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Poesía y pintura. Ut pictura poesis

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Los supervivientes del Holocausto tardaron más de veinte años en poder contar su historia. El primer intento de Primo Levi, recién acabada la guerra, no dio resultado, su historia era incomunicable y fue rechazada por los distintos editores a los que llegó el manuscrito, comenzando por Einaudi. Sólo en los años sesenta pudo editarse y entrar en el circuito literario. Los lectores de los años cuarenta no tenían herramientas para aceptar como verosímil una narración semejante y los supervivientes carecían de formas previas, ya establecidas por anteriores horrores, para dar cuenta de tan terrible experiencia. El horror estaba en la memoria de los supervivientes como una nebulosa de recuerdos desordenados, un conjunto borroso de espantos superpuestos que exigía su clarificación, pero todo significado nuevo exige un aprendizaje narrativo y sólo muy despacio fueron apareciendo relatos y crónicas parciales de aquello que no podía formularse. Ahora cabe decir que ya hay una práctica de escritura y lectura suficiente, y que aquel horror ha cristalizado en objetos capaces de comunicarse a sociedades cada vez más numerosas. Simultáneamente, es posible que ese proceso haya significado también que el Holocausto comienza a pasar al olvido. La presencia de los relatos, fijados y analizados como obras, oculta un horror indecible y silencioso que va convirtiéndose en la enorme incógnita que se esconderá, ya para siempre, tras ellas.

Ésta es una analogía (sin duda anacrónica) de lo que sucedió con la poesía a partir de Simónides. No podemos imaginar lo que supuso detener el flujo verbal, ligado a los acontecimientos y rituales, en una forma fija y estable que no equivalía a la legislación. La palabra detenida y mineralizada, transformada en objeto, sólo tenía como soporte, hasta entonces, la voluntad divina (el verbo sagrado) o la misma voluntad delegada en un rey (la ley), pero nunca hasta Grecia el poema había aspirado a una solidificación, a una permanencia que le permitiera estar siempre a mano.

En Oriente la escritura había proporcionado marcas mnemotécnicas destinadas al intérprete sacerdotal, pero el poema de la época de Simónides sujetaba otro tipo de oración y la detenía construyéndola a la manera de un edificio en el que podían entrar y salir libremente los inquilinos como intérpretes propios. De ese modo se hizo posible que la palabra poética, huidiza y ligada al instante del acontecimiento (y también a una casta de «intérpretes»), se conservara materialmente y pudiera ser considerada una mercancía entre las mercancías. La palabra poética pudo desde entonces tener propietario, y cuando Simónides de Ceos vende por vez primera un producto poético (y de ese modo convierte el poema en una «obra»), se abre la puerta por la que Platón podrá poco más tarde expulsar de la pólis a los poetas como «autores» de poemas y elementos sociales inasimilables a la episteme.

La revolución atribuida a Simónides no pudo ser otra cosa que la identificación y aceptación social de un nuevo modo de acceder al poema, y sólo podemos imaginar ese cambio de uso (de una importancia insondable) como un traslado de la piedad a la fruición, aunque sería superficial denominar a este paso simplemente como «estético». Podemos hacer un nuevo esfuerzo comparativo e imaginarnos a nosotros mismos, cuando de niños (aquellos que fueron educados en religión) recitábamos los rezos sin reparar en el sentido de las palabras. ¿Quién no recuerda la estupefacción que producía la frase «y bendito es el fruto de tu vientre Jesús»? Ni siquiera podíamos establecer una separación entre «vientre» y «Jesús», ya que el fruto era más verosímil nacido en el vientre de Jesús que en el de María, así que durante un tiempo decíamos que Jesús tenía frutos benditos en su vientre, aunque no entendiéramos la imagen. No era necesario. Sabíamos que el poder del rezo no estaba en las palabras mismas sino en el acto de decir las palabras. Éste no es un comportamiento infantil. Ha sido el hábito de millones de creyentes adultos mientras duró la misa latina.

Creo yo que el paso de Simónides hubo de ser muy similar, a saber, el traslado de una recitación y audición cuyo significado (o cuyo poder, si es que hay alguna diferencia) estaba fuera del poema, emanado de una trascendencia misteriosa, a otra recitación que usaba ya el poema como máquina significadora por sí misma. De la repetición sacerdotal, cuya eficacia estaba en la pura enunciación (sin que los contenidos semánticos se superpusieran a la eficacia de la comunicación), debió de pasarse a una repetición hermenéutica y hedonista en la que los significados iban a ser el único contenido fundante, la única justificación del acto poético. El poema ya no unía verticalmente con un mundo trascendente cuya opacidad permitía todos los sinsentidos, sino que el poema comunicaba horizontalmente para nosotros y entre nosotros.

Intuyo que así sucediera porque tengo presente una nueva analogía (y ya van tres) que atañe al comportamiento de las artes de la imagen tras un paso similar que tuvo su prólogo a finales del gótico europeo. La representación de imágenes bidimensionales había dependido de la arquitectura en términos absolutos hasta finales del siglo xiv, sea en forma de mosaicos o frescos, excepción hecha de algunos objetos de culto privado como los iconos portátiles bizantinos. Por decirlo de un modo brutal, el sentido de las imágenes venía predeterminado por un contexto arquitectónico que les concedía credibilidad. Pero gracias al invento del «cuadro» (una forma que se desarrolla exponencialmente en lo que llamamos «Renacimiento») la imagen adquirió un carácter traslaticio que permitió su uso en contra de cualquier situación ancilar respecto de algún edificio, es decir, respecto de algún lugar. A partir de entonces la pintura tuvo su propio lugar, se apropió de su lugar, y comenzó una carrera autónoma que culminaría (y quizás acabaría) en las vanguardias del siglo xx.

La historiografía sociológica dice que de ese modo apareció por vez primera una mercancía pictórica capaz de entrar en el mercado capitalista, tanto por su flujo como por su capacidad para obtener cotizaciones variables. Pero hay algo más. Al quedar la imagen flotando en un espacio abstracto, separada de su envoltura arquitectónica (y simultáneamente semántica), perdió el antiguo contexto que le daba sentido y en muy breve plazo lo que había sido, pongamos por caso, la Virgen o el Crucificado en su propia casa, pasó a ser «una Virgen» o «un Crucificado» en el repertorio del arte de la pintura. Así se facilitó el paso de una contemplación piadosa, con sus contenidos fuera de la imagen (y por lo tanto indiferente a los contenidos no directamente icónicos), a una contemplación hermenéutica que en breve sería la especialidad del connoisseur, así como a una fruición hedonista que es la única propiamente «estética».

Supongamos que los supervivientes del Holocausto se hubieran juramentado para no escribir jamás sus recuerdos, para no fijarlos nunca, para no venderlos como «obra». Sigamos suponiendo que en ese juramento se hubiera fundado también un ritual según el cual, en alguna fecha señalada del año, se reunirían los supervivientes y sus sucesores para cantar el dolor y dar vida al recuerdo. El horror entonces habría permanecido en el recinto de la memoria antigua, anterior al invento de Simónides. Sin duda habría dado nacimiento a un ritual o ceremonia, y consecuentemente a un lugar específico, quizás no muy distinto al Muro de las Lamentaciones o quizás enteramente distinto. ¿Cómo podemos saberlo si esa memoria ya ha sedimentado en obras y monumentos?

Pues así como los relatos del Holocausto van ocultando la presencia real del horror en la memoria viva de los supervivientes, y aquel horror vivo va siendo sustituido por una sucesión de monumentos en forma de libros, así también la contemplación de la imagen de una Virgen y de un Crucificado en el arte de la pintura ha ido privándonos de la contemplación inmediata, siendo ésta sustituida por la contemplación apreciativa y valorativa de la imagen de cualquier cosa, ya que no importa tanto lo que se representa como la habilidad técnica de la representación. No muy distinto debió de ser, creo yo, el paso del poema recitado en cada momento y lugar (el alarido o canto del muecín a las horas señaladas), a un poema cristalizado, detenido y traslaticio que está a mano de cualquiera, sea creyente o infiel, y en cualquier momento o lugar.

Algo así debió de suceder en la pólis de Simónides y desde entonces el poema ya no ha regresado (ya nunca emprendió el regreso) al antiguo lugar, a la arquitectura espiritual que lo unía mediante una escala invisible con la trascendencia, no ha regresado ya nunca más a la oralidad instantánea y sin memoria, al templo invisible de un tiempo efímero en el que la palabra poética se sostenía sólo un instante en la emisión de unos fonemas más significativos como acto que como obra. A partir de entonces, la palabra del poema quedaría solidificada en lo que ya (y por vez primera) podía calificarse de mercancía poética.

Ahora bien, parece como si al descender del mundo divino (o al esfumarse la escala invisible) todo adquiriese un carácter mercantil, de tal modo que el agua habría sido de Dios (y por lo tanto un elemento vivo) mientras no se ha transformado en «Font Vella», «Evian» o «Lanjarón», es decir, en pequeñas partes de agua valoradas y analizadas técnicamente, capaces de fluir por el mercado y obtener precios variables, lo que equivale decir en «obra», siendo cada obra la que corresponde a su marca y caracteres diferenciales para el gusto y el análisis.

Si esto fuera así, la calidad mercantil de toda obra no sería sino la pura resistencia a un despilfarro del sentido en el claustro semántico del Otro. La mercancía, claro está, sólo sustituye ausencias y «Evian» ocupa la ausencia de «agua». Sin embargo lo ausente quizás tiene, en la mercancía, un asentamiento más firme ya que en todo momento podemos hacerlo venir (o podemos celebrarlo), ciertamente como ausente, pero ¿acaso vino alguna vez lo Otro con toda su presencia? Si alguna vez lo hizo, si el conjuro trajo alguna vez esa presencia, nunca lo sabremos porque los presentes fueron fulminados por un ángel demasiado fuerte y tremendo. Así que la invención de Simónides no sería sino la fijación y ligazón de una ausencia esquiva para no conmemorarla en tiempos fijos sino en el tiempo abierto de la pura arbitrariedad y a resguardo.

Esta vieja historia, de una actualidad permanente, es la que nos relata con rigor y excelente prosa (muy de agradecer en un mundo académico cada vez más iletrado) la profesora Neus Galí. Mis gaseosas analogías son tan sólo un oscuro telón de la verdadera narración de la obra, pero sírvame de excusa que han sido escritas tras la provocadora lectura de uno de los ensayos más imaginativos y sugerentes que he leído en los últimos años.23

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