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Hölderlin ¿de qué hablan los poetas?
ОглавлениеAunque desde el bachillerato yo había leído la poesía con la certeza de que era una manera de escribir (una «literatura») distinta a todas y que no podía usarse con ella como con la prosa de las novelas, o la de las historias, o la de los libros de estudio (aunque tenía una imprecisa afinidad con los rezos), creo que mi primera noción concreta de la poesía en tanto que actividad soberana y sin relación con la experiencia inmediata (con el mundo de los sucesos, las actualidades y los objetos) fue cuando tropecé con Hölderlin.
Un acto puramente casual: lo compré porque era bilingüe y en aquella época intentaba aprender alemán. Se trataba de un volumen chiquito, de color verde y papel de mala calidad, editado en algún país americano, quizás Argentina, y traducido por un tal Silvio Pellegrini. Los poemas me impresionaron, pero más aún la convicción inmediata de que aquellos versos, aun siendo una traducción, tenían una fuerza superior a cualquier poeta vivo de los que yo leía entonces, Neruda, Aleixandre, Jiménez. ¿Cómo podía mantenerse lo poético de la poesía cuando todas y cada una de sus palabras habían cambiado, la sintaxis era enteramente distinta y el mundo donde se había producido, la Alemania anterior a la existencia de Alemania, resultaba más exótico que el planeta Marte para un adolescente español del siglo xx?
Estas mismas preguntas se las hacía Marx, perplejo por el mantenido interés que las tragedias griegas despertaban en sus coetáneos. ¿Cómo podía alguien emocionarse, o cavilar sobre nuestro destino, a partir de las palabras que hace milenios concibió el extraño habitante de un lugar remoto poblado por gente que se alimentaba de queso de cabra, aceitunas negras e higos y cuya economía, por así llamarla, se sostenía con las incursiones piratas que emprendían durante el verano por el Egeo? ¿Cómo podía seguir siendo actual Sófocles?
Estaba mal planteado. No era actual sino atemporal, o mejor aún, ahistórico. La poesía es aquello que escapa de la historicidad, lo que no puede explicarse mediante un discurso histórico razonable y sin embargo mantiene su significado a través de la historia. Puede hacerse historia de la poesía, puede analizarse históricamente un poema, muchos poemas están atados a su momento histórico, pero lo poético de la poesía excede a la historia. Es irrelevante que Dante fuera un conservador toscano o que Hölderlin fuera un revolucionario suabo, que Eliot fuera un yankee monárquico o Rilke un checo imperialista, aunque estas informaciones ayudan a aproximarse a lo más inmediato del poema. Más allá de lo inmediato está lo profundo del poema, lo poético, es decir, la materia misma de la poesía, aquello de lo que trata.
En los años sesenta del siglo pasado hubo un fuerte movimiento de crítica literaria que quería tratar el poema como un mero objeto lingüístico. Desde luego un poema es un objeto lingüístico, pero el análisis formal de ese objeto apenas da resultados satisfactorios. No hay nada más triste que el célebre artículo de Jakobson sobre el poema Les chats de Baudelaire. La trivialidad de los resultados aportados por el formalismo, el estructuralismo o la descripción fonológica de los poemas, hace patente que el más sofisticado análisis lingüístico acaba por manifestar la misma perplejidad que yo tuve al constatar que la traducción de un poema antiguo podía ser más interesante que cualquier poema vivo en mi propia lengua.
Entonces, ¿de qué tratan los poemas?
Yo diría que la gran poesía es siempre un homenaje y que si el poema no es un canto, entonces no pertenece a la gran poesía. Debo aclarar desde este momento que hay una poesía pequeña perfectamente noble, «bien escrita», interesante y de gran valor. La poesía de García Lorca, la de Paul Verlaine, la de Browning, son sumamente agradables y pertenecen al mundo de la poesía pequeña, la cual subsiste como sombra y recordatorio de la gran poesía, la de Shakespeare, la de Rimbaud, la de Hölderlin. Los ejemplos pueden ser otros, los hay por decenas. Lo relevante es que la poesía pequeña no tendría interés si no existiera la grande, del mismo modo que los gatos son preciosos por sí mismos, pero sobre todo en tanto que descendientes domesticados del tigre. Tigres en miniatura que permiten admirar su apariencia grácil, flexible, su vida secreta, en la alcoba. Un tigre no cabe en una alcoba.
Los grandes no son sólo los antes citados. Hay muchos poetas que poseen de un modo supremo el arte de la poesía y por una razón u otra no llegan a ser universales y atemporales. Sin embargo, también ellos son grandes y escriben cantos, homenajes que forman parte de la gran poesía. Algunos se ocultan: estoy pensando ahora en Philip Larkin, un poeta que se disfraza de funcionario, de cínico, de perverso, de ciudadano vulgar e incluso grosero, de sarcástico y ordinario. Sus poemas, sin embargo, cantan una y otra vez la desesperante fugacidad del esplendor y lo hace con una intensidad tan dolorosa que exige esa máscara de funcionario casposo e idiota para ocultar con dignidad el sufrimiento. En sus mejores poemas Larkin maldice y blasfema, se revuelve como herido de muerte porque las muchachas y los muchachos se vuelven viejos y estúpidos, porque las familias se convierten en una caricatura del núcleo originario de la especie (asunto también obsesivo en Rimbaud), y cuando el grito desgarrador de Larkin alcanza su más negra máscara de cinismo, de impostada elegancia británica, vemos marchitarse a los adolescentes como si asistiéramos a la destrucción de Héctor. A su manera negativa, Larkin canta nuestra fugacidad con la gran música barroca de Ronsard.
En otras ocasiones el poeta no alcanza la grandeza de Sófocles o de Hölderlin porque su obra es fragmentaria e incompleta. El poeta de Irlanda, W. B. Yeats, sólo comenzó a crecer cuando dejó de ser el poeta de Irlanda y eso fue ya en su extrema vejez. La poesía de Yeats tiene una gran importancia para los irlandeses, pero sólo los últimos poemas de Yeats son imprescindibles para todos los humanos. Cuando ya era anciano escribió un poema que nos da indicaciones sobre la materia poética y contesta de algún modo a la pregunta «¿de qué hablan los poetas?». El poema se llama Among School Children y es un canto que comienza como un lamento irónico. Yeats es ya muy viejo y figura socialmente como El Poeta de Irlanda, de modo que el gobierno irlandés lo exhibe como una momia por los institutos y universidades. Yeats no se engaña. Sabe que un hombre viejo «es algo detestable, un montón de harapos colgados de una estaca». Sin embargo se presta a ello. Las monjas le llevan a un aula de adolescentes y el viejo poeta pasea su mirada por entre aquellos aburridos colegiales. El lector se siente oprimido por el dolor y la banalidad de la muerte. De pronto Yeats ve unos ojos vivos que se han clavado en los suyos. El tiempo del poema gira violentamente y el anciano cree estar mirando los ojos de Maud Gonne, su amor juvenil. Recuerda entonces lo que esa palabra, «amor», oculta: la fuerza ignota e incomprensible que generación tras generación va llenando la tierra de seres vivos. Emocionado, desvía su mirada para evitar los ojos de la niña y entonces ve, a través del ventanal, un enorme castaño en flor. Los últimos versos del poema elevan la visión hasta lo esencialmente poético. El árbol crece y se lanza hacia el cielo impulsado por una potencia inextinguible, explota en el florecer y en el fructificar, danza a la luz del sol como un bailarín colosal. Y el último verso completa el canto: la música que baila el árbol es la potencia del bíos, la música de la vida terrestre. Y cuando van juntos la energía vital y el ser vivo, enlazados por la gracia en esa danza extática, pregunta Yeats, «¿podemos discernir el baile de quien baila?».2 Lo viviente y la música de la vida son una misma cosa. El castaño es la danza de la vida, nosotros somos música viviente.
Llaman los griegos bíos a ese constante ayuntamiento de elementos dispersos: hidratos de carbono, agua, queratina, marfil, hierro, que cuando ya se encuentran ajustados o como imantados los unos con los otros, permiten que un humano se presente en el mundo y permanezca en pie a la luz del sol durante unos años. El bíos mantiene en un equilibrio efímero al nuevo humano porque el mismo bíos luego suelta al humano, lo olvida, y entonces el humano se disuelve de nuevo en sus elementos primarios, cae en la tierra y los carbonos van a los carbonos, el agua al agua, el cabello se entrega a sus hermanos minerales y el hierro de la sangre oxida la tierra. Otro humano saldrá de esa disolución. Uno tras otro. Y quien dice «un humano» dice un vegetal, un animal, un alga, un hongo, un liquen, cualquier formación que goce de la luz solar durante un tiempo breve o largo, no hay modo de saberlo. Todas son formaciones efímeras apiñadas por el campo magnético del bíos.
Todo gran poema es un canto y un homenaje a la fuerza inasible y atemporal del bíos que cada año renueva la vida de la tierra, pero también a la misma que cada año la adormece cuando llega el invierno, tema recurrente una y otra vez en los grandes monólogos de Shakespeare ordenados según una figuración de metáforas astrales. Por esta razón la poesía es ahistórica y nos llega desde la más remota antigüedad o desde los países más lejanos como si hubiera sido escrita por nuestro vecino. Todos nosotros somos el resultado de ese empuje oscuro que nos hace crecer, florecer, fructificar y dormir. Somos conciencia en tránsito. Las estaciones vienen y van (tema recurrente durante la locura de Hölderlin), las horas se suceden como aguas fluviales, los humanos acontecemos como los frutos del árbol, pero a diferencia de las ciruelas y los limones, los humanos dejamos noticia de nuestro paso bajo la luz del sol. Esa noticia puede ser la incisión que un cazador de la era glaciar grabó sobre un hueso de reno, los golpes de timbal que hacen temblar las acacias de la sabana africana, las catedrales góticas o un canto escrito en pentámetros yámbicos. Cuando entendemos esas señales, todos los muertos del mundo se unen a nosotros en un mismo canto.
Puede parecer que el canto y el homenaje en algún momento o lugar se hacen imposibles. Abrumados por la actualidad podemos dar en pensar que el canto y el homenaje hoy en día, por ejemplo, serían ridículos, incluso ofensivos. Eso creyó Theodor W. Adorno cuando, agobiado por el espanto de millones de judíos asesinados por los alemanes, afirmó que escribir poesía después de Auschwitz era una indecencia. El aristocratismo de Adorno le había hecho olvidar sus propios escritos sobre Hölderlin, tan admirables. Y si Hölderlin pudo escribir tras las matanzas de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, ¿por qué nosotros no? Estos tiempos no son peores que los que vivió Villon, ni nuestras ciudades son más infames que la estepa castellana del Cid. La poesía no depende de las condiciones materiales sino de la percepción y la lucidez con la que contemplemos nuestras relaciones con la vida de la tierra y nuestro lugar en un cosmos del que somos su única conciencia, su verbo, su logos. Un poeta torturado por un cuerpo contrahecho, recluido en una celda y apartado del mundo a causa de su inmensa desdicha, el gran Leopardi, no por eso dejó de cantar a las estrellas de la Osa Mayor cuyo fulgor orientó uno de los más grandes poemas de la lengua italiana.3
Los tiempos de Hölderlin fueron tan espantosos como para acabar arrojándole en la locura. Sin embargo el canto era posible y la relación de Hölderlin con su hogar un asunto constante de su poesía. A veces ese hogar era la Germania, a veces el Rin, muchas veces Grecia, en un poema supremo fue Patmos, en innumerables ocasiones lo que canta es la imposibilidad de tener un hogar. También nosotros carecemos de hogar, como el Cid, como Hamlet, como Antígona, como Empédocles, como el anciano Yeats, como el bibliotecario Larkin, razón de más para que desesperadamente busquemos nuestro canto y aunque sea de forma sombría aullemos nuestro inmenso Sí a la vida, incluso cuando, como Paul Celan, la destruimos.
Una palabra sobre la traducción. La poesía y la traducción de la poesía tienen un arreglo simbiótico similar al de los vegetales con el agua. La traducción mantiene lozana a la poesía. Si hubo unas escuelas lingüísticas que trataron de explicar (o domesticar) la poesía es porque esa materia, lo poético, que puede encarnarse en objetos visibles y audibles (quizás también en objetos táctiles, pero es terreno oscuro), tiene su materia más apropiada en el lenguaje porque el lógos, para nosotros, es inseparable del bíos. El lenguaje está vivo, se transforma, cambia con la misma velocidad con la que cambian los paisajes. Quienes hemos vivido una vida sabemos que ningún lugar es hoy como lo conocimos por primera vez, aunque las ciudades cambien más despacio que el corazón del hombre. Los cambios del lenguaje nos obligan a un esfuerzo suplementario cuando buscamos la música de Mio Cid o la de Shakespeare o la de Sófocles. Gracias a su atemporalidad no precisamos un conocimiento filológico e histórico desorbitado sobre el poema, pero sí algunas indicaciones sobre cuáles de nuestras palabras son las que más se aproximan a las antiguas. La poesía, por lo tanto, ha de ser constantemente traducida y la que está escrita en nuestra lengua debe renovarse una y otra vez. Algunos cantos medievales resucitan en Machado, son verdaderas traducciones. La poesía de Eliot nos devuelve el mundo de los barrocos ingleses, nos lo traduce. Pound concibió la insensata idea de traducir a los poetas chinos y japoneses. Hölderlin quería traducir a los griegos. No a los griegos históricos sino a los griegos que escribieron alucinados poemas y tragedias, unos griegos que en cierto modo eran un invento moderno. Hölderlin no se engañaba, su Grecia, como todos los hogares verdaderos, era un lugar que sólo había existido en la palabra.
Las traducciones son como un concierto, una interpretación musical a cargo de un artista. Es cierto que Beethoven es uno, pero sólo llegaremos hasta él sea de la mano de Furtwängler o de la de Harnoncourt, dos modos antagónicos de traducir a Beethoven. Y Bach puede tener la opalina luz pietista de Leonhardt o la abrumada desolación romántica de Richter, que tocaba a la luz de una vela. De modo que incluso los poemas escritos en nuestra lengua requieren traducción porque no es lo mismo leer el Cantar de Mio Cid en el más aproximado manuscrito original (necesitaremos un aparato filológico imprescindible) que leerlo en la traducción de Pedro Salinas o en la de Menéndez Pidal. Y si alguien cree que la poesía de nuestros contemporáneos no requiere traducción, yo le invito a que lea a Claudio Rodríguez y compare luego lo que él ha oído en esos versos con lo que hemos entendido cualquiera de quienes le hemos escuchado con atención. Todos los lectores de poesía somos traductores de la poesía que leemos. Sin embargo, algunos traductores son mejores que otros y eso quiere decir, no sólo que se aproximan con mayor exactitud filológica al texto, sino, sobre todo, que han sabido mantener la música del canto y el homenaje.
Hay muchas traducciones de Hölderlin al español. Por fortuna, ha sido un poeta muy escuchado. Cuando leemos una traducción de Hölderlin estamos oyendo la música del poema a través de una versión instrumental específica, a veces es una orquesta sinfónica como en las viejas ediciones de Díez del Corral, a veces es una orquesta mozartiana como en la reciente versión de Helena Cortés y Arturo Leyte.4 La de Gil Bera me parece música de cámara y más específicamente de inspiración schubertiana.5 Tiene una coloración crepuscular y muestra la mirada del viajero: es la traducción de un wanderer que lleva el libro de poemas en la mochila durante años.
El rostro del mundo poético adquiere siempre los rasgos del traductor. Como en el teatro, a veces Hamlet es gordo y a veces flaco, alto o bajo, viejo o joven, pero eso no importa si se da la unión entre el danzarín y la danza. Lo esencial es que esa música renueve en nosotros la experiencia profunda del tiempo, de nuestro paso por la tierra, de nuestra colaboración con el tiempo de la tierra. Que nos haga ser danzantes de una música que se funde con nuestra danza singular. Si tal cosa acontece, entonces habremos brillado a la luz del sol. Y con eso basta.