otorgaba como premio unas espuelas de oro, todo un honor que muy pocos conseguían. El oro representaba el valor, la pureza y la distinción de aquellos que habían logrado algo en lo que el resto fracasa o ni siquiera intenta.

Los ojos de Diego se iluminaron y no pudo reprimir un pequeño grito de alegría. Tenía el nombre perfecto para poner su proyecto en marcha.

«¡Sí señor!», exclamó satisfecho, incorporándose en la cama y propinándole un golpe de alegría al colchón de su cama. La hermandad de jinetes y defensores del caballo había nacido, y aunque quedase mucho por hacer, al menos ya tenía un nombre con el que pasar a la Historia: el Círculo Dorado.

A Borja le encantó la idea, por lo que tras ser aprobada la propuesta, los futuros caballeros-superhéroes se enfrentaron a la siguiente (y tal vez más importante) parte del plan: seleccionar un pequeño y selecto grupo, que no solo compartiese sus ideales, sino que estuviese también dispuesto a embarcarse en las fantásticas aventuras con las que ambos ya soñaban.

Llegados a este punto los dos amigos tuvieron una inesperada discrepancia que necesitaban solucionar de inmediato para poder arrancar: ¿sería un grupo mixto o estaría formado solo por chicos? Diego y Borja tenían ideas diferentes al respecto.

A Diego no le importaba que alguna chica entrase en su hermandad de Caballería pero Borja se mostraba un tanto reticente ante la idea de incorporar personal femenino.

–Solo nos traerán problemas, Diego –argumentaba el muchacho con cabezonería.

–¿Y eso?

–Pues, para empezar, no tienen nuestra fuerza física ni nuestra resistencia, y además no hay quien las entienda.

–Hombre, Borja, eso suena un poco machista ¿no crees?

–¿Ah, sí?, ¿oíste hablar alguna vez de alguna «caballera andante»? ¿eh?, ¿eh? –Borja se acaloraba enseguida en las discusiones, aunque por supuesto la sangre nunca llegaba al río y mucho menos con su mejor amigo.

–Pues no, no oí hablar de ninguna, pero aquellos, afortunadamente, eran tiempos muy lejanos y diferentes a los nuestros. Además, esto va a ser también un grupo de superhéroes ¿no?

–¡Por supuesto! –concedió su amigo rotundamente.

–Pues te recuerdo que en los X-men, en los Vengadores o en los Cuatro Fantásticos hay mujeres, por no hablar de Wonder Woman, Supergirl, etc.

–Mmmm –gruñó Borja, a quien no le gustaba mucho dar su brazo a torcer–, está bien, sé que las mujeres pueden hacer las cosas igual de bien que nosotros y que en los cómics existen un montón de excelentes superheroínas. Vale. No me había dado cuenta y tienes razón. Pero por los menos reconoce que no hay quien las entienda –y en ese punto Diego guardó un prudente silencio pues ahí sí que estaba de acuerdo con su amigo.

Afortunadamente y por cosas del destino, que a veces depara sorpresas muy gratas, una nueva alumna de Los Alazanes llamada Sandra entró en sus vidas y los dos chavales se dieron cuenta enseguida de lo absurdo que había sido todo aquel debate. Sandra les demostró con creces que las chicas podían hacer las mismas cosas que los hombres y que, además, sin ellas posiblemente todos sus planes resultarían muy aburridos.

Sandra era diferente a todas las niñas que habían conocido hasta el momento: era simpática, sabía mucho sobre caballos y además montaba muy bien. Y no es que el resto de las que conocían no tuviesen también alguna (o todas) de estas cualidades, pero ella era especial.

Todo esto, unido a su valor y ganas de emprender cualquier tipo de aventura, acabaron convirtiéndola en el primer miembro femenino del Círculo Dorado. Tras ella llegarían Mercedes y Elisa, a las que conoceréis dentro de muy poco.

El último en incorporarse a la pandilla fue un chaval de trece años recién cumplidos llamado Juan Ramón, que se convertiría en el benjamín del grupo y que no tardaría en ganárselos a todos gracias a su permanente sonrisa, a su predisposición y, sobretodo, a un grandísimo corazón siempre dispuesto a ayudar al que lo necesitase. Con él, las puertas quedaban definitivamente cerradas, ya que tanto Diego como Borja no querían que el Círculo creciese en exceso pues esto comprometería seriamente las posibilidades de mantener el anonimato. Además, como dijo Sandra en un momento de inspiración, con la incorporación de Juan Ramón el equipo estaría formado por tres hombres y tres mujeres, con lo que la relación de poder quedaba perfectamente equilibrada haciendo bueno el espíritu de su nombre y emblema.

Siguiendo el plan original de los dos socios fundadores, el grupo había sido seleccionado cuidadosamente y todos los elegidos habían aceptado entusiasmados. Pero, claro, con decir «sí» no bastaba. Eso, en opinión de Diego hubiese sido demasiado simple y aburrido (o «cutre», en palabras de Borja), por lo que el convertirse en miembro de pleno derecho del Círculo Dorado pasaba por un último pero importante detalle: prestar un solemne juramento que los uniría a él de por vida. Todos lo habían realizado, y tal vez debido a su teatral escenificación se había convertido en uno de esos momentos mágicos y emocionantes que jamás se olvidan.

El juramento, escrito en un pergamino y sellado con una gota de sangre del nuevo miembro, decía y dice así:

«Yo (a continuación el aspirante deberá pronunciar su nombre de manera solemne) juro lealtad a mis compañeros, ayudándolos y apoyándolos en todo lo que necesiten, así como mantener en secreto mi pertenencia al Círculo Dorado.

Juro proteger a los animales, denunciando y enfrentándome, si es necesario, a aquellos que no lo hagan allí donde se encuentren.

Juro tratar a mi caballo igual que a un amigo, atendiéndolo y cuidándolo como se merece.

Juro no mirar nunca para otro lado, porque todos somos alguien y YO soy alguien.

Que este juramento haga más fuerte al Círculo Dorado y que la calavera venga a buscarme si falto a mi palabra…»

Lo sé. No hace falta que digáis nada. Sé que a estas alturas os estaréis preguntando qué significa eso de «la calavera». Pues bien, no le deis muchas vueltas al tema ya que no es ningún acertijo con un significado oculto para que os rompáis la cabeza o un misterio accesible solamente a los integrantes del grupo. No. La famosa calavera no es ni más ni menos que lo que su nombre indica: ¡una calavera! Tan sencillo como eso, o sea, un antiguo y auténtico cráneo humano donado generosamente por la hermana mayor de Sandra (que estudiaba Medicina y siempre tenía la casa llena de cráneos, huesos y otras porquerías que su madre a menudo amenazaba con arrojar por la ventana) que se convirtió en una pieza fundamental en el ritual de la ceremonia de entrada al tener que realizarse el juramento con una mano puesta sobre ella.

Lo cierto es que todos le tenían un poco de respeto a aquella reliquia que de alguna extraña manera parecía observarlos atentamente con sus ojos vacíos e infinitos. Pero ese toque un tanto macabro era precisamente lo que le daba su valor: el de ser un complemento indispensable para ambientar a la perfección la ceremonia de iniciación con un aire de solemnidad.

La importancia de la calavera como símbolo llegó a ser tal que acabó cediendo su nombre al lugar secreto elegido por la pandilla como punto de encuentro: «la Cueva de la Calavera», un rincón alejado del pueblo y perfectamente escondido entre los peñascos de una garganta situada a escasos metros del río Negro; un paraje de difícil acceso al que, tal vez por esa razón, los turistas y el progreso no habían contaminado aún con su presencia.

La cueva había sido descubierta casualmente por Juan Ramón una tarde de verano cuando, tras uno de aquellos largos paseos en bici que tanto le gustaban, se había alejado en exceso llegando hasta la misma orilla del río. El chaval se había comprado la tarde anterior una nueva cometa que prometía grandes emociones y, una vez allí, consideró que aquel lugar era tan bueno como cualquier otro para hacerle una primera prueba. Así que, ni corto ni perezoso, extrajo de la mochila su nueva adquisición dispuesto a demostrarle al mundo sus dotes de piloto acrobático.

Pero con lo que J.R. no contaba era con que aquel día el viento soplaba demasiado fuerte y así, antes de darse cuenta, el artefacto de tela se le escapó de las manos, volando sin control y haciendo todo tipo de cabriolas para acabar estrellándose después de unos minutos entre los matojos de una de las cercanas colinas.

El muchacho, cuyo amor propio era una de sus grandes cualidades, no estaba dispuesto a volver al pueblo con las manos vacías exponiéndose a las burlas de sus amigos, por lo que, tras permanecer boquiabierto los instantes de rigor que siempre conlleva un desastre de esa magnitud, analizó la situación fríamente optando por la única solución que tenía si quería recuperar su cometa: echarle ganas y valor, y escalar la empinada pared de roca que se erguía desafiante ante él.

La hazaña resultó ser más asequible de lo que parecía y así, tras unos minutos de ascensión, se encontraba ya a escasos metros de su preciado objetivo.

Fue en ese momento cuando el escalador hizo un sorprendente descubrimiento: completamente invisible desde abajo discurría una especie de senda que conducía hasta lo alto de la colina.

Juan, con el ánimo de un intrépido explorador, no se lo pensó dos veces y decidió recorrer el camino oculto dispuesto a comprobar si realmente llegaba hasta la cima. Y como el azar es a menudo padrino de los grandes eventos, nuestro amigo acabó encontrándose fortuitamente con algo que marcaría para siempre el futuro del Círculo y sus actividades.

Y es que, con la cometa bien aprisionada bajo el brazo para que no volviese a jugársela y la mirada puesta en su objetivo (que en su mente era equiparable a una ascensión al Everest o al K2), el chaval se distrajo y quitó por un momento la vista del camino pisando en el lugar equivocado. Sin tan siquiera poder pensar en lo que estaba sucediendo el suelo se hundió literalmente bajo sus pies siendo engullido por la montaña.

J.R., que no había visto el estrecho agujero que parecía haber estado aguardándolo camuflado como un depredador entre los claros y sombras que lo acompañaban en su escalada, no tuvo ni tiempo de procesar la información de lo que había sucedido y en un abrir y cerrar de ojos se encontró sentado (y un tanto magullado) en una galería que, a primera vista y tras recuperarse del aturdimiento producido por el golpe, parecía conducir al interior de la montaña.

Tras comprobar que no estaba herido y que la salida de aquella pequeña trampa no presentaba mayor problema (solo tenía que subir un par de metros por una especie de escalera natural) decidió encender la linterna que siempre llevaba en la mochila e investigar a dónde conducía aquel pasadizo.

La respuesta fue más rápida de lo que esperaba ya que, tan solo a unos metros de donde se hallaba, el camino acababa muriendo en una cueva de unos cincuenta metros cuadrados.

El lugar no parecía presentar ninguna clase de peligro y el techo, que Juan iluminó con su linterna en busca de murciélagos o cualquier sorpresa desagradable, era lo suficientemente alto como para que la sensación no fuese agobiante o claustrofóbica.

Con la situación bajo control Juan Ramón no pudo evitar un grito de alegría ante el fortuito descubrimiento porque aunque así, a bote pronto, no podía pensar en ninguna utilidad práctica para su hallazgo, algo le decía en su interior que el lugar que contemplaba con el orgullo de un improvisado Indiana Jones de una u otra manera, iba a ser de gran provecho para los intereses del Círculo Dorado.

Tras disimular bien la entrada con ramas y arbustos J.R. voló hacia el pueblo como alma que lleva el diablo dispuesto a contar a sus amigos el fenomenal descubrimiento. Albergaba la esperanza de que la noticia, de ser tomada en serio, se convertiría en un gran punto a su favor como nuevo miembro pudiendo incluso ayudarlo a deshacerse de una vez por todas del apodo de «novato» con el que a veces sus compañeros lo provocaban cariñosamente.

Afortunadamente para Juan, la reacción de sus amigos superó con creces las expectativas. Tal fue el revuelo causado por la noticia que al día siguiente la pandilla al completo contemplaba con ojos de asombro lo que a partir de ese momento se convertiría en su guarida secreta. Aquella cueva, cuya existencia posiblemente nadie conocía, era el lugar idóneo como base de operaciones por lo que, por unanimidad y con gran alboroto de vítores y aplausos, fue aceptada de inmediato como tal.

Como es lógico, la desbordada ilusión y la impaciencia generalizadas exigían que el lugar entrase en funcionamiento cuanto antes. A partir de aquel día se volcaron en cuerpo y alma, no solo en hacerla habitable, sino en lograr que el aspecto de su flamante «sede» fuese lo más acogedor posible.

Borja, que era el «manitas» del grupo, llevó sus herramientas hasta la cueva y allí, con unas vigas de madera que compraron entre todos, construyó unos rudimentarios bancos que colocaron alrededor de una mesa plegable que adquirieron en una tienda de bricolaje. Llevaron mantas, sacos de dormir, chucherías, sus cómics y revistas favoritos y, como último adorno, la calavera donada por la hermana de Sandra que al fin tendría un lugar digno desde el que vigilar las actividades del grupo.

La iluminación de la cueva fue lo que más guerra les dio. Después de escuchar todas las sugerencias y planes (algunos verdaderamente imaginativos pero poco prácticos) acabaron solucionándolo echando de nuevo mano de sus ahorros y comprando unas cuantas lámparas de gas que, situadas en lugares estratégicos, conseguían un resultado más que aceptable.

Había, así y todo, un último e importantísimo detalle que de no ser por Mercedes a nadie se le hubiese ocurrido. Alguien, al igual que le sucediera a Juan Ramón, podía dar con la entrada de manera fortuita (o sea, cayéndose dentro) acabando para siempre con su lugar secreto. Aquella idea causó una gran conmoción entre los miembros del Círculo que comenzaron a imaginarse a toda una legión de extraños invadiendo su «base de operaciones» de un momento a otro.

Antes de que cundiese el pánico, Mer anunció con una divertida sonrisa que ya tenía pensada una solución para solventar aquel problema de seguridad.

El ingenioso plan (aprobado por todos con gran alborozo) consistía en colocar unos tablones de madera sobre la grieta de entrada cada vez que abandonasen la cueva. Sobre ellos esparcirían ramas y arbustos hasta cubrirlos por completo. De esta manera, si algún excursionista despistado pasaba por allí y pisaba el punto de acceso, en ningún momento se daría cuenta de lo que se encontraba bajo sus pies.

La Cueva de la Calavera se convirtió a partir de aquel momento en sede oficial y secreta del Círculo Dorado y lugar de reunión en el pasarían un montón de horas de diversión y planearían minuciosamente cada una de sus aventuras.

Solo faltaba un último detalle para comenzar su andadura oficialmente, un importante detalle surgido de la inspiración de Elisa: si querían ser como los caballeros andantes de la antigüedad, deberían elegir un emblema como el que aquellos llevaban en su armadura, un símbolo con el que de alguna manera se identificaran y por el que todo el mundo (la posteridad incluso, añadió Diego en un arrebato de optimismo) los reconocería tras las hazañas que sin lugar a dudas llevarían a cabo con éxito en el futuro.

La elección de ese escudo personal se convirtió a partir de aquel momento en una importante decisión, todo un reto de imaginación que a alguno le dio más de un dolor de cabeza.

–Solo pensad en que Superman o Batman se hubiesen equivocado a la hora de elegir sus emblemas –repetía Borja una y otra vez para que todos se motivasen de manera conveniente–; ¿sería el mundo igual? ¡No señor!, así que esforzaos y no os quedéis con lo primero que se os venga a la cabeza. Como dice mi padre: «en estos tiempos, la imagen es lo más importante».

–Así te ven, así te tratan –repetía con guasa a coro el resto de la pandilla, que ya se sabía los dichos de su amigo de memoria.

Tras unos días de profunda meditación, Diego fue el primero en decidirse eligiendo como escudo de armas la figura de un dragón, una criatura sabia, misteriosa y desconcertante de la que hacía tiempo había leído que tan pronto andaba por el suelo como los hombres como, de repente, se elevaba volando por el cielo como las aves. El chaval, que a menudo emprendía el vuelo gracias a los sueños que siempre poblaban su cabeza, no necesitó pensárselo dos veces: él sería el dragón.

Mercedes fue la siguiente en tomar la difícil decisión decantándose por la imagen de un unicornio. Aquel caballo blanco de las leyendas era un ser hermoso de cuya existencia nunca había dudado, un mágico y bellísimo animal que estaba segura aún habitaba en algún lugar remoto, visible tan solo para aquellos que conservan intacta la capacidad de creer en sus sueños.

Elisa optó por una herradura plateada que para ella encerraba un doble significado: por un lado sintetizaba la pasión ecuestre que la acompañaba desde que tenía uso de razón y por otro representaba uno de los talismanes más populares de la buena suerte (y como Elisa era un poco supersticiosa quedó muy satisfecha con su elección).

J.R., al igual que sus compañeros, barajó un montón de opciones pero en el momento en que la idea de una tortuga le vino a la cabeza supo que era la correcta. Aquel animal, no solo era una de sus mascotas favoritas (en casa tenía un par de ellas), si no que, por su pachorra natural, a él constantemente le estaban comparando con ellas. ¿Qué mejor pues que una tortuga para representarlo ante el mundo?

La figura de una estrella fue la elección de Sandra. Era la estrella que contemplaba algunas noches desde su ventana y a la que, desde muy niña, le pedía sus deseos; un símbolo con un gran valor personal cuyo significado jamás quiso desvelar a nadie.

Borja, a pesar de ser el último en comunicárselo al grupo, había tenido muy claro desde un primer momento que su escudo de armas no podía ser otro que la figura de un caballo puesto de manos. Aquella imagen, para él muy significativa, simbolizaba varias cosas: la rebeldía en su estado más puro, la belleza del animal que había elegido como compañero y la similitud con el emblema de una exclusiva marca de automóviles, su otra gran pasión. O sea, una elección perfecta.

Una vez que todos se habían decidido, J.R. tuvo una gran idea que fue recibida con gran regocijo por sus compañeros. La propuesta consistía en que cada uno plasmase en papel la imagen de su escudo personal. Una vez diseñadas las llevarían a una joyería de reciente apertura en Fuentevieja en la que, con una moderna máquina conectada a un ordenador, se dedicaban a grabar en pulseras o medallas cualquier tipo de anagrama o emblema.

De aquella manera, al igual que los héroes de las leyendas medievales lo hacían en sus ropas y escudos (o los superhéroes en Gotham o Metrópolis, insistía Borja), cada niño llevaría siempre consigo el símbolo de su otra identidad.

La idea causó furor entre los miembros de la pandilla y Juan Ramón fue aclamado y vitoreado por todos por su gran idea.

Ante tantas novedades se decretó una reunión de máxima urgencia para la tarde siguiente en la que cada miembro del grupo tendría que acudir a la cita con el diseño de su nueva identidad plasmado en papel. Una cuestión tan importante no podía postergarse ni un momento más.

Y así, aquella misma noche, gracias a la imagen proporcionada por algún libro o sacando a flote sus dotes artísticas, todos, con mayor o menor exactitud, lograron dar forma a sus ideas. A primerísima hora de la mañana ya estaban esperando impacientes a la dueña de la joyería con sus proyectos bajo el brazo.

La joven no tenía ni idea de por qué seis chavales se presentaban de repente en su tienda con aquel extraño encargo pero aceptó encantada y enternecida aquella palpable y contagiosa ilusión infantil, inocente y desbocada, comprometiéndose a tener acabadas en un par de días las seis medallas con los diseños que uno a uno le fueron dejando sobre el mostrador como su tesoro más preciado.

Ni que decir tiene que desde el mismo momento en que fueron a recogerlas, cuelgan orgullosas de sus cuellos sin que nadie (ni siquiera sus padres) conozca el significado oculto que encierran.

Bien, pues ahora que conocéis la historia del Círculo dorado su juramento y su lugar secreto es hora de que conozcáis un poco más a fondo al resto de vuestros nuevos amigos.

El Círculo Dorado

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