Читать книгу Escribe, Sirio, escribe - Flavio Salinas - Страница 11

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Cuando Sirio cumplió los 12 años, terminó los estudios en la escuela primaria, debía empezar el siguiente nivel con todas las fuerzas que ameritaba el hecho. Pero no se encontraba en su mejor momento, el pobre niño vacilaba en sus voluntades, dudaba hasta de su propia existencia, empezaba el largo y definitivo duelo de la adolescencia. Por eso una noche, al llegar su papá del trabajo, Alba le dijo:

—Vas a tener que hablar con tu hijo, se ha encerrado hace horas en su pieza y no deja entrar a nadie. Perla me dijo que lo escuchó llorar despacito, ¿por qué no te fijas que tiene, Absalón?

El padre golpeó la puerta de la pieza de Sirio y con voz suave y cansina preguntó si podía pasar.

—Sí, papá, pasa.

—¿Qué te anda pasando? —preguntó Absalón a su hijo, con la dulzura de padre en las manos y en la caricia más pura, recostándose a su vera.

Sirio estaba enrollado, en posición fetal, tratando de poder respirar entre los lamentos y los sollozos, al mismo tiempo que sentía una arruga grande en el alma, un estigma en la esencia, sin mirar a su padre de frente, porque eso le había empezado a costar desde algún tiempo hasta la fecha, lo abrazó y le dijo:

—Siento angustia, papá, angustia en el pecho y en el corazón.

—Pero ¿por qué, Sirito?, ¿tuviste algún problema en la escuela antes del verano? Decime la verdad, porque yo no puedo ayudarte si no me dejas hacerlo. ¿Qué te ha pasado?

—¿Viste que el año que viene empiezo la escuela secundaria? —Sirio acotó como pregunta, con una voz débil y frágil.

—Sí, ya lo sé.

—Bueno, no quiero que los compañeros me molesten más. —Sirio no supo si al decir eso era un pedido hacia su papá o más bien una súplica para el destino que lo esperaba más pronto que tarde.

—Eso yo no te lo puedo prometer, hijo —le dijo su padre con tono amable, pero muy serio—. Decime ¿en qué te han molestado? —preguntó a continuación.

—En la escuela, cuando estamos en el recreo o en el coro, con la maestra de música, dicen que tengo voz fina de mujer, que me muevo como mujer y que soy afeminado.

Al escuchar todo eso, Absalón no tuvo reacción inmediata, sintió sensaciones raras, encontradas muy adentro, no supo qué decir de inmediato, luego de unos segundos de dubitativa introversión, finalmente dijo:

—Me parece que deberías cambiar, Sirio, si te molesta algo tienes que cambiarlo, no puedes estar molesto o sufriendo acá tirado, por todos los días en la escuela.

—Pero yo no puedo cambiar mi voz, yo soy así, ¿por qué, si yo no molesto a nadie, tengo que cambiar? —preguntó Sirio al borde del llanto de nuevo.

—Porque te hace mal, yo te aconsejo que cambies, pero no tu voz, ni tu forma de hablar, ni tu carácter, tienes que hacerte fuerte y darle importancia a tu calma, Sirio, hijo, nunca, pero nunca vamos a tener buena relación con todas las personas y, en muchas ocasiones, no porque nosotros no estemos dispuestos y abiertos a hacerlo, sino porque el otro no lo desea o no lo puede hacer, entonces no queda otra salida más que cambiar como nosotros entendemos al otro, a ese que nos molesta, a ese con el que no compartimos nada, ni siquiera una opinión del clima.

Sirio lo escuchó atentamente, pero a sus doce años no pudo hacer carne los dichos de su papá, no tenía los recursos necesarios, era importante a su edad empezar a pertenecer a un grupo, compartir momentos y experiencias y por supuesto con amigos de verdad, gente querida y maravillosa, no con los compañeros que se burlaban de él casi a diario.

Quizás por eso le costó tanto establecer y conservar amistades en su futuro, tal vez nunca tuvo la certeza de que los verdaderos amigos eran esos que estaban siempre, porque nunca tuvo uno para experimentar ese siempre en la extensión del tiempo, porque además, las penas y los temores de su infancia se hundían en un llanto extenso, que a veces duraba horas, en el centro de su almohada y no eran oídos por un amigo que no juzgara y se interesara verdaderamente por su bienestar. A corta edad Sirio se dio por vencido y por comodidad y libertad de compromiso, empezó a reemplazar las amistades con muchas actividades que lo completaban y lo realizaban al mismo tiempo, actividades que lo hacían relacionarse en un mundo caótico y desorganizado, pero dispuesto a remar todos para el mismo puerto, fueron personas memorables en su vida, en su adolescencia completa, muy importantes, pero él nunca les dio la categoría de amigos, quizás no por no merecerlo, sino por las decepciones anteriores, por los miedos y las dudas presentes de no poder compartir su vida con otra persona que no fuera de su familia más íntima.

Con total convicción de creer que era lo mejor para su hijo, Absalón, un día sentado en el comedor, decidió inscribirlo en una academia de kung-fu.

—Esto le va a venir bien, Alba, ya vas a ver —le dijo a su mujer.

Alba lo miro pensativa y añadió:

—Los inscribimos a los dos, que vaya con Perla, de paso se acompañan.

Así fue como empezaron las aventuras en la adolescencia de Sirio, en una rutina de disciplina y concentración, que ameritaba prepararse dos veces por semana, junto con su hermana para ir a un salón de artes marciales. Con el tiempo, las conductas de aplicación de técnicas y destrezas fueron haciendo que ambos se enfocaran fuertemente en dicha tarea, les gustaba y generaban movimientos y habilidades con sus cuerpos que nunca hubieran imaginado. En pocos meses aprendieron diversas formas de desempeño marcial imitando el movimiento de animales totémicos, propios de los países que se dedicaban al kung-fu, como la grulla, el jaguar, el dragón y un par de años más tarde rompían ladrillos con el canto de sus manos diestras, en una especie de presentación en el salón de la escuela más conocida del centro de San Gabriel del Sol. Sirio no entendía hasta dónde era capaz de llegar la mente humana de la gente que practicaba artes marciales, no podía creer lo que él mismo hacía por aquellos tiempos y nunca lo podría entender, menos aún viendo a compañeros de nivel avanzado quedar suspendidos en el aire con la rigidez de una piedra y la volatilidad de una pluma, solamente con la nuca apoyada en una silla, y los pies apoyados en otra.

—Esto, señores, es una especie de trance mental controlado, nada más ni nada menos que por el poder de nuestra mente y nuestro espíritu puro y libre de ataduras —decía el maestro Lin Chuan a viva voz por un micrófono que entre interferencias y acoples a duras penas se oía hasta la mitad del salón. El hombre era misterioso, mezcla de lagarto mutante con algo de ornitorrinco de estanque turbio, para los ojos de los niños más pequeños sobre todo. Se sabía que había tenido muchos hijos con diferentes mujeres y que vivían dispersos en el mismo barrio en el que Sirio vivió en su infancia, él lo supo cuando le preguntó a un compañero por qué se parecía tanto al profesor y este le respondió: “Porque es mi papá”, una situación que se repitió hasta cuatro veces, pero con distintos conocidos del barrio.

Pero con el tiempo, el entusiasmo por la destreza corporal a manos del kung-fu y la concentración mental, las patadas voladoras y las grullas se fueron debilitando, se evaporaron como agua hirviendo, y una tarde, en el salón de la casa de Sirio, apareció en su mente otro interés completamente diferente al que venía aconteciendo.

—Mira, mamá, qué genial que se ve esa novela que va a empezar, dicen que es de gitanos —le gritó a su mamá que se encontraba en la cocina.

—No grites, hijo, ¡estoy acá nomás!, sí, ya lo vi, dicen que va a tener mucho éxito. —Alba en ese momento nunca se hubiera imaginado que dicho programa de televisión, que se transmitía desde la capital del país, iba a generar tanto dentro de los intereses de su hijo, ni mucho menos esa curiosidad insistente en la vida de él sobre la cultura gitana, los cantes y los bailaores. Cuando terminó la primera temporada de la famosa serie que se transmitía de lunes a viernes a las 20 h, de forma puntual e ininterrumpida, Sirio se levantó del sillón del salón y fue a la habitación de su mamá, ella se encontraba seria y algo nerviosa.

—¡Dios mío! ¡Madre mía!, ¡yo no sé qué voy a hacer!, o me injerto un par de manos más, o le agrego un par de horas al día —resopló—, yo no entiendo cómo puede ser que se acumule tanta ropa sucia sin lavar y limpia sin doblar, no doy abasto, joder, si está todo el día el lavarropas funcionando y el secador también, si nunca se acumula tanto para planchar. ¡Dios mío!, yo no entiendo la verdad, ¡madre mía!

—Mamá, quiero bailar. —Sirio la miró serio y de costado, y esperó la reacción exagerada de siempre.

—¿Qué?, bueno, Sirio, ponte música y baila, pero no me pidas que vaya a escuchar con vos porque tengo muchas cosas que hacer. —Antes de que Alba empezara la perorata interminable de siempre, destacando cada una de las cosas que debía hacer en poco tiempo, su hijo la miró y le dijo:

—No me entendiste, quiero bailar en una academia o en algún grupo.

—Ah, sí —dijo Alba sorprendida, levantando las cejas en señal de sorpresa—. Bueno, el folclore es hermoso, yo siempre tuve esa idea de que con tu hermana bailaran folclore, las zambas, las chacareras, son parte de nuestra cultura, Sirio, es lo mejor que existe, la música y el folclore. Sirio la miró serio y agregó:

—Pero no quiero bailar folclore.

—Entonces, ¿qué te gustaría bailar? —preguntó curiosa su madre.

—Flamenco, o baile español, como bailan los gitanos de las novelas.

—El español es hermoso también, a mí me gustó toda la vida el español. ¡Dios mío! Qué danzas hermosas el español y el flamenco, no sé qué va a decir tu padre, pero, bueno, le vamos a decir a ver qué le parece, igual vas a ir si es lo que quieres.

Sirio después de la charla se quedó pensando si esa era una buena idea o no, pero ya no le importaba pasar vergüenza como en la escuela secundaria, quería bailar y zapatear rápido y fuerte como los gitanos en el tablao, que el taconeo reventara el piso de madera y los colores estallaran con las luces del escenario y los aplausos lo apabullaran y los gritos lo vitorearan: “ole, ole, bravo, Sirio, el bailaor más hábil y osado, el terremoto y el huracán del zapateo de San Gabriel del Sol”, pero sobre todo, quería moverse y sentir la música dentro, tanto que pudiese moverse al compás de las notas.

Esa misma noche les contaron a Perla y a Absalón sobre la ocurrencia, a Perla al principio no le pareció buena idea, no tenía ganas de estar vistiéndose con faldas grandes y pesadas, pero Sirio la convenció para que fuera su pareja de baile, y fueran juntos a la academia. Absalón permaneció serio por un par de segundos y finalmente dijo:

—Bueno, si quieren bailar, que bailen, pero van a dejar kung-fu, que es lo que les sirve para la vida.

—Pero bailar es hermoso y también sirve —le dijo Alba con cara de súplica—, sabes para qué está bueno, para la vergüenza, justamente, estos críos que han salido al padre, cortos, pacatos y vergonzosos, les va a venir genial para que se suelten y bailen y hagan amigos —dijo acentuando fuertemente la última palabra y mirando a Sirio de forma directa.

Bueno, me parece bien —contraatacó Sirio.

Cuando comenzaron con la búsqueda de las academias no había muchas opciones, solo se encontraba una que tenía buena reputación y era bastante conocida en la comunidad, se llamaba Instituto de Danzas Palmero, radiante por donde se la mirara, la academia quedaba muy retirada de la casa de Sirio, aunque, al verla por primera vez, fue tal el asombro que Perla y él sintieron que no lograban dimensionar las distancias que debían recorrer hasta llegar, no les preocupaba cómo iban a hacer cada día para estar ahí. Sin embargo, los ojos de los niños, que para entonces contaban con 13 y 9 años, se llenaron de fiesta, magia y movimiento, cuando vieron por primera vez los meneos ondulantes de las manos y las muñecas de las bailaoras, niñas y adolescentes que pertenecían al mismo grupo, tanto vigor y flexibilidad en la danza, tantas alas en los pies, parecía que iban a despegar rumbo al cielo, en cualquier momento, imaginaba Sirio, sin pensar en nada más. Mejor que no haya ningún varón, pensó sin decirlo en voz alta, así no me van a molestar.

A la semana siguiente, los dos hermanos se hallaban predispuestos y convencidos de haber encontrado la distensión más fascinante y entretenida de la ciudad, solo faltaba inscribirse. Alba los llevó por ser el primer día, pagó la primera cuota y empezaron las clases, los martes y jueves por la tarde. Iban caminando, trotando, en bicicleta, eso no importaba cuando la meta era llegar a mover los pies y los brazos. Tanto era el apremio por llegar a tiempo un jueves que los dos salieron de la casa, cada uno en una bicicleta y esto fue lo que más o menos pasó:

—Perla, ¿has guardado todo en la mochila? Porque el martes te dijeron que tienes que sí o sí llevar las zapatillas de clásico para estirar en la barra antes de empezar a bailar.

—Sí, nene, déjame tranquila que yo sé todo lo que hay que llevar, no soy tontita —respondió Perla sin mayor atención a Sirio, sin ver que este la miraba desconfiando de su memoria.

—¿Y qué?, ¿en esa mochila te entró también la pollera de ensayo? —También preguntó.

—Basta, Sirio, déjame tranquila que yo sé que llevo todo. —Ese fue el fin de la discusión.

Las bicicletas iban juntas y paralelas al mismo tiempo y en ciertas ocasiones hasta acompasadas con el mismo ritmo de pedaleo. A mitad de camino a Perla se le ocurrió una idea, que fuesen pedaleando al mismo tiempo y con la misma pierna, a Sirio le pareció divertida la ocurrencia y no tuvieron mejor pensamiento que hacerlo.

—Derecha —decía Perla y empujaban la pierna derecha apesadumbrada para esperar el uno al otro.

—Izquierda —respondía Sirio. Pateando la pedalera con la pierna izquierda, tratando ambos de coordinarse en la acción. Iban tan concentrados en eso que en pleno corazón de San Gabriel, entre el cordón con autos estacionados y la avenida con tráfico pico, los manubrios se cruzaron, se superpusieron.

—No, para Sirio —dijo Perla abriendo los ojos como tomates transgénicos, que se notaban artificiales de tan grandes que los abrió.

—Para, no te muevas, déjame que freno, nena, no ves que nos vamos a matar. —Sin pensar demasiado Sirio frenó, apretando el freno de la bicicleta de su hermana, lo que desencadenó un desequilibrio en cadena que dio como resultado una escena dantesca en plena arteria principal de la ciudad. Quedó primero Perla, con la bicicleta encima, de costado, con media pollera campana plato tapándole la cara roja, ardiente de enojo y vergüenza, también como un tomate transgénico, pero esta vez con más licopeno que el anterior. Más allá y cerca del cordón quedó Sirio sentado, porque aterrizó con plena sentadera, retaguardia que le latía como corazón de pájaro aprendiendo a volar dos segundos después de la caída. Con una bota de zapateo flamenco en la mochila, ¿y la otra bota?

—Se me perdió la otra bota, Perla, me quiero morir, la mamá me va a matar —le gritó asustado a su hermana, que desde unos metros más atrás lo miraba con rabia de buldog entrenado para asesinar.

—Está en medio de la calle, nene, ¿acaso estás ciego? —le respondió con furia—. Anda a buscarla, si no quieres que te la pise un auto también —remató el diálogo.

Turulecos y ralentizados salieron del accidente y más doloridos llegaron a estirar las partes del cuerpo para poder bailar.

—¿Estás bien, Perla? —preguntó la profesora, con curiosidad solapada.

—Sí, profe, estoy bien —contestó mirando a Sirio de reojo con cara de asesina en serie.

—Bueno, entonces estírate más abajo, vamos que hay que estar bien blando para el zapateo y el braceo, que es lo que sigue.

Ese jueves fue doloroso, caluroso y memorable, pasaría a convertirse en una anécdota más de esas que se cuentan, en el corazón de la unión de dos hermanos, cómplices y unidos por las pasiones y las constelaciones más atractivas del universo. Vivieron tanto juntos, se contaban alegrías y dolores en los días que se sumaban a sus vidas como confidencias de hermanos y amigos. Fueron días y tardes maravillosos, de miradas y carcajadas sin fin. Compartieron todo, también en las noches, a través de un huequito pequeño en la pared que dividía sus dormitorios, celeste y con guardas de gatos, el de Sirio; rosa y con guardas de patos, el de Perla; una pared los dividía, al filo del piso una abertura minúscula, por donde se pasaban papeles con mensajes y se hablaban bajitos los secretos más secretos de sus infancias y juventudes. Para Sirio ella era su mundo.

Con más o menos detalles, desde ese modo, empezó su camino en la danza, flamenca para ser precisos, la rama materna de la estirpe de estrellas ancestrales en su familia era la que más se arrimaba a ese vigor y atracción por la cultura española, venía desde la mamá de Angustia, la señora Castor. Pasionaria Castor era la bisabuela de Sirio, una mujer emblemática en el sitio de su nacimiento y más aún en donde residía, un pequeño pueblo alejado bastante del centro de San Gabriel, le decían doña Pasionaria, el prefijo doña se usaba como tratamiento de cortesía en aquellas épocas. Sirio a esa edad no lo entendía, pues así se hablaba para nombrar a un mayor, al que se denostaba respeto para ser referenciado o para dirigirse a él en una conversación. Su bisabuela era una mujer blanca, pero tallada en matices sepia y marrones fuertes por la edad y el trabajo del sol en tardes de trabajos pesados y fuerzas brutales, el pelo era totalmente cano, su frente era como un bandoneón que siempre se mantenía contraído y sus modales no eran precisamente los mejores, tenía carácter fuerte, combativo y a todo le tenía una respuesta como un refrán que se memoriza para decirlo en la ocasión necesaria. Pasionaria remataba cada frase de su hija, nietas o bisnietos con alguna palabra, oración o cierre, con un chiste que pertenecía a otra era geológica, que solo ella se entendía o se festejaba.

Murió cuando Sirio tenía doce años, él nunca olvidaría ese día por la tarde, cuando el hijo preferido de Pasionaria pasó por la casa de Sirio, con ella en un auto, Sirio y Alba salieron hasta la calle para darle un beso, sin sospechar que esa era la última vez que la verían erguida, sentada en el asiento de atrás, apretando el brazo de Josel, su hijo menor, como quien se aferra a un hilo invisible y plateado que a duras penas puede mantener firme, para estar en contacto con la vitalidad y la realidad al mismo tiempo. Los miró como al descuido y con ojos tristes de conocer tiempos y vidas pretéritas y dolientes los saludó, con lamento en la mirada vidriosa, que la venía acompañando hacía ya unas semanas, desde que había cumplido 86 años y los dolores la acuciaban sin indulgencias.

Los recuerdos que Sirio tenía de su bisabuela eran algo contradictorios, estaban los buenos, esos que hacían enternecer a cualquier ser humano que brinda por la familia cada Navidad o cumpleaños feliz de alguno de sus integrantes, como por ejemplo cuando su mamá la bañaba sentada en una silla, debajo de la ducha, mientras ella contaba chistes divertidos, que a veces solo ella festejaba muy alegre; o cuando en los velorios su hija Angustia la retaba, porque en menos de diez minutos reloj, pasaba de estar llorando al lado del cajón de un difunto conocido, como si el mundo se hubiese acabado, a contar chistes a cualquier grupo de mujeres que se encontraban sentadas a poca distancia de ella. Esa era Pasionaria, una española que según ella había nacido en España, según Angustia era en la Argentina, para Sirio eso no importaba, la quería mucho de igual manera, porque había nacido y era su familia, más allá de su procedencia.

Cuando se empeoró mucho de salud, Alba, Perla y Sirio viajaban mucho desde el centro de San Gabriel del Sol, hasta el pueblo del Cerrojo, donde Pasionaria vivía en una pequeñísima casita de tejas rojas, pintada de blanco, que terminaba al final de un camino largo de tierra. Al entrarse a la edad avanzada, se había puesto un tanto agresiva y rabiosa, atisbos de pasados turbulentos y seguramente injustos que había tenido que vivir, sobre todo reacia a las relaciones públicas, ya no quería salir a caminar, a hacer las compras o a charlar con algún vecino. El pueblo era muy unido según Alba, ya que se conocían hasta los lunares más controversiales que cada persona tenía en sus partes íntimas. Pasionaria no era la excepción a esa regla, siempre compartía con las visitas de su familia las historias reales, casi reales y disparatadamente ficticias que se contaba con ciertos vecinos y rumoraba con otros, resultando para ella completamente serias y ciertas sin lugar a dudas, tenía la forma de hablar y de expresarse que heredó Alba, por suerte para Sirio, su abuela Angustia no tenía tan marcado el acento y los modismos de las españolas insatisfechas de por vida, exageradas e intensas que se mostraban tan grandilocuentes y obvias en cada frase, que se veían venir a siete leguas de distancia.

Un tarde de junio, llegando a la casa de Pasionaria, Sirio miraba cómo el pasto se mezclaba con destellos grises y plateados con demasiado fulgor para ser algo natural de la tierra.

—¿Qué es eso que brilla tanto, mamá? —le preguntó a Alba que venía manejando, casi llegando a la entrada de la casa.

—No veo desde acá, vamos a ver cuando nos bajemos del auto.

Minutos más tarde, tomando el té en la diminuta cocina, minada de fósforos usados, desperdigados por todo el suelo, Alba discutía con su abuela más o menos así.

—Abuela, ¿por qué ha estado tomando tanto analgésico últimamente?, ya le dije que se va a morir así, ¡madre mía! ¡Dios santo! Mire la cantidad que se ha tomado —decía levantando los brazos como abrazando el aire—, ya le voy a decir a Josel, abuela, y también a su hija, ya va a ver.

—A Joselito no le vas a decir nada, Alba, no seas chismosa, ¡joder!, qué le hace que tome una pastillita antes de dormir, a Angustia tampoco vas a decirle nada, déjate de andar de chismosa por todo San Gabriel, ¿o también vas a contar de las mierdas de las bombachas de tu abuela?

—¿A usted le parece que una pastillita por día es lo que se toma, abuela?, el jardín estaba lleno de blíster de pastillas para los dolores, parecían estrellas caídas del cielo entre el pasto, vienen diez en cada uno, usted se cree que yo voy a creerle ese cuento, que se toma solo uno por día. ¡Dios mío!, ¡madre mía!, cuando se enteren sus hijos, a los tres se los voy a decir, ya va a ver.

—Ay, mi Joel, mi Joel, ¡mi hijo!, no le vas a ir con el cuento, porque si no te parto esta tabla en la cabeza, Alba, ¡sabes que soy capaz, a que no soy capaz!

Alba salió disparada para el baño, entre enojada y tentada de risa por la situación, mientras que el tablazo de madera por la cabeza se lo llevó Sirio, quien por entonces se encontraba tomando té y comiendo pan untado con dulce de duraznos, junto con Perla, y no había parado de reírse desde que su madre y su bisabuela se habían empezado a pelear, sin dejar de mover los brazos y gritando a los cuatro vientos sus pensamientos.

—Tomen, joder, ahí tienen por estar burlándose de lo que no deben.

—No, abuela, por qué me pegó, qué dolor —dijo Sirio tocándose la cabeza con una mano, mientras que con la otra terminaba su té.

—¡Dios mío! ¡Joder!, van a aprender a no reírse de las cosas de los mayores. ¡Madre mía! Ay, mi Joel, mi Joel, que no le vaya a decir nada la tonta de Alba, que voy a armar la podrida.

Ese sería el trágico causante de la enfermedad de su bisabuela, tanto analgésico para calmar los dolores que según ella eran de sus huesos, y para muchos otros, que bien la conocían, eran achaques viejos de su alma con remezones de espanto y corazón roto y solitario, de penas no curadas como los resfríos más amargos que se disipan con el cambio de estación sin ser atacados por los fármacos que se obtienen fácilmente, que por eso nunca se curan de forma definitiva. Fue una muerte lenta, en realidad, la del espíritu de esa íntegra señora de pelo blanco como las nubes, y piel brillante como el aceite de oliva, el desasosiego constante de un ser que no encontró la paz, ni se reconcilió con el paso de las horas, de los días, desde el momento en que se encontró con la soledad más horrorosa, el instante en que se peleó con su hijo más rebelde, Anael Canopus, un hombre hostil y resentido, celoso de sus hermanos y enojado permanentemente con su madre por muchas cosas que no vienen al caso en esta historia.

Pasionaria solía contar que él la había echado a patadas de su propia casa tras una fuerte discusión y ella como cualquier madre con el corazón desecho decidió irse, dejándole todo lo material que le pertenecía a ella y a su difunto esposo Nicanor Canopus. Se fue de ese caserón frío de adobe cocido y paredes altas y blancas, sin humedad todavía en aquellos tiempos viejos, sin nada en los bolsillos y sin nada de calor entre las entrañas de madre, dejando fantasmas y entidades benevolentes que la acompañaron en sus años jóvenes, de madre primeriza, acunando a Angustia Canopus, su primera hija. Se convirtió en un dolor errante y permanente, en ese mismo dolor que llevaba como lastre y acomodaba al lado de la almohada cada vez que se disponía a dormir, soledad que la crucificaba, desde la primera noche que durmió sola en la pequeña casita de techos de tejas rojas, acompañada de una estampita de su santo preferido en el espaldar de la cama, con la desazón por dentro como un veneno de letal composición, pero tranquila sabiendo que su otro hijo Josel la acompañaba a pocas cuadras de distancia en el pueblo del Cerrojo. Por qué una estrella dejaba desamparada a su madre, en un universo tan grande y desconocido, por qué sucedía algo así.

“Úlcera gástrica aguda en estado muy avanzado”, le dijo el médico clínico de Pasionaria a Josel, ese fue el veredicto, las palabras que le dieron la bienvenida a la muerte a esa mujer legendaria, así de importante e imponente, Pasionaria, con ese nombre de flor exótica y abundante, como las mujeres de antes, con nombres tan románticos, que no tienen lugar en los tiempos posmodernos, porque se reemplaza al amor y la poesía por cualquier menudencia material.

A la mañana siguiente, Sirio recordaba la mirada triste de su bisabuela, al estar aferrándose al brazo de su hijo en ese auto, como quien se aferra a las últimas oportunidades de vida, esa mirada que en realidad, tiempo más tarde, volvería a ver en el rostro de otro ser muy querido, también en un entorno de muerte.

Sonó el teléfono fijo de la casa, Alba contestó y acto seguido pegó un grito ahogado de dolor, de esos que suenan como si la música se convirtiera en pesadilla, de esos que nunca deberían salir de las voces de las mamás.

—¿Qué pasó, mamá? ¿Qué te dijeron? —preguntó Perla. Sirio estaba en su habitación, al llegar al comedor vio en la distancia a su madre con el teléfono en la mano y con el rostro pálido como la cera de abeja, con lágrimas gruesas que empezaban a asomar y formar un río caudaloso. Perla desde la mesa estiraba el cuello y esperaba atenta una respuesta que no iba a llegar tan fácilmente.

—La abuela Pasionaria —dijo Alba, mientras respiraba entrecortadamente— se murió.

Así se presentó por primera vez la muerte ante los hermanos, Sirio conoció el dolor de la pérdida irreparable que tiene esta vida; el desenlace concreto al que el destino de cada uno nos lleva, como río rumbo al mar; el final de la vida en este mundo y el pasaje directo de la familia para volver a la fuente, como vuelve el polvo de estrellas al universo, cuando una de ellas muere, se desintegra.

Sirio descubrió por primera vez la marca que queda en el espíritu y en la esencia humana cada vez que un pedazo del sentimiento se arranca del mismo ser y se extirpa con la ausencia de una persona de la familia más íntima y querida. Conoció el dolor más fuerte e irascible que va quemando de a poco a lo largo de nuestras vidas, con golpes de recuerdos y memorias. Unas evocaciones que tarde o temprano se olvidarían si no se escribían, o quizás, nunca se olvidarían y eso sería peor, se mantendrían como momentos de ansiada felicidad, por la prontitud de alegría que provocarían al volver a su mente, pero con el gusto amargo de reconocer que eso nunca más volvería a apreciarse con los cinco sentidos de la vitalidad plena, y de forma concreta como él quisiera revivirlos. Sirio conoció por primera vez la muerte.

Esa noche con mucho dolor, recuerda que hacía frío, y que realmente la vida era un cartucho de unos cuantos días con final inexorable y pronto a desgastarse, tal vez por eso, hizo entrar en la casa a la perrita que tenían desde hacía ya un tiempo como mascota, le habían puesto de nombre Wendy y era muy hermosa, como tenía frío, la arropó en una esquina y la tapó con ropa sucia, sin saber que Alba estaba con planes de meter dichas prendas al lavarropas muy pronto, y que entre esas remeras y pantalones también estaban las faldas y vestidos de Pasionaria, dejó a Wendy tapadita como a un gusano de seda frágil y recién nacido, tratando de resguardar y prolongar así más su vida canina, tal vez para que la muerte embustera, que andaba rodando esa noche para no volver sola al infierno, no se llevara a su mascota de pelaje gris y ojos verdes, también con ella.

Cuando Alba, todavía con dolor en el pecho y enjugándose las lágrimas por la dolorosa noticia de la muerte de su abuela, se dispuso a lavar la ropa, se dirigió hasta la pila que se amontonaba en el piso y amenazaba con caerse, y casi le da un infarto cuando vio elevarse la montaña de prendas sucias, sobre todo la camisa abotonada marrón y dorada de su abuela fallecida, escuchando un aullido interminable; que interpretó como un lamento vencido y arrastrado proveniente del más allá; vio asomar algo negro y húmedo y luego un par de ojos verdes de intensa inyección hacia ella, por eso fue que salió corriendo, llorando hasta su habitación, y para colmo de males, la perra comenzó a seguirla a trote constante y feliz. Sirio desde su habitación solo escuchó un grito de terror proveniente del lavadero de la casa que estaba cercano a su dormitorio, de su causa supo bastante luego y no fue nada agradable tener que admitir que él había sido el responsable de cubrir con las ropas de su bisabuela muerta a la perra Wendy para protegerla del frío.

Con el paso del tiempo, todo se iba aclarando, como cuando el agua recorre tanta distancia por riachuelos y vertientes pequeñas para desembocar finalmente en el inmenso cuerpo de mar azul, Sirio iba desentrañando la imbricada trama familiar, como se van desatando las cuencas de un rosario hindú, iba descubriendo lo solapado de sus relaciones, lo indiscutible y superficial de las costumbres más mundanas y más íntimas de los suyos. Era inexorable el paso del tiempo en su vida, era indestructible la personalidad que iba conformando y afianzando a sus características personales, le atormentaban algunas, otras le parecían geniales, extravagantes pero geniales, supo entenderse mucho antes que cualquier niño de su edad.

Comprender la naturaleza humana verdadera no era una tarea fácil, sobre todo cuando una persona aún no llega ni a medio siglo de vida, pues entonces, con 12 años nada estaba completamente claro en sus pensamientos, en sus decisiones, todo era factible de discusión interna entre sus ángeles y demonios sentimentales más profundos, sus deseos y sus aspiraciones empezaban a aparecer, lamentablemente él, por entonces, no estaba atento a sus reacciones personales sobre estas manifestaciones, sino que estaba más preocupado por los prejuicios y valoraciones de las demás personas, una particularidad arraigada a su entidad, lamentablemente heredada, quizás de sus familiares más pesimistas y depresivos. Como las multitudes de cristianos que se unen y están en vela por horas esperando el humo blanco o negro de la fumata papal, así de expectantes y atentos a sus virajes y a sus manifestaciones, él creía que estaban las personas que formaban parte de su círculo social, nunca se había sentido más observado y juzgado que en su adolescencia. Sería acaso como el resto de su familia, su temor por eso y su orgullo al mismo tiempo lo colocaban en una doble moral filosa y cortante como la tijera del mejor sastre, así de contrariado se encontró, como muchos años más tarde volvería a encontrarse en su sofá rodeado de sus gatos.

Cómo iba a ser él, qué rasgos, qué bueno y qué malo sacaría como partida de esas mitades genéticas que venía acarreando, de las dos ramas familiares que lo componían, de sus miedos y seguridades, de sus virtudes y desventajas, pensaba durante horas. Mientras la mirada se le perdía en el firmamento celeste y turquesa, que el parral de uvas grandes y moradas de la casa de su infancia le permitía ver, entreverado con algún rayo dorado que se colaba del sol, entre las hojas verdes con muchas puntas de la vid naciente.

Esos tiempos de reconocimiento facial, de caracteres y reacciones sociales ante cualquier encuentro público, o alguna conversación de lo más banal, hicieron que Sirio se cuestionara y barajara dos posibilidades potablemente interesantes en su integridad: si vivía parecido a Absalón traería aparejada la crudeza de una vida trágica y atormentada por los antepasados nativos de un pueblo lejano, del que apenas tenía recuerdos falsos, creados en casi su totalidad por su propia mente y que completaba con alguna anécdota de su papá o su tío Ambrosio, porque no era precisamente su tía Agnes, también hermana de Absalón, una tía presente ni querida en su vida, aunque además, se rodearía de una fuerza descomunal y sobrehumana al servicio de las labores y los quehaceres que demandaba la vida adulta para poder subsistir. Si se convertía en sus parecidos a Alba y a su familia materna, por el contrario, sería una persona completamente estrafalaria y exagerada ante los estímulos de la vida, una persona alérgica en el sentido amplio de la palabra, manifestándose grandilocuentemente ante las peripecias de una hormiga bebé, para aquel entonces, ya venía dándose cuenta de la mella de cada rasgo físico y psicológico testamentario de ambas galaxias de estrellas, que complementadas y brillantes personificaban sus padres.

“¡Dios mío! ¡Madre mía!”, decía la madre. El silencio absoluto y la seriedad, decía sin decir el padre. Qué profecías se cumplirían, quién sería la gitana y adivina que acertaría con su bola de cristal y magia ancestral la desembocadura ineludible que lo crucificaría o lo elevaría al espacio sideral. Cruel adolescencia la que lo mantenía ansioso y sin sosiego mental, lo hacía vivir al extremo, sin barajar ninguna buena posibilidad. Cuál sería el destino que el propio Sirio conformaría con sus acciones y deseos más profundos. Qué misterios acarrearía su vida desde el pasado ancestral, lastres de perdición y enfermedades nefastas o atalayas de éxitos y jolgorios de alevosía. La esencia personal y la probabilidad exacta de un acontecimiento onírico en su vida estaban tan relacionadas como los dos amantes que penden del hilo rojo de la leyenda japonesa, el hilo podía tensarse, anudarse y enredarse, pero nunca se cortaba dejando en vilo y en soledad a los pendientes de sus extremos.

Más allá de cualquier avalancha de emociones macabras o pensamientos diversos y descomunales, las dichas y las desgracias se venían a descubrir más pronto que tarde corriendo el telón de sus propios días, para estrenar sus devenires con creces, promesas firmes, marcando a fuego cada pisada, iban a convertir el futuro de Sirio en el mejor viaje por el cosmos, sobre todo, porque era y sería su propio cosmos de remembranza.

Escribe, Sirio, escribe

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