Читать книгу Escribe, Sirio, escribe - Flavio Salinas - Страница 9

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Sirio Aldebarán vivía en una ciudad pequeña, pero pujante, de su provincia natal, Mendoza. El lugar se llamaba San Gabriel del Sol, era un centro turístico por excelencia, algo árido en el verano y en los inviernos plenos, donde las temperaturas arreciaban sin compasión alguna, era un hábitat propicio para la vegetación frondosa, pero de hojas pequeñas, para contener la mayor cantidad posible de agua como reserva; entre las especies animales que más se podían hallar se encontraban liebres maras y criollas, piches, cascarudos, perdices y aves como pitojuanes, gorriones y tordos; estos últimos vestían plumas negras y brillantes en cualquier época del año. El abuelo de Sirio, Casimiro Altaír, decía que eran mensajeros del tiempo, que, cuando uno se dejaba ver, algo quería decir; eso a Sirio le causaba mucha curiosidad porque consideraba a la idea como un final abierto, dejando lugar a dudas innumerables sobre todas las cosas que podía representar ver un ave semejante: dichas, penurias, éxitos, fracasos, ¡mejor ni pensar! Sirio era un hombre de 30 años, trigueño, algo delgado, con ojos café oscuros y un pelo que, según su padre, había heredado de su madre.

—¡Es una canasta! —dijo una vecina chismosa del barrio en donde vivían, sin dejar de mirar directamente a su cabeza.

—¿Qué canasta? —dijo Sirio mirándola con asombro.

—Tu pelo, mi amor, es bellísimo, una canasta de rulos, ya quisiera yo tener esos pelos.

—Ah, muchas gracias —respondió, riéndose por dentro, pensando que la vecina se refería al bolso de ropa que llevaba colgado en la espalda.

Trabajaba como administrativo de la municipalidad de su pueblo, había estudiado y se había graduado en una facultad estatal; en su país la educación en todos los niveles era pública, y él, por supuesto, prefirió no generar separaciones familiares por viajes a otros lares, ni problemáticas económicas a sus padres para costear su futuro, sin embargo, fue la mejor educación a su entender, porque fue provechosa y su formación para la vida al fin y al cabo; aunque pasar de la escuela secundaria a la facultad, a los 17 años, no había sido una experiencia consensuada por los duendes de la razón que gobernaban en su cabeza. Digamos que fue un hecho maquinal, marcado por el facilismo y la comodidad ostentosa de la distancia que había entre el edificio de educación terciaria y su casa. Muy adentro, escondido entre escombros de dolores solapados y montañas de memorias borrascosas e infértiles, descansaba la pasión de Sirio, la sinergia de sus manos, la vocación de su espíritu.

Era un joven extraño, en el amplio sentido de la palabra, buscando siempre lo desconocido y en otras ocasiones conformándose con lo seguro y constante de la rutina, descartando todo vestigio de cambio o alteración.

Cuando nació, vivió en un barrio alejado del centro de San Gabriel, en donde las aguas corrían tranquilas por las acequias, donde el cielo era tan celeste que se confundía con esas aguas, que de cristalinas dejaban ver las piedras y las ramas que viajaban en el fondo como una corriente anexa. La vida pasaba lenta y parsimoniosa, acompasada por el sabor dulce de la tarde, cuando en el aire sucumbía el aroma de las flores, de las facturas y manjares que se horneaban en las casas y en la panadería del barrio.

Sus padres, Absalón Aldebarán y Alba Altaír, eran dos sumados en potencia, dos personas con dobleces cóncavo y convexo, respectivamente, encajaban a la perfección como el modelo llave y cerradura del mejor cerrajero, vivían los tres felices en una casa alquilada, con un jardín redondo en el patio trasero, con un limonero en el centro, un espacio que para Sirio era la jungla de la televisión; allí se encontraba cuando era solo un crío, entre piratas imaginarios y barcos de enemigos, cuando el limonero se convertía en su propio barco, librando las batallas imaginarias más divertidas de los seres humanos: los juegos de niños.

—Venga, hijo, nos vamos a preparar para ir a ver a tu abuela —decía su mamá por lo general tres o cuatro veces a la semana.

—¡La yaya! —gritaba, a sus cuatro años, con la cabeza en el bizcochuelo, en el mate, aunque aún era pequeño para tomar mates, y en la piel suave y aceitunada de su abuela paterna.

Salieron caminando por unas calles rodeadas de árboles, con veredas empedradas, algunas rotas y descuidadas, por las que había que transitar mirando para abajo, como pidiendo piedad a cada santo del cielo, si no querías tener una muerte segura al tropezar y caer de bruces; y otras rojas, brillantes y perfumadas, recién enceradas y enfurecidas por el sol de la siesta tarde, esas pertenecían a las casas de los más afortunados del barrio Rubíes, el barrio que a Sirio lo vio crecer y lo acompañó hasta los 13 años. Luego de seis o siete cuadras de distancia llegaron a la casa de la yaya.

—¡Permiso, suegra! Acá llegó la alegría del hogar.

A toda voz y jolgorio, Alba anunciaba su llegada con su hijo de la mano, y en su vientre una pequeña que ya tenía nombre, Perla, y sería hermosa como una piedra preciosa. Su llegada estaba acercándose y en menos de dos meses Sirio tendría una hermana, sin saber que se convertiría en una compañera aliada incondicional.

—Pasen por acá, ya tengo el mate listo y la torta enfriándose. Termino de arreglarme las uñas y empiezo a cebar.

La abuela paterna de Sirio era Jesusa Alfahindi, la número 10 de 14 hermanos, tenía una historia trágica y, al mismo tiempo, cargada de la resiliencia más noble e intachable que cupiese en la cabeza de ningún ser humano. La mujer había nacido en el distrito de Bendito Cuartos, uno de los lugares más pobres y desolados del departamento, en los años treinta, 1930 para ser exactos, años en los cuales, en todos los distritos más alejados y arcaicos del centro, creían en cualquier tipo de leyenda, mito o mal presagio que pudiese cruzar por la esquina de la calle y atraer la perdición absoluta, así de extremos. Para colmo de males se sumaban la impotencia y la desesperación de una familia pobre, su familia, cristiana en demasía, adepta a creencias ortodoxas y dudosas, que en muchas ocasiones no podían llevar a cabo por la falta de dinero.

El país en aquel entonces era un torpedo en ignición, una avalancha de nieve que comenzaba sus vueltas de forma progresiva y devastadora al mismo tiempo, digamos que no ayudaba en lo más mínimo a ese tipo de familias más carenciadas. El 6 de septiembre de 1930 un golpe de Estado militar, que dirigía José Félix Uriburu, derrocando la presidencia existente, generaba el inicio de una seguidilla de golpes, hasta mucho tiempo después, cuando la base de la República Argentina presentara de forma definitiva la palabra “democracia”.

Y así, en ese tiempo antiguo fue su nacimiento, pobre como el del niño Dios, como el del nazareno, envuelta en paños blancos, entibiados con agua caliente, en una casa de paredes de barro y con fuego en una esquina cualquiera, para ponerle un poco de temple a una primavera rebelde que ese mismo día empezaba a asomar. Su madre paría y la partera atendía, así se sucedían los años de esa mujer, la que fue su madre, la bisabuela paterna de Sirio; entre la comida y las ropas para lavar, los años para dar existencia a sus 14 hijos.

Pero la vida, como misterio arcano y como ruleta ancestral, le dio a su abuela un destino no tan malo, comparado con el de los demás hermanos; a los 14 años partió para el centro del departamento, para el pueblo, como lo llamaban ellos, para diferenciarlo del campo, del distrito y la miseria, y se casó y al mismo tiempo la casaron, y a la vez la situaron dentro de una función, la de ama de casa; la única escapatoria posible, la única redención alcanzable para las hijas de una familia de escasos recursos y separada de la urbanización más privilegiada. Se consagró en matrimonio con un hombre 20 años mayor, don Calixto Aldebarán, un hombre con sangre india y con el trabajo marcado a fuego como corona de espinas en el corazón, un hombre fuerte y robusto, según su padre; un hombre bien parecido, según su madre, ¡un hombre a mano!, según la gente y las habladurías del barrio del centro al que fue a parar. Ese barrio en donde Jesusa trabajó, vivió y tuvo tres hijos, esa casa en donde las caricias y las medidas de vino se medían con diferentes varas, más ternura y menos grados etílicos hubiese preferido ese domicilio ,con tres habitaciones, en donde más de una vez experimentó el dolor en las mejillas, de forma fortuita y despreocupada por parte de su esposo, cuando este lo consideraba apropiado; aun así, la mujer de alma de acero y voluntad erguida frente a la cotidianidad salía adelante, trabajando en la fábrica horas extras para juntar el dinero necesario para la vida, porque el trabajo de Calixto no era suficiente. Este se encargaba de transportar querosén y lavandina, desde el centro a diferentes distritos y parajes cercanos y en ocasiones no tan cercanos; la demanda de dichos productos no había sido la mejor, por eso Jesusa debía colaborar incansablemente. Su marido partía, montado a caballo o en un burro, según lo que consiguiese, por aquellas calles antiguas de piedra y tierra hecha polvo, la dejaba semanas enteras y hasta meses sola con su prole, pero el amor y la bonhomía de madre eran tan grandes que cualquier rémora se desvanecía como la llama de una vela consumida, como esas que prendía Jesusa, para rezarles a los santos, o a la Virgen Desatanudos o a la de Fátima; larga lista de santos y mártires acompañaban su noche en la cabecera de su cama y en la de sus niños.

La pena se convertía en lucha y el dolor del cuerpo y la desesperanza en miradas de bondad y calidez de niño, por eso y por carácter de madre misericordiosa, Jesusa ponderaba, lidiaba y salía ilesa, con pies y manos ágiles de los golpes de la vida, con una sonrisa ancha de mujer tierna; pero por dentro, con cicatrices gruesas de alma quebrada y esencia debilitada por las embestidas de un destino hiriente. En ese clima de desarraigo familiar, de turbulencias a nivel nacional y desamparo de sus ancestros, la mujer tuvo tres hijos, uno cada diez años, exactamente cada diez años, eso Alba no lo entendía y mucho menos le preguntaba a Absalón sobre el asunto. Él era muy reservado con su familia. Agnes, la mayor; Ambrosio, el varón del medio; y Absalón, el pequeño escuálido y pobrecillo que había nacido con hermanos que se convertirían en padres más que en hermanos para él. En ese orden habían nacido, y en ese orden colmaban la vida de Jesusa y un tanto menos la de Calixto, quien no compartió tanto tiempo con los niños. A la edad de 6 años, Absalón perdió a su padre, de una úlcera pulmonar, por eso las anécdotas de la abuela Jesusa para Sirio, sobre su abuelo Calixto, eran escasas y teñidas de dudosa bondad por parte del caballero, envueltas por un manto de piedad, propio de las mujeres que en esa época solían confundir los golpes y el maltrato con equivocaciones pasajeras y deslices naturales del género masculino. No existían en su realidad palabras tales como “feminismo” y “empoderamiento”; aquellas conductas eran las normalidades de los machos, adosados a ellos como sanguijuelas chupasangre; mientras que la única memoria de Absalón, que en ciertas ocasiones, escasas por cierto, solía compartir con su hijo, era cuando su padre lo encerraba en el cuarto de madera del fondo, a oscuras y solo, para que dejara de llorar.

—¿Eso es un recuerdo feo, papá?

Le preguntó un día Sirio levantando la cabeza para mirar más directo a su padre.

—Es un recuerdo, Sirio. Nada más.

Así contestó su padre, con la mirada sin ver, esa que le había heredado al muchacho, además de su color de piel y de ojos.

Fue entonces cuando Jesusa se encontró en una gran casa, con tres hijos, llena de amor y devoción por ellos y repleta de una soledad conocida gracias a la presencia ausente de su esposo, soledad compañera y viejo tormento de hacía años, un fantasma que impregnaba el aire de olor a nostalgia, sobre todo a la noche, antes de acostarse sola en su cuarto, mirando al cielo y con la espalda protegida por un cuadro de género cristiano.

En esa gran casa se encontraban Alba y Sirio, esperando, cada uno algo distinto.

—Suegra, deme un mate y suelte el esmalte de una vez, antes que llegue su hijo, porque siempre que llega, usted se empieza a confundir y le da todos a él.

—Bueno, Alba, lo preparo bien y te cebo. Lo que pasa es que hoy casi no llego a hacer todo lo que tenía que hacer.

Su nuera la miró de costado, con el gesto típico de sarcasmo que la caracterizaba, antes de preguntar algo sobre lo que ya sabía la respuesta, y le dijo como al pasar:

—¿A qué hora se levantó, suegra?

—A las seis y media —respondió Jesusa, seria y como si nada.

—Madre mía, y ¿no le alcanzó el tiempo? ¡Dios mío, suegra!—respondió Alba llevándose la mano a la frente en señal de exageración, un gesto que la caracterizaba de forma ineludible.

—Es que me levanté y me saqué los ruleros, me pinté un poquito, mientras puse el agua para unos mates, antes de que se enfriara la concina ya la estaba refregando, me di cuenta de eso porque me quemé bastantito las manos; después, me fui al patio a regar las plantas, en eso puse a hervir el agua para hacer los ñoquis, y entre que cosí la costura de unas servilletas para la mesa y amasé, no me dio tiempo de pintarme las uñas.

Terminó el relato con una sonrisa franca, esa sonrisa de las abuelas buenas, de esas que se extrañan con los cinco sentidos y con tantos saudades más, con la sonrisa y la bondad de sus manos esculpidas y suaves, aunque deformadas por la artrosis incipiente y por el trabajo constante de descarozar la fruta de temporada. Alba la miró con tibieza de madre en el rostro y no dijo nada, y así lo dijo todo. Porque las mujeres son tan superiores a los hombres en el plano emocional, y en tantas otras cuestiones, que se conectan con las miradas.

Esa era Jesusa, una mujer dolida, pero luchadora y guerrera al mismo tiempo, coqueta por excelencia y medida en sus palabras, decorosa y modosita, y esa era Alba, su nuera, el polo opuesto, extravagante, con voz resonante y poderosa y no tan producida y cuidada. Era una relación muy amable, de madre e hija quizás, y sentida por el lazo del hombre que las había hecho combinar en sus vidas. Absalón llegó a la casa, luego de un extenuante día de trabajo en la panadería y verdulería que administraba y trabajaba al mismo tiempo.

—Ser jefe tiene su precio, Sirio.

Le decía a su hijo cuando solía llegar a la casa resoplando y con gesto cansado, se despeinaba la cabeza de cabello negro azabache, como la noche sin luna más oscura y surreal, y se quedaba mirando a su hijo, que por aquel entonces ya tenía 10 años y una hermanita de 6, que era preciosa como el clavel del aire más fino visto nunca por los ojos del hombre. Elio lo miraba dudoso de la pregunta y le decía.

—¿Qué precio, papá?, ¿muy caro?

—Precio de esclavo, Sirio, ¿has visto a los esclavos de las películas, esos que no pueden dejar de trabajar, que viven sin descanso? Bueno... ¡ese precio!, el de la esclavitud.

Sirio abría los ojos grandes y se ponía muy serio con esas respuestas que solían dejarlo cavilando, los grandes eran complicados para hablar, la experiencia refinaba el lenguaje, pero al mismo tiempo entumecía el carácter. Con esas charlas formaba argumentos sólidos acerca de su futuro, días venideros que no quería pasar de ninguna manera en esa despensa de alimentos. Trabajar en el comercio era una tarea ardua y prolongada que se extendía por horas, era el momento en que su padre tenía para vender y al mismo tiempo socializar con y sin ganas, dependiendo del día, con vecinos amables, inquisitivos y alguno que otro detestable en el sentido amplio de la palabra. Lo peor eran las viejas chusmas, como decía cada tanto Absalón en la mesa, en alguna comida, compartiendo con su familia.

—Si fuera yo, Absalón, les digo, yo les digo y les contesto sin problemas, y ¿qué te importa?, así de clarito. ¡A mí no!, a mí no me agarran para husmear, es algo que me enferma. ¡Dios mío, qué cosa que me enferma! —Alba se llevaba la mano a la frente en señal de grandilocuencia y decía “¡puuu!”. Esa era una onomatopeya que traía anquilosaba en el lenguaje cotidiano como los lunares que compartía con su padre, abuelo y bisabuelo, era parte de su exageración según el punto de vista de muchos y su forma natural de expresar a la enésima potencia todo lo que pensaba. Era un sonido agudo entre sirena de ambulancia y aullido de lobo castigado por la luz de la luna que una noche no quiso salir. Alba era intensa, hablaba y gesticulaba con señas de manos y moviendo casi al mismo tiempo los 43 músculos faciales. Era el modelo para seguir de Sirio, su madre, su inspiración.

—Ay, Alba, si fuera como vos tendría dos clientes y ningún otro ser vivo en el negocio, ¡vos y tu madre, nada más!, no se puede ser agrio con la gente que compra, hay que cuidar al comprador y tener un poquito más de amabilidad. Ese es el meollo de la cuestión.

—¡Vaya! —respondía su esposa torciendo la cabeza levemente en señal de exageración, tan conocida y típica de ella.

La relación entre ellos era genial desde el punto de vista infantil de Sirio, eran los papás perfectos y mejores compañeros de vida que había encontrado en el mundo, o mejor dicho, compañeros que lo habían encontrado a él. Divertidos y serios al mismo tiempo, seguros de su capacidad para resolver los problemas y remando en equipo si es que la vida se venía a contracorriente. Aparentaban mucha menos edad de la que tenían y sonreían felices a menudo con sus dos hijos.

Alba era una mujer castaña, de rulos marcados y costumbres españolas arraigadas como koala en el bambú, era de esas típicas nietas de españoles, con estridentes cuerdas vocales y formas de expresar la vida a los cuatro vientos, de baja estatura, fuerte de carácter y con soñada aplicación por su profesión. Ella era docente casi a tiempo completo, porque viajaba a un distrito que quedaba a unos 95 km del centro de San Gabriel del Sol, eso demandaba toda la mañana y parte del mediodía, hasta volver a la casa a ver y cuidar a sus hijos, sin dejar de preparar las planificaciones y secuencias didácticas para las jornadas siguientes. Sirio pensaba que su mamá nunca fue solo su mamá, era mamá/maestra, de esas madres que se comparten con otros niños, ella le contaba que entre sus alumnos había chicos muy desprotegidos y humildes, a los que debía acompañar y aconsejar, no solo enseñar lengua y matemáticas. Por eso Sirio no se enojaba tanto cuando tardaba en llegar el transporte que la traía de vuelta, sabía que tenía que cuidar a otros niños; por eso él, desde el fondo de la casa en donde vivían, acercándose la hora del regreso, esperaba expectante y al llegar la camioneta cargada de mamás/maestras, de guardapolvos blancos perfectamente pulcros, salía corriendo a abrazar a su madre, la tomaba a la altura de la sus caderas, queriendo abarcar el amor del mundo con un cinturón de brazos, que, por ser pequeños y cortos, no alcanzaban a cerrarse para envolver a esa mujer fuerte de mirada clara y con aroma a perfume mezclado con tiza y madera de pupitre antiguo.

Pero si existía una persona fuera de lo normal y con un amor obsecuente y exagerado para con Sirio, esa era su abuela materna, Angustia Canopus. Uno de los personajes principales que se llevaba todos los galardones del planeta y de otros mundos sagrados de sus pensamientos. Era esa persona completa que, sin dejar de ser humana, representaba todo la ternura que su nieto había experimentado en sus años de vida, una ternura que atraía la magia de un abrazo perpetuo, una caricia que marcó el alma desde el nacimiento y que viviría como el fuego de una antorcha perenne a través de los tiempos.

Angustia Canopus, Sirio soñaba dormido y despierto con ese nombre, el nombre de su abuela, su ser preferido, su madre, hermana, amiga y todas las representaciones femeninas necesarias para un pequeño de diez años, era la tarde y el alba en su vida, era la finca y el campo abierto, era las conservas de duraznos recién cosechados en noviembre y era el ocaso del sol al poniente. Al pensar en su nombre Sirio se emocionaba.

Angustia era hija de españoles, había nacido en la Argentina, pero su madre y su padre eran oriundos de ese país, almidonado en los ajustes de los tacones de las flamencas, eran de allí, en donde las polleras de las gitanas volaban libres y a lunares con el viento sentimental de las plazas y los tablaos, quizás por eso ella traía consigo la furia y las costumbres arraigadas de las cincuenta provincias juntas. Era una mujer fuerte y débil al mismo tiempo, insegura en muchas aristas de su vida, con una mirada excéntricamente fatalista sobre los asuntos de la vida, no conocía de reparos a la hora de hablar con la gente y muy poca era la vergüenza que experimentaba si de sonsacar información de estilo chismerío se trataba.

Sus padres don Nicanor Canopus y doña Pasionaria Castor, la criaron en la época paralela en la cual había crecido Jesusa, la otra abuela de Sirio. En una realidad no muy diferente en cuanto al contexto, la vida en la finca y en el campo también era austera y humilde en tantos sentidos. Angustia tenía dos hermanos varones, Josel y Anael, ambos más chicos que ella, Josel era el menor y el más querido por su madre, por ello Anael experimentaba malos sentimientos como el rencor y el desarraigo, según lo que la abuela de Sirio le contaba sobre la vida con sus hermanos en la vieja casona familiar, ubicada en un distrito lejano y separado del centro de San Gabriel del Sol.

Sirio, conforme pasaban los años iba comprendiendo, gracias a los dichos y remembranzas de su abuela, cómo habían sido esos años pretéritos, en donde la vida era más simple, pero también más sacrificada y colmada de dolores que debían enmudecerse, como la traición más infame y que nunca debía ver la luz de la realidad. Fueron muchas las historias de su abuela preferida, aunque en épocas donde Angustia no tenía ganas de compartirlas, era imposible que se le pudiese sacar alguna, se enquistaba como un canguro en su bolsa materna y allí quedaba con la mirada extraviada en un pasado tormentoso y feliz en ocasiones.

En situaciones donde su corazón flaqueaba y el recuerdo se le escapaba a lugares oscuros, donde parecía que toda la alegría del mundo se había acabado, en esos intervalos de sinceridad absoluta, ella compartía con Sirio algunas memorias no tan buenas, por ejemplo, cuando su madre la dejaba internada en su casa, al cuidado de su abuela materna, quien estaba muy enferma y dolorida, postrada en su cama y con la costumbre arraigada de escupir flemas y todo tipo de líquidos en el piso de la habitación. En este contexto, muy poco apropiado para una niña de 12 años, ella debía encargarse de trapear el piso, darle agua y suministrar la medicación a su abuela, quien en muchas ocasiones le decía, entre palabras difusas y sonidos guturales, que era una infeliz y que poco servía como enfermera; también recordaba cuando debía lavar a mano, con la ayuda de una tabla incluida en la fuente de cemento del lavadero, las ropas de su madre, padre, abuela y hermanos, o fregar los pisos y las paredes con cepillo y lejía como herramientas. Tal vez por eso sus manos estaban rasgadas y tenían ese color acuciante, ese dolor crónico, que hacía que se apesadumbraran al acostarse y descansarlas, recordando, con la memoria partida y con el alma quebrada, el pasado abatido de angustias que caminó. Digamos que fue una niña que a los trece años conocía más tareas de adultos que juegos infantiles, esos eran los que escaseaban en ese entorno campestre, donde se entremezclaban los patios de tierra y el terreno de las gallinas picoteando el maíz.

Ella solía contarle a Sirio cuando jugaba al balero, o a la payana o payanita como le decía ella, Sirio nunca iba a olvidar el brillo en esos ojos de avellana clara, cuando su abuela, de forma efusiva, le contaba de qué se trataba el juego. El término payana viene del quechua pallay, que traducido al español significa recolectar o recoger del piso, consistía en tomar 5 piedras pequeñas, dejarlas próximas en el piso, lanzar una al aire, tomar otra velozmente del piso, y agarrar la que tirabas previamente antes de que esta tocara el piso de nuevo, y así quedar con las dos piedras en la mano y de esa forma jugar hasta robar las cinco que estaban en un inicio en el suelo. Angustia contaba que hacía torneos con sus amigos para llegar al ganador más rápido y experto en payanita.

—Vamos a ver si pasa el colectivo, Sirito —le decía su abuela siempre que él estaba en la chacra por unos días con ella y su abuelo—. Son casi las siete, así que debe estar por pasar, tu tía me ha mandado del centro unas toallas nuevas y el chofer me las va a pasar a dejar.

—Bueno, vamos, pero no estemos dos horas esperando, abuela, si no pasa yo me vuelvo a la casa —le decía Sirio con cara de enojo.

—Dale, Sirio, no seas vago, si no estás haciendo nada, de paso te enseño un juego que hacíamos nosotros cuando éramos chicos. Cuando llegaron al asfalto roto y avejentado que marcaba la ruta por donde pasaba el colectivo, Angustia se agachó y le pidió a Sirio que la siguiera.

—Mira, mi amor, esto se llama payana, tú agarras cinco piedritas —lo dijo tomando las piedras que se estaban desprendiendo de la calle—. Y haces esto, ves, vas tratando de agarrar las piedras de abajo, del piso, sin que lleguen las que vas tirando antes.

Sirio miraba maravillado el movimiento de mano de su abuela, nunca la había visto con semejante audacia y movilidad, el movimiento de muñeca y la rapidez de sus dedos, todo era muy rápido.

—¿Y qué me cuentas?, vamos a ver si te sale. —Sirio la miró con mucha gracia y no pudo sostener la carcajada.

—Es refácil, abuela y ¿con esto jugaban?, bueno, a ver si me sale —dijo mirando para abajo con la sonrisa todavía marcada en los labios, tomó las mismas cinco piedras y falló en el primer intento, probó suerte de nuevo y otra vez falló—. Lo que pasa es que el problema son las piedras, las voy a cambiar. —De nuevo falló, al sexto intento con las nuevas piedras se dio por vencido—. No puedo —dijo al final, serio y enojado.

—Ja, ja, ja, y ahora quién se ríe —dijo Angustia—. Viste que no es nada fácil, Sirito, no, si no es soplar y hacer botella, según el dicho, hay que practicar.

—Ahora entiendo —se jactó Sirio, abriendo los ojos como manzanas—. Las horas que habrás estado practicando esto para que te salga tan rápido y así ganarles a tus compañeros, abuela, con razón has estado tan entretenida.

—Bueno, bueno, ves que tu abuela es viva y sabe cosas, querido, no, si tan tonta no soy.

—¿Y el abuelo Casimiro también jugaría? —le preguntó Sirio.

—Supongo que sí, aunque yo nunca jugué con él, tu abuelo de chico vivía acá con sus seis hermanos, mi casa estaba muy retirada de acá, yo lo conocí más de grande a tu abuelo.

—Debe haber sido rápido —le tiró la frase como al pasar, sabiendo la respuesta graciosa que su abuela le iba a dar y que siempre diseñaba para dejar a su marido como una tortuga con muletas.

—Sí, madre mía, Sirio, ¿tú no conoces a tu abuelo todavía?, yo creo que mientras sus compañeros ya coronaban al campeón de la payana, él todavía estaba eligiendo con qué piedras jugar, lo pienso y lo estoy escuchando decir, “esta no porque es muy chica, esta no porque es muy grande, la que no tiene punta es muy lisa”, y así de impertinente es tu abuelo, Sirio, es un hombre indeciso para todo, imaginátelo jugando a la payana, ¡joder!, no me hagas reír, querido.

Sirio aguantaba la risa a más no poder y terminó descostillado a carcajadas en la orilla del asfalto caliente por el atardecer, con olor a jarilla y a árbol de membrillo en el corazón, sabiendo que realmente era así, su abuelo era indeciso haciendo alarde de la palabra, pero además sabiendo, con toda plenitud, lo mucho que se amaban, o quizás, lo mucho que estaban acostumbrados a vivir el uno con el otro. Era una relación con sus zonas de oscuridad, pero sobre todo con mucho humor y acompañamiento mutuos.

Escribe, Sirio, escribe

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