Читать книгу Escribe, Sirio, escribe - Flavio Salinas - Страница 7

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El cosmos y las galaxias, las constelaciones y los misterios que se envuelven en el mismo polvo que cubre y viste a las estrellas, lo ínfimos que somos dentro de un mar inmenso y centellante de puntos y luces de colores, somos todo y somos poco al mismo tiempo. Cada persona, un mundo; cada familia, un universo; y así el cosmos, así el espacio y las estrellas de mayor fulgor, acompañadas por millones de iguales, pero singulares, brillando solas.

Así se encontraba, solo, como una estrella del firmamento, pero opaco y sin luz propia, tirado en el sofá, pero sin saber por cuánto tiempo más, con los ojos mirando el departamento, pero sin ver; la importancia de estar, de mirar, era invisible, y así siguió por varios minutos.

Los gatos dormían despanzurrados, si el apocalipsis en el mundo estuviese por llegar pronto, a mediano o a largo plazo, les daba igual, ellos tenían su propio cosmos en sus ojos de misterio y de auroras siderales, vivían por el simple hecho de vivir y tenían arraigadas sus propias seguridades, sus abrigos, sus refugios y sus comidas; despertaban, como una flor cuando en época de levante tiene que reventar, y dormían, como cualquier hoja de árbol que en otoño la senescencia termina por estrangular y deja que la gravedad haga su trabajo, desprendiéndola de la casa, arrastrándola y hundiéndola profundo en un letargo permanente de muerte. Así de afortunados y poéticos él percibía a sus gatos, como a sus propias vidas, porque la naturaleza de su reino les había otorgado la pasión a cambio de la sucesión de sus rutinas, plagadas de sorpresas y de magia en cada objeto desconocido que se les presentaba por delante.

Pero él no era un gato, y necesitaba vivir, apasionarse a sus días. Y de repente, venía la tormenta, su incertidumbre relampagueaba, cegándolo, y su corazón se agitaba en truenos de terror y su respiración se volvía cada vez más pesada y dolorosa, por las gruesas gotas de lluvia fría y lágrimas de impotencia que lo carcomían, como la humedad a una casa empantanada; mientras que las cuatro paredes acortaban distancias cada vez más entre ellas, arrinconándolo sin escapatoria en un núcleo de fatalidad y asfixia; entonces, el suspiro largo, el autocontrol lo devolvía al salón, a la realidad, aunque sus deseos eran cambiarla pronto; y seguía pensando, seguía imaginando; siguió mirando sin ver demasiado tiempo la estancia, ahora las cuatro paredes ya no lo aplastaban, ahora estaban cubiertas de blanco impoluto, eran un lienzo virgen, dispuesto a pintarse con trazos de destino, pero él no encontraba colores, siguió procrastinando el tesoro más preciado de todo ser humano, el tiempo.

Al día siguiente, después de cumplir con lo rutinario, cosa que no le incomodaba, pues era metódico por herencia adquirida, desayunó, limpió, ordenó y una vez más se acomodó en el sofá, dispuesto a derramar un día más de vida, entre maullidos, pelusas que volaban, aunque eso ya no importaba, se había hecho inmune al polvo crónico y a los pelos de gato, a las arañas que vivían en sus plantas, como a la ausencia de amigos; entonces otra vez sin darse cuenta y cansado de mirar su teléfono celular, por si otro libro pedido había llegado por correspondencia, para retirar a su nombre en el correo; comenzó otra vez, rendido, sin fuerzas, sin seguridades, pero con toda la disposición en el alma, así de contrariado volvió a cuestionarse tantas cosas: el sentido de vivir sin una misión que luchar, esa era la negativa que lo atosigaba, lo hundía. ¿No debía conformarse con lo que tenía?, ¿acaso no tenía todo lo necesario para ser feliz?

Al tercer día de ese periplo mental que lo hacía perderse dentro de sus pensamientos más pesimistas, se plantó de forma extraña, diciéndoles a sus propios fantasmas, gritando:

—¡Basta!

El gato anaranjado no se inmutó, la indiferencia era su segundo nombre, el gato gris y más peludo lo miró como al descuido, levantando una sola oreja, como diciendo que más loco ya no podía estar y volvió a cerrar los ojos sin importarle más nada; ya lo conocía desde hacía casi dos años, sabía de memoria las rutinas felinas que desempeñaba su dueño, al que él creía otro gato, lo veía como un par algo extraño e inconformista, que desvariaba casi a diario.

Sintiendo un vendaval por dentro, como una forma de expresar el espíritu y la poesía, la música y la canción, se lanzó decidido y expectante en la aventura inexorable que el destino le tenía preparada. Sin pensarlo más, se levantó de su lugar y tomó su computadora, lápiz y papeles en mano, para empezar a escribir, y así volar, escribir y liberar el volcán interno, cumplir con el compromiso propio, que había firmado en compañía de su guía, ¿tipiar el pensamiento como nunca antes lo había hecho? ¡No!, claro que no, había muchos precedentes, pero esta vez, no lo hacía para mostrar escrita aquella tristeza y agonía, en forma de poesías, como cuando tenía quince años y convertía su depresión adolescente en palabras dentro de un cuaderno azul de tapa dura, ahora lo hacía como promesa, para poner en valor, manifestar el arte y tantos pensamientos prístinos y nefastos que merodeaban su psiquis, como aves de rapiña sobre su comida.

Fue entonces cuando, en ese enero, comenzó a escribir la historia, ¿su historia?, tal vez, ¿la historia de tantos de los suyos?, tal vez no, las realidades para todos eran únicas y diversas; ese día comenzó el viaje, sin sentir premura, de forma natural, pero con tantos deseos y sueños cumplidos y por cumplir, como la presión contenida dentro de un volcán activo a punto de explotar. Sin saber el momento final del escrito, se sucedieron las páginas y fueron naciendo luceros de todo tipo de encantos y tonalidades, se hilvanó el universo de los suyos, se sacudió el hilo invisible que mantenía conectado a tantos a través de tantas generaciones, se empezó a destrabar y sanar partes desconocidas de un telar complicado de relaciones estrechas, malditas y del amor más puro y extravagante que había conocido nunca.

Así fue como pasó, así, la galaxia se dispuso, los planetas se alinearon como filas de soldados preparados para una épica batalla caligráfica; el cartel de bienvenida a aquel evento rezaba un texto largo y sin precedentes: El que alguna vez nació, lloró, rio, volvió a llorar tanto de niño, pintó sobre el papel con las yemas de sus dedos trazos de tiza pastel, que juntaría luego en una carpeta, con los pasteles al óleo de su madre, creció y juntó valor para bailar y para cantar, y sin más preámbulos ni latidos indecisos, ese sábado de un año redondo se embarcó en un largo viaje sin destino asegurado; comenzó una aventura de investigación, recuerdos, enojos viejos, memorias colmadas de felicidad; desató un remezón espiritual y sacudió su alma que se estaba durmiendo, empezó a escribir.

Escribir para cumplir con un compromiso, comprometerse escribiendo y firmando, escribir para hacer perdurar la vida, tal vez escribir un destino que ya estaba programado, forjado por las leyes superiores, sus hechos, su leyenda amalgamada en un conjunto de seres inolvidables; lecciones impregnadas de la sabiduría más avasallante lo esperaban para despertar su corazón y sus ideales. Qué eran aquellas palabras, pasado, presente y futuro, sino historias. Nació de nuevo aquel día, en esa tarde de verano sintió perfume a otoño, volviendo a la fuente y perpetuando su cuento de treinta años, en palabras grabadas con pasión.

Escribe, Sirio, escribe

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