Читать книгу Escribe, Sirio, escribe - Flavio Salinas - Страница 13

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La marcada crueldad que se vive y se siente como hierro fulminante en el tejido epitelial más débil y desprovisto de resistencia, el vapor denso y pesado que se aplasta sobre los hombros de los caídos y cabizbajos, toda la inconsistencia personal y la falsa seguridad; eso y mucho más fueron las sensaciones de insuficiencia en la adolescencia de Sirio.

Almohadas aplastadas por puños dolientes queriendo extirpar la rabia contenida y los deseos oscuros de determinación y maleficios que sentía contra todos aquellos que día tras día le ejercían en la cara el bullying nefasto y de lo más variado. Fue el proceso que quizás lo determinó y a su vez lo endureció en las relaciones sociales en cambio de fortalecerlo, no fue su mejor época, nunca la recordaría como algo memorable ni entrañable.

Desprenderse de amigos de una escuela y conquistar nuevos amigos en otra suponía un reto importante para él. Los alumnos que conoció en su primer año de educación secundaria no fueron de gran encanto para su persona, una niña cascarrabias y engreída que pasaba burlándose de su pelo, otro niño que se sentaba a lo lejos no dejaba de hacerle gestos obscenos con sus manos y partes íntimas, para coronar la permanencia de esas cinco horas diarias interminables de tardes infectas, se sumaban las cargas de artillería pesada que suponía el estudio de muchas materias a las que debía prestar especial atención si no quería fracasar, el ánimo de los docentes de aquella época también dejaba mucho que desear, todo en su conjunto no sumaba a priori una estadía cómoda en lo que suponía la escuela.

Por motivos obvios y propios de la edad, a todo aquel infortunado y desalentador panorama, se agregaban los miedos y la incertidumbre por el futuro, las definiciones de carácter y afinidades con el género masculino y con el femenino, las creencias religiosas y los cuestionamientos sobre el origen de la vida, si existía o no un Dios o algo o alguien superior, a quien rezarle para cuando las cosas se venían cuesta arriba, o cuando los logros se desmoronaban como castillos de arena vieja arrebatada por el viento cruel y salado del océano, para confrontar la inquisición con valentía y esperanza. Todos los supuestos se tambaleaban de forma fluida, nunca encontró un grupo al cual pertenecer, con el cual poder identificarse y relacionarse, por eso, su propio desempeño académico le colocó las etiquetas de mamón de los libros, puto estudioso, maricón aplicado y chupamedias de los profes, para la mayoría de los compañeros, mientras que para su compensación moral y ética logró congeniar con un grupo reducido de cuatro o cinco chicos, también estudiosos y, por supuesto, aplicados y dedicados a las costumbres sanas que Sirio consideraba propias de un círculo social joven.

El costo-beneficio del primer año en la escuela no dejó nada bueno como novedad bien recibida por su parte, aunque para sus padres supuso un logro enorme y bienvenido, ambos vitoreaban a su hijo con el boletín de calificaciones en sus manos y lo felicitaban cada año y cada cierre de ciclo lectivo finalizado. Estaban felices por lograr reunir a su hijo mayor de nuevo con un grupo de jóvenes decentes y de buenas familias. Mientras tanto la sonrisa de Sirio escondía el flagelo y el escarnio público de todos esos años, de un grupo etario con el que nunca se sentiría completamente identificado y a gusto, una afrenta pesada y herrumbrosa que endurecía su coraza sentimental como piedra y acero fundidos, alimentaba su ego y su individualismo de forma peligrosa. Pero qué experiencia podía existir en el mundo mejor que ver alegres a sus padres por sus logros y dedicaciones; por eso, por el amor y la ternura que traía consigo, las maneras y los modales de las estrellas pretéritas que lo componían, él se conformaba.

De las pocas cosas buenas a las que le sacó provecho furtivo, en aquel tiempo de cielo gris de dudosas nubes, fueron al kung-fu y a la danza flamenca y española, disciplinas que poco y nada tenían que ver una con la otra, y a la vez, ambas le hacían ejercerle presión al cuerpo para desarticular la mente, era la especie de droga precisa para generar el efecto cuello de botella que necesitaba para estrangular la depresión, la rabia cruda y los desaires que sentía muy en lo profundo de su corazón.

Cada mañana el corazón despertaba como un músculo insignificante que en realidad nunca dormía, cada mañana latía, cada noche latía, al amanecer llegaban los rayos dorados anunciando el trabajo y la rutina aciagos que le correspondían. Era Sirio mismo quien se empezaba a entender y a sentir como integridad humana física y biológica, espiritual y social en total plenitud, era la época de la metacognición, de las definiciones y las determinaciones más importantes que lo irían conformando dentro de su propia personalidad y forjarían los pilares duros, los cables a tierra de su vida, y sin ser consciente de esto, él se entregó al paso de los días, al devenir del futuro, sin saber que ese ciclo conformaría lo bueno de su persona, lo que estaría agraciado de llevar consigo; pero también, tristemente, lo malo o no tan deseado, que de arraigado como las culturas más intransigentes, nunca podría por sí solo desprender de su esencia, sin una guía de buenos consejos.

Por aquel entonces solía viajar a menudo en transporte público a la chacra de su abuelo Casimiro Altaír, que se ubicaba a casi una hora de viaje del corazón de San Gabriel del Sol, la chacra era su lugar favorito en el mundo por aquel entonces, un sitio tranquilo, en contacto permanente con la naturaleza más pura y salvaje que se podía vislumbrar a kilómetros a la redonda, era un sitio soñado de siestas benevolentes, donde ninguna rémora podía interrumpir el descanso y la paz que generaba en el alma; lugar de acequias generosas; frutales de ensueño y película, que dulces cerezas y ciruelas ofrecían en verano y flores grandes y aromadas de exquisitez descubrían en primavera. Unas plantas de excéntrica vegetación y follaje se revelaban en los lugares más protegidos y cubiertos de la humedad y del rocío más escondido, todo aquello era un homenaje a la abundancia de la naturaleza más pura. Un sitio de amores prohibidos y clandestinos de su infancia y de su juventud, paraíso que se convertía en musa inspiradora cada vez que pisaba su suelo, que sentía su sangre correr por las viñas, que respiraba el campo y la tradición por la nariz hasta inundarse de éxtasis de cultura, sueños y memorias entrañables. La chacra fue todo eso y todo lo demás que las palabras más románticas no alcanzan a describir, fueron los años felices, fueron los caminos de día y de noche con luciérnagas por los surcos del parral, adornado en cada esquina con algún rosal silvestre o enredadera, que luego de décadas recordaría de forma constante y con doliente y emotiva evocación, por el pasado dorado que representaría en su vida.

El camino de ida, con los auriculares puestos, apreciando la naturaleza que escoltaba el asfalto caliente de las tardes de otoño, las hojas que se desprendían de los árboles más añosos y arcaicos, formando túneles vegetales, por esas calles iban sus sueños, sus pensamientos, con algún libro en la mano, sintiendo el perfume de alguna persona, que, viajando en el colectivo, desbordaba su fragancia como las flores del atardecer, el camino lo recorría ese transporte que lo llevaba hasta la casa de sus abuelos, y también lo recorría Sirio, con el alma puesta al servicio de la felicidad más plena y vital, sus colecciones de pinturas y hojas en blanco para dibujar y en ocasiones apuntes de la facultad y resúmenes a medio hacer. Todo eso y la música, la música siempre, la música sanadora y fiel que siempre lo acompañaba en cualquier viaje a la finca.

Al terminar días de ensueño, en aquel glorioso lugar: el camino de vuelta, con la tristeza de lo que fue y los rezos y los pensamientos que quedaban en las repisas de árboles y casas de madera que construía en los corrales de los animales; la presión de volver al mundo real, donde el tiempo era el encargado principal de marcar el cómo, dónde y cuándo de cada cosa; la escuela, el estudio y las obligaciones; la rutina que no esperaba, no ofrecía ni el más mínimo descanso de su razón.

Aun así, el universo de la chacra fue sin lugar a dudas el que quedó marcado con vehemencia como una de las épocas de evocación más encantadora y poética de la vida de Sirio Aldebarán. Un cosmos que nació antes de que él naciera, con una estrella que vivía dentro y que tendría muerte en septiembre.

Almuerzos eternos, con largas y costosas preparaciones, mesas armadas y dispuestas de tantas y tantas maneras, el horno de barro y las parrillas para el asado de las carnes rojas, los crisantemos, las madreselvas, las adelfas y sus venenos y sus malas reputaciones, el jazmín de lluvia y las cornetitas rojas que hacían de redes y techos para la sombra, el parral y las uvas, el topinambur que nacía de tubérculos, colmando de amarillo y fervor al jardín cuadrado, los malvones y los rosales de terciopelo rojo, y las flores y más flores que cambiaban con los años y con las estaciones y según los caprichos de Angustia Canopus, la que lo diseñaba y regaba. La casa, ese caserón grande, de paredes de adobe cocido, de fríos de témpano y de hielo que la convertían en una heladera constante y amable, los dos comedores, las tres grandes habitaciones, el baño que por siempre recordaría ser inaugurado con una fotografía y con el corte de una cinta bordó, por el solo hecho de estar dentro de la casa.

Cuántos eran los recuerdos y cuántas las memorias que no se iban a perder y que iban a quedar sumidas en el inconsciente profundo y remoto de una constelación familiar de tormentas y amaneceres. Era la ramificación de las generaciones, era el descanso pleno al abrigo del todo por el todo, la seguridad más grande que puede dar el cobijo de estar todo tu corazón completo, por ver y sentir a todos los corazones de los tuyos, dentro de la misma casa, debajo del mismo techo, con las manos juntas, calentadas por la misma chimenea, el olor a humo constante, para recordar, después de tantos años, que hasta el más cruel y rudo invierno podía superarse con un suéter de lana viejo y una taza de chocolate caliente de una abuela entre las manos.

—Casimiro, a ver si te pones como es debido a preparar el horno y limpiar la parrilla de una buena vez —enfatizaba sus tonos Angustia, desde la cocina y sin mirar a su marido—. Este hombre siempre igual de calmado y aplastado, me tiene cansada —se quejaba sin dejar de hacer y condimentar las ensaladas.

Sirio desde la habitación más próxima a la cocina escuchaba en silencio y divertido la conversación, una de tantas y tantas iguales y siempre iguales de sus abuelos, sintiendo cada vez más ganas de levantarse para recorrer la finca en su totalidad, puesto que era tal la grandeza que brindaba aquel paisaje que el cuerpo de Sirio se sentía colmado y a la vez simple y relajado, en semejante majestuosidad.

—Ay, Dios mío, Angustia, la culpa de todo esto la tienes tú, de que esté dos horas para atarme los botines de trabajo, si me hubieras comprado otro calzado, como es debido, sin cordones mejor, no estaría dos horas atándomelos, además he estado buscando las medias que hacían juego en el cajón como dos horas también, todo porque la señora no me las dejó encima de la mesita de luz —respondía Casimiro, también a los gritos y sin mirar a su señora.

—¡Claro!, cierto que el señor es un niño al que hay poco más que vestirlo; calla, calla, qué hombre impertinente —cerró la discusión Angustia, justo cuando Sirio salía de la habitación, medio despierto y medio dormido, con los pelos parados y con los ojos pegados del sueño nocturno.

—Abuela, ¿queda café? —preguntó Sirio.

—Pregúntale a tu abuelo que era el que tenía que ir a comprar al almacén anoche.

—¡Abuelo! —gritó Sirio—. ¿Compraste café?

—Ay, Dios mío, ¿vieja?, ¿no me anotaste el café?, no sé si queda, debe haber quizás unos dos o tres o cuatro o cinco, seis, saquitos de té nomás, fíjate en el armario.

—Bueno, ahora miro —dijo Sirio, tratando de encontrar algo para desayunar, sin saber que en poco tiempo ya vendría el almuerzo y sin saber por qué su abuelo siempre dudaba de decir dos o tres, por lo que siempre decía por los menos cinco o seis posibilidades de cantidades extra, quizás por eso su nombre le venía al pie de la letra como decía Angustia, qué hombre impertinente es Casimiro, casi esto, pero no, casi aquello pero tampoco, casi uno, dos, tres o cuatro o cinco, quizás seis o más, ¡qué hombre más impertinente!

Esa era la convivencia que los concitaba a sus abuelos, una coexistencia de peleas, luchas intestinas, y rabietas sin sentido, pero siempre acompañados por el saudade de los viejos tiempos, de los años de oro, de los buenos y antiguos recuerdos, de los amigos, conocidos y familiares en común, acostumbrados a los almuerzos frente al noticiero de las 13 horas, al calor de la estufa a leña y con las charlas nocturnas que nunca nadie iba a conocer, esas conversaciones secretas que se daban con tonos bajos, amigables y sin atisbos de guerras.

Tiempo más tarde, sentado en su mesa y con el peso de largos años en la espalda, Sirio iba a entender la fuerza del mandato que se estigmatiza en el nombre, se arraiga y enquista como un parásito, en ocasiones con piedad e indulgencia y en ocasiones sanguinario, a la vida, al cuerpo y al destino de cada persona.

No por nada su abuelo resultaba tan indeciso, nadie podría imaginarlo, quizás era una mera casualidad, quizás no, y quizás era la palabra que su abuelo más usaba, el quizás y el será eran los caballos de batalla para dar cierre a cualquier tipo de conversación por parte de Casimiro, era su costumbre, será, quizás, no sé. Mientras que Angustia vivía angustiada, así de literal, por aquellos tiempos, y los venideros, quién no tendría preocupaciones en la vida, era como prohibir el canto de las aves canoras, o tratar de que una tortuga no asome la cabeza del caparazón que lleva a acuestas, esa era Angustia Altaír, mujer fuerte y brillante ante los ojos de niño y de adolescente de Sirio. Una persona irreemplazable, un ser único y empático, quizás en demasía, según el modo de ver de su nieto mayor, de esas abuelas que solo se tranquilizan si ven a sus descendientes comiendo o por comer, teniendo las necesidades básicas satisfechas opíparamente; esa era ella, una mujer que además de continuar con su vida, resolviendo sus propios problemas y los de su marido, trataba de que nadie más sufriera o tuviese preocupaciones si es que ella podía impedirlo.

Ese estado de alerta constante no le traía precisamente un ritmo de vida relajado o pasivo, sino más bien una fase de animación constante que generaba en ella un sentimiento de opresión en el pecho, que siempre hacía mella en sus charlas, ya sean importantes o no, una persona asustadiza en cuanto a los peligros que se debían correr para observar, aprender o emprender algo nuevo, a veces la negatividad le ganaba al costado desfachatado que podía llegar a impregnar de creatividad y emoción su propia vida. Bastaba cualquier tipo de rencilla o problema menor dentro del seno familiar para que ella pasara horas en silencio martirizándose y quemándose la cabeza pensando, o tratando de razonar una posible respuesta o absolución que a veces podía ofrecer y a veces no.

Entre los veinte y los veintiún años, Sirio logró obtener su título de administrativo socio-comunitario, fue un momento memorable el cual compartió con una parte reducida de su familia, una tarde lluviosa y fría, atípica, de principios de febrero, ese mismo mes logró, mediante la presentación de su formación, un puesto en el municipio de su pueblo. El trabajo como administrativo en la municipalidad de San Gabriel del Sol, en un primer momento lo cautivó, ya que le permitía comprender a fondo los necesarios y prioritarios ejes de manejo y tratamiento de los distintos estamentos dentro de este, lo arrimó con cautela, pero con mucha consistencia a la cultura y la historia arraigada de San Gabriel, conocer y participar en los trámites que los vecinos y demás pobladores de su zona debían llevar a cabo, trabajar en constante comunicación con diferentes esferas e instituciones de forma mancomunada, comprender que las acciones individuales no valían de nada por sí solas, si no generaban un efecto y un resultado esperable en grupo, logrando a plazo un cambio positivo en la realidad de la sociedad.

Lo que Sirio no sabía era que ese trabajo, como tantos otros, se volvería rutinario y encadenado a una monotonía existencial y banal, que lo haría, a posteriori, cuestionarse si realmente era lo suyo, o era algo que simplemente hacía como si fuera una máquina ajustable y eficiente a los efectos de la producción.

Nunca olvidaría el día de la primera paga o el primer sueldo como le dijo en su oportunidad Alba, ella estaba ordenando ropa en su dormitorio, tarea que hacía muy a menudo, porque era muy adicta a todo lo que ropa se refiriera, Sirio entró a la habitación.

—Hola, mamá, podés creer que ya cobré.

—¡Ay, Dios mío, madre mía!, mi hijo de mi alma, ha cobrado su primer sueldo, hay que contarle a tu padre, ¡Absalón! —pegó el grito desaforada.

—Pará, mamá, que no hay tanto que festejar, si esto es una miseria, a vos te parece, no puede ser, poco más de cuatrocientos pesos, ¿te parece digno? —dijo Sirio con las cejas entornadas y mucha rabia interna.

—No importa, mi vida, ese es tu primer sueldo, es el resultado de tu esfuerzo, además ya vas a cobrar más, vas a ver, es de a poco, o cuánto te crees que cobro yo con más de veinte años de antigüedad como docente, y cuánto fue mi primer sueldo, seguro menos que el tuyo, en aquella época, hace añares, puuu —exclamó largo y exagerado como solía hacer Alba—. No me hagas acordar de eso, mi Sirio. Madre mía, Dios mío, el primer sueldo de mi hijo, ¡santo cielo! —cerró su discurso con más y más grandilocuencias y gestos de alegría y orgullo.

Esa felicitación valía más que el dinero, peso por peso, que representaba su pago mensual, por su primer sueldo en la municipalidad. La tarea había sido fácil y muy dificultosa por momentos, fue su primer mes de trabajo, entre papeles, preparación, asistencia social, poco o muy satisfactoria, a veces su trabajo le gustaba, otras veces no compartía los ideales o los gustos con sus compañeros de oficina, era un trabajo más y listo, eso le había dicho Absalón un día.

—Sirio, si fue para lo que te preparaste, así que no te quejes. La vida se trata de eso, estudias un día, otro día empiezas a trabajar y hay que darle y darle, y a no cansarse, mi hermano, es así.

Vaya explicación había tenido que escuchar pensaba Sirio. Así de plana y lisa era la vida según su padre, quien año tras año abría la verdulería y la carnicería día tras día, a los 8 de la mañana, hasta las 22 horas, cuando se cerraba la persiana de aquel almacén tan conocido en su barrio.

No puede ser, se dijo en variadas ocasiones, sobre todo, cuando haciendo zapping en la televisión veía a cantantes y bailarines famosos, que llenaban de luz y de felicidad los paneles y escenarios que pisaban con su arte, y trabajaban haciendo eso. Sirio sabía que la vida no podía ser solo eso, qué era lo que faltaba, se habría equivocado de carrera, quizás el miedo a irse de su lugar y de su terruño lo había coartado, quizás sí, quizás no, le hubiese dicho su abuelo Casimiro. Será que tendrías que haber estudiado otra cosa. Sirio escuchaba una voz desconocida en su cabeza, que luego de muchos murmullos y tormentos identificaba como su propia voz.

Sumado a estas incomodidades incipientes en sus días, apareció la necesidad de aprender a manejar, algo en qué transportarse, ya que el trabajo dentro de sus funciones le exigía tener que desplazarse a distintas instituciones y asociaciones para llevar a cabo entrevistas, completar formularios y transportar papeles de importancia.

Un día de esos en que cualquier persona, un poco desconfiada de sus capacidades, pero determinada por su necesidad imperiosa y en crecimiento, Sirio se dijo a sí mismo:

—Voy a tramitar mi licencia de manejo.

Se lo comunicó al poco tiempo a su papá, un día como cualquier otro, comiendo, junto con Alba, Perla y sus otros dos hermanos menores, que para entonces ya habían nacido, Casio y Unai, quienes contaban con siete y cinco años de edad.

—Yo también quiero —dijo Perla.

—Querida, cómo sos, si tú no lo necesitas para trabajar, aprovecha que te lleven a todos lados —le contestó Sirio con asombro.

—Vos estás loco, hermanito, ya tengo edad suficiente para poder arreglármelas solita por la calle. —Sirio siempre había admirado la capacidad de Perla de desenvolverse en el mundo que la rodeaba, con todas las personas que conocía, con sus amigos, con las personas que no quería. Ella perfilaba una independencia singular.

—No está mala la idea —acotó Absalón desde su lugar en la mesa, que, por cierto, siempre, siempre era el mismo lugar—. Yo creo que tienen que aprovechar el viaje y empezar esto juntos.

—Sí, además pueden practicar juntos con la camioneta de su padre —dijo Alba entusiasmada.

Los niños más chicos, jugando y peleando al mismo tiempo, paraban unos momentos para poder escuchar lo que los mayores hablaban, sin poder entender mucho de qué se trataba todo lo que decían.

—No se diga más, esta misma tarde vamos al parque a practicar manejo y estacionamiento —se adelantó Absalón, levantando el vaso de vino con mucha determinación.

Esa tarde fue calurosa, salieron los tres en la camioneta, grande, alta, incómoda a los ojos de Sirio; fuerte, suave y genial para la vista de Perla. Llevaban en el baúl dos jaulas de verduras que habían traído de la verdulería, vacías, por supuesto, para colocar como referencias para poder estacionar entre ellas. Las pruebas de manejo que Sirio había realizado hasta el momento no habían sido del todo satisfactorias, ni mucho menos exitosas a su modo de ver, el cantero de cemento, lleno de flores, en la entrada de la chacra del abuelo de Sirio se había salvado por poco de una embestida inminente, cuando al comando de la camioneta iba él, semanas atrás, tembloroso e indeciso, apretando el acelerador, en vez del freno.

Las pruebas de manejo en el parque no fueron tan terribles, unas peripecias que serían la antesala poco prevista y nunca prevista, mejor dicho, para una vida automovilística desastrosamente vecina en la vida de Sirio Aldebarán; ojalá todos los años venideros hubiesen sido como esas pruebas en donde los días arriba de la camioneta pasaban en lugares llenos de naturaleza y seguridad.

Posteriormente, luego de haber obtenido la teoría que se precisaba para estudiar y pasar la primera prueba, los hermanos se dirigieron a la seccional policial que estaba en la avenida secundaria de San Gabriel para poder rendir el examen teórico para la licencia de manejo. Una vez allí, en la salita de espera, recibieron los resultados, Perla había aprobado, Sirio desaprobó con media centésima por debajo del mínimo requerido para pasar al examen práctico.

—No puedo creerlo, Perla, esto es una injusticia, no puede ser que por tan poco, o por una pregunta estúpida relacionada con un avión me desaprueben, esto es un desastre —se lamentó Sirio, suspirándole a su hermana.

—Bueno, Sirio, ya lo vas a pasar, estudiando más, hermanito —respondió Perla con media sonrisa de pena.

—Claro, vos lo decís porque para vos es fácil, sos linda, por eso te sale todo bien —contestó Sirio con pizca de enojo y envidia.

—Sirio, por favor, no me hagas reír, aunque no te voy a negar que el oficial no dejaba de mirarme cuando me entregó el formulario para completar, no sé por qué en realidad.

—Por favor, Perla, no te hagas la tarada, nena —finalizó la conversación Sirio, sabiendo que tenía que esperar dos largas semanas, pensando qué más podía llegar a interpretar del manual de manejo.

A los quince días, volvieron, Perla realizó una vuelta a la manzana en la camioneta con el mismo oficial de policía que le había entregado dos semanas atrás el formulario para la prueba teórica, salió de las oficinas de la policía con el carné pegado en la frente como símbolo de su triunfo, mientras tanto, Sirio se encontraba en la vereda con el examen teórico aprobado al fin, con el mínimo indispensable obtenido, aún no podía creerlo, aunque lo que realmente tenía que aprender de esa lección era algo mucho más trascendental, una lección que meses después entendería.

Otra espera, otros quince días, dos semanas esperando para la prueba práctica; ese día se levantó temprano, junto con Absalón, que dejó a un amigo en la verdulería, para acompañar en la camioneta a su hijo a terminar lo que había empezado hacía ya más de un mes.

—Vamos que hoy te venís con la licencia, Sirio —le dijo con entusiasmo a su hijo.

—Estoy seguro de eso, ya está, a partir de hoy manejo para todos lados yo solo, lo necesito para moverme, papá, no puedo llegar a tiempo a todas las oficinas que necesito visitar en un día común de trabajo en la municipalidad, así que hoy tengo la licencia sí o sí —decretó como una sentencia de éxito.

Una vez dentro de la oficina le dieron el turno, había dejado estacionada la camioneta de Absalón frente a la oficina de la seccional, entre dos motos de personas particulares que estaban esperando también hacer la prueba de manejo, y unos conos de referencia naranja flúor que pertenecían a los oficiales.

Sirio subió a la camioneta cuando fue su turno, por el lado del acompañante, un policía gordo y serio, sabía que a ese hombre lo tenía visto de algún sitio, pero los nervios empezaron la carrera con la ansiedad y la cabeza de Sirio se convirtió en un hervidero con peligro de erupciones volcánicas.

—Bueno, pibe, arranca nomás —dijo sin más el oficial.

—Bueno —dijo Sirio, con dudas existenciales en cada letra de aquel fonema.

La camioneta no arrancaba, uno, dos y tres. Sirio contaba y respiraba al mismo tiempo, la camioneta seguía sin arrancar, finalmente arrancó y se volvió a parar, y así tres sucesivas veces.

—A ver para, hermano, concéntrate, porque si arrancas así, o sea, sin ni siquiera arrancar vamos mal —dijo el grotesco oficial.

—Sí, sí, es que estoy, no sé ahí va —dijo Sirio sin mirar al policía y sin mirar a su papá que observaba cada dudoso movimiento suyo a través del cristal de la camioneta.

La camioneta finalmente arrancó, y Sirio puso primera con un movimiento poco suave de la palanca de cambio, o eso supuso, sin querer había colocado la marcha atrás, ya para entonces sentía un calor que lo ahogaba, y por alguna circunstancia sintió que le transmitía esa temperatura al policía que lo acompañaba, sin embargo, en el oficial el calor se estaba traduciendo en enojo y rabia a cada grado centígrado que recibía. Tanto fue el alivio que sintió al atinar la marcha que accionó la reversa, y siguió y siguió retrocediendo, golpeando y tirando la moto que estaba atrás sobre otra y esta última tirando los conos flúor de la policía. Sirio hizo como si no pasara nada, pero no pudo contener darle un vistazo a la cara de su papá, por delante de la barriga del oficial. Absalón estaba serio y con los pies clavados como dos estacas en la vereda, sintiendo la vergüenza ajena a flor de piel, entre los dos dueños de esas motos particulares, quienes seguramente estarían rezando para que no les hubiese pasado nada a sus rodados, igualmente ninguno de los dos conductores atinaron a rescatarlas, ya que también estaban con dos policías que los acompañaban esperando el turno para sus propias pruebas. Todos en la vereda observaban la situación con expectantes ojos desorbitados.

El policía que acompañaba a Sirio no dijo nada, ni se inmutó, solo dejó escapar un suspiro, más que de lástima de fastidio, según el relato posterior del mismo Sirio, que saliendo con leve movimiento hacia la izquierda, no hizo mayor ademán de meterse a la avenida, cuando una moto que venía atrás le tocó bocina, y eso fue todo y el detonante final. El broche de oro de una película paupérrima y de mala suerte.

—No, para, pibe, mira, si estás nervioso vamos a hacer lo siguiente, tomate otro par de semanas, un buen té de tilo para calmar los nervios y regresá cuando sepas manejar —dijo el policía con la cara roja, bañado en sudor y con la rabia de un perro agresivo.

—Bueno —contestó Sirio, quien para entonces ese final fue un alivio de lo más vergonzante, pero un alivio en fin.

Al bajar de la camioneta, los conductores de las motocicletas las revisaban buscando algún daño, mientras que Absalón esperaba a Sirio a modo de estaca hecha piedra, con los brazos cruzados.

—No pasé, qué lástima —se quejó Sirio.

—Sí, me di cuenta de que no —dijo Absalón con mezcla de resignación e impotencia.

Qué comienzos desgraciados estaba teniendo Sirio con los autos y la calle y el desplazamiento, qué era lo que pasaba, qué tenía que aprender, además de saber manejar y obtener su licencia de conducir. Fueron casi dos meses entre la primera prueba y el día que obtuvo su carné. Cuando por fin la consiguió se dijo a sí mismo que a partir del día siguiente iba a empezar a conducirse en la motocicleta de Absalón hasta su trabajo cada mañana, ya que la camioneta no le traía tanta suerte. ¿Pero era realmente una cuestión de suerte lo que tenía que interpretar?

Como lo prometió y se lo prometió a él mismo, Sirio empezó a conducirse en la moto de Absalón, un rodado que a simple vista le quedaba grande para su cuerpo, pero que sin dudas le otorgaba más confianza para desplazarse en la calle, más que una camioneta o un auto. Los primeros días en su trabajo en el municipio de San Gabriel del Sol habían significado una gran aventura y un gran aprendizaje, los primeros roces sociales con sus compañeros, aprender nuevas cosas, relacionarse con gente, eran las primeras tareas que allí aparecían, en esa oficina gris, pero que él había adornado con un par de plantas naturales y se encargaba de mantener limpia y ordenada, lo mismo que con su habitación en la casa de sus padres.

—¿Vivís solo, querido? —preguntó una mañana la señora de la limpieza.

—No, con mis papás —contestó Sirio amablemente.

—Claro, ¿seguro solterito, no? —siguió preguntando.

—Sí, señora, soltero —volvió a contestar Sirio mientras seguía con la vista fija en la computadora, controlando una planilla de datos estadísticos.

—Mejor, querido, no sabes lo que te espera cuando te comprometas, ni hablar de cuando te cases, si es que te vas a casar, no te conviene dar el sí en estos tiempo, querido, las mujeres son todas unas nutrias, unas víboras, te sacan hasta el último centavo hasta que consiguen lo que quieren: dejarte seco y miserable, después te dejan con el corazón roto y devaluado —terminó el relato con una sonrisa fresca y descarada.

—Pero, señora, ¿cómo me dijo usted que se llamaba?

—Carmen, decime Carmencita mejor, acá todos me llaman así, y a vos ya te tengo confianza, querido.

—Bueno, Carmencita, mire, yo la verdad no tengo idea de comprometerme por ahora, menos de casarme, pero de todas maneras voy a tener en cuenta su consejo, sabe.

—Me parece perfecto, querido, lo bien que haces.

Sirio siguió con la computadora trabajando seriamente y de refilón miraba que Carmen trataba de sacarle algún otro tema de conversación, mientras hacía más tiempo del que debía trapeando el piso de su oficina.

—Bueno, me retiro, joven, que esté usted bien —terminó su periplo de limpieza y de descargo la mujer.

—Hasta luego, Carmencita.

Sirio pensó para sus adentros, vaya, qué carga llevaría esa pobre mujer para tener esos pensamientos, él en muchos aspectos no coincidía con la forma de vivir de muchas mujeres, como tampoco de muchos hombres, pero no decía a los cuatro vientos lo que pensaba, esa era la diferencia con Carmencita. Sería mejor poder expresar lo que uno pensaba, en qué conversación, cuándo, con qué clase de persona, todo eso era muy reciente para el entender de Sirio, tenía que conocer más a sus compañeros de trabajo, establecer más lazos de confianza.

Un viernes, llegando al trabajo, luego de haber transcurrido su primer mes de labor estable en la municipalidad, como estaba recién encerado el piso de los cerámicos rojos, Sirio bajó de la moto y empezó a patinarse para un lado y para otro, caminó unos pasos hacia la entrada y siguió tambaleándose como una rama fina sacudida por el viento, hasta que, de un momento para otro, no pudo establecer el equilibrio y cayó redondo al piso.

—Qué dolor —dijo para sí mismo.

—Pero, Sirio, déjeme que lo ayude, hombre —comentó el portero que ya había visto a Sirio caerse en esa vereda más de tres veces en el mismo mes.

—Bueno, gracias —respondió con calor en el rostro, un poco del día y casi todo por la vergüenza de no poder dominar la motocicleta.

—Escúcheme, tendría que manejarse en una más chica, Sirio, esta es muy pesada para usted, no se me ofenda, se lo digo con todo respeto —le terminó diciendo el portero.

—Sí, la verdad es que ya lo he pensado, Carlos, en cuanto pueda la voy a cambiar. —Sirio terminó la conversación mientras se sacudía el pantalón y se arreglaba un poco los rulos de la cabeza, con la cara roja encendida, como las baldosas del piso recién encerado.

Escribe, Sirio, escribe

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