Читать книгу Nuevas lecturas compulsivas - Félix de Azúa - Страница 13
la torre de babilonia
ОглавлениеLa única frase que podría interpretarse como un desafío («y su cabeza en los cielos») no es, posiblemente, sino la traducción hebraica de la inscripción que los constructores asirios esculpieron al pie del zigurat de Babilonia levantado (y abandonado) en tiempos de Nabucodonosor I (siglo xii a. C.): «E-temen-a-ki», es decir: «casa del fundamento del cielo y de la tierra». Para los asirios, la pirámide en terrazas era una escala por la que descendía el dios cuando deseaba visitar a los mortales en su ciudad (había un santuario en los fundamentos de la torre seguramente destinado a la hierogamia del dios con una mortal); y, a su vez, los mortales subían a la «cabeza» de la torre para observar el curso de los astros (un segundo santuario dedicado a la adivinación astrológica estaba situado en la cúspide), lo que explica razonablemente esa expresión, «la cabeza en el cielo», que figura en el texto. La torre era la casa que unía la tierra con el cielo, tanto en sentido ascendente como descendente.
Es muy probable que el redactor del fragmento bíblico, o los sucesivos redactores datables hacia el siglo x a. C., estén comentando la historia verídica del zigurat de Nabucodonosor I que quedó inacabado doscientos años antes (siglo xii a. C.). En el siglo vii a. C. el emperador Nabopolasar emprendió su restauración y de ella hay un eco en Herodoto, quien aún pudo ver los restos de la torre «de Etemenaki» hacia el año 460 a. C. El redactor yavehísta usa la leyenda para dar su explicación sobre el origen de las lenguas, la aparición de los pueblos sedentarios, y las primeras construcciones de ciudades.
De otra parte, la leyenda de la división de las lenguas podría remontarse precisamente a un poema épico sumerio, Enmerkar y el Señor de Aratta, datable en el tercer milenio antes de nuestra era, donde se menciona por primera vez el tema del lenguaje originario único y la historia de su dispersión por la acción de un dios enfrentado a otro dios. Pero tampoco en el relato sumerio interviene la culpabilidad humana; sólo las disputas divinas cuyos efectos caen sobre los mortales porque lo propio de su destino es soportar los conflictos divinos.
Un arqueólogo creyente, André Parrot, notorio precisamente por sus excavaciones en Mesopotamia, insinúa con muchísima prudencia y abundante zalamería dirigida a los teólogos vaticanos (por los que siente un pánico cerval) que finalmente el zigurat babilónico de Etemenaki, y por lo tanto la Torre de Babel, no era sino «un trait d’union destiné à assurer la communication entre la terre et le ciel».12 No un instrumento de soberbia y lucha contra la divinidad, sino «una mano tendida» hacia la altura, como lo define patéticamente.
¿Por qué, entonces, tenemos nosotros esa clara memoria de la leyenda de Babel como un terrible castigo de nuestra maldad? ¿Por qué recordamos el relato como otro capítulo de la culpabilidad humana, el tercero en el Génesis?