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Palabras para abrir un libro

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En verdad quedan ya pocas justificaciones para editar un nuevo libro. Quienes todavía lo hacemos deberíamos pedir perdón y eso es lo que voy a intentar en las páginas que se avecinan. Aquellos que lo crean innecesario, pueden pasar directamente al salón sin dejar el gabán en la entrada.

Me excuso, desde luego, pero en mi caso es una compulsión antigua que no puedo separar de otras antigüedades como la facultad respiratoria o el fluido sanguíneo. Yo soy yo y mis animales, siendo mis animales el hígado, los ojos, otras partes corporales y la literatura, que en mi caso también es corporal. En un volumen de lecturas editado hace ya unos años traté de infectar mi enfermedad literaria a todos aquellos que podían caer presas del virus Kafka, Proust, James, Stendhal, Nabokov, y así sucesivamente.1 Vuelvo ahora a intentar la propagación de mi enfermedad, como un ratón bubónico, con nuevas lecturas que han marcado mis últimos años. Lo hago convencido de que en ese tiempo se han inventado muy buenas vacunas contra la lectura y ya casi todo el mundo está sano.

Con ambos libros vengo a corroborar el título de mi segunda autobiografía: la de papel, en donde afirmaba haber tenido una vida de celulosa. En el mejor de los casos. He vivido siempre entre libros, con libros, ante libros, contra libros, rodeado de libros, enterrado en libros. Así como hay mucha gente que cuenta su cáncer, su operación de rodilla, la muerte de su suegra o las dificultades con un hijo agresivo, así yo quiero dejar constancia de la enfermedad de mi vida. Una enfermedad que, debo confesarlo, me ha proporcionado varias vidas, como a los gatos.

Sin embargo, en este volumen me gustaría dirigir no tanto la mirada al papel cuanto el oído al lenguaje. Porque toda esta tristísima introducción deja de lado la parte placentera de mi enfermedad mortal. Y del mismo modo que los enfermos crónicos tienen una voluptuosidad de las sábanas, del estado ensoñado en que los dejan las drogas, del duermevela, de las enfermeras, así también el papel lleva consigo la voluptuosidad suprema del lenguaje, que es lo que el papel soporta.

Desde muy niño jugué con las palabras como si fueran soldados de plomo, me compuse un lenguaje propio o antilenguaje, cambié el sentido de algunos términos, me burlé de los errores que cometían los adultos, coleccioné términos raros, en fin, fui un niño lingüístico. Constato con gran alegría que mi hija, a sus cinco años, ha heredado la enfermedad y se puede pasar horas saboreando la palabra «tuttifrutti» o tratando de encajar «aborrecible». Esta última la aplica con talento a la burra que Manuel tiene en su finca: «¿A que es muy aburrecible?». Seguramente quiere decir que es una burra adorable o digna de ser amada.

Con el lenguaje he tenido mis propias guerras. No del orden científico, como Ferlosio, sino del orden aficionado, tonto y devoto. Aunque estudié bastante lingüística en los años setenta y ochenta del siglo pasado (como estaba mandado), nunca me sentí cómodo en la anatomía abstracta. Me parecía a mí que el lenguaje sólo entregaba una parte muy pequeña de su ser a la interrogación científica. Por eso la poesía estaba por encima de cualquier posible ciencia. Poesía y lenguaje vienen a ser como el alma y el cuerpo de algo incognoscible. Separar a uno de otro para analizarlo da resultados muy interesantes, pero mata al paciente. O lo que es igual, la lingüística es una ciencia que sólo trabaja sobre cadáveres. Sus resultados son sumamente sugestivos y han dado para toda una saga de novelas negras y gramáticos generativos.

Y es que el lenguaje no se deja atrapar. Si preguntas: «¿Qué es el lenguaje?», estás enunciando una pregunta que carece de respuesta porque el lenguaje no es una cosa sino una actividad. En todo caso habría que decir: «¿Qué (nos) hace (ser) el lenguaje?». Porque es él quien (¿o «lo que»?) nos hace ser lo que somos. Ahora lo traduzco.

El lenguaje es una potencia con la cual los humanos construimos el mundo, y no hay más mundo que el construido por el lenguaje. Puede parecer que el mundo es lo que tocamos con nuestras manos, pero sólo podemos tocar alguna cosa si esta cosa tiene nombre. En un mundo sin nombres no podríamos tocar nada. Es falso que los sordomudos no pertenezcan a nuestro mundo, y lo sabemos desde Diderot. Están en el lenguaje exactamente igual que los demás. Y cuando se les expulsa del mismo, vagan por los campos hasta la extenuación cubiertos de esparto, como en la Edad Media, o mueren en asilos, como ahora.

Se puede defender que el mundo es el lenguaje y viceversa, como parece que acabo de decir, pero sólo es una metáfora porque entre ambos, entre el mundo hablado y el que se puede tocar, hay un abismo que no cruzaremos nunca. No hay ninguna Madame Bovary esperando a que la abracemos después de leerla. Aunque, eso sí, podemos llamar Emma a quien estemos abrazando en ese momento, tratando desesperadamente de establecer un vínculo entre lenguaje y mundo.

A veces los científicos tratan de atraer a los animales superiores hacia el lenguaje. El resultado es decepcionante: ningún simio ha entrado en el lenguaje. Y aunque se habla del «lenguaje de los pájaros», sólo es otra metáfora. Todo lo que no es humano huye del lenguaje, como si temiera ser atrapado por él. El conjunto viviente escapa al tremendo poder de las palabras, como si viera las redes sintácticas y gramaticales en forma de cárceles amenazantes.

El lenguaje es una potencia exclusiva del humano, o su exclusiva cárcel. Sólo el humano hace mundos, los animales que conocemos están condenados a vivir en nuestro mundo, no en el suyo. Por ejemplo, en un «ecosistema», que es sólo el nombre que damos a una jaula para animales. Convertidos en parte de un ecosistema, los animales son más fáciles de soportar. Imaginarlos verdaderamente libres, como hacen algunas sectas místicas, es de nuevo un uso metafórico del lenguaje. Un «animal libre» de nuestra jaula es tan sólo un aglomerado de hidratos de carbono en estado pasajero que se disemina en pocos años.

Siempre tuve presente, incluso cuando estudiaba filosofía, que todo lo enjaulado por el lenguaje está enjaulado por y para nosotros, pero no está enjaulado en sí. Nosotros enjaulamos lo que conocemos, por ejemplo, el sol, pero lo que en verdad esté enjaulado bajo ese nombre nos es absolutamente desconocido. Gases ígneos, decimos en este caso. Empero, incluso «gases ígneos» es una metáfora que trata de encerrar al «sol» y sólo consigue encerrar a la palabra «sol».

A veces se dice que hay conocimientos directos y externos al lenguaje, algo así como un «ir más allá de las palabras», «decir lo indecible» o «hacer hablar al silencio». Son frases que uno encuentra en los poetas malos. Suele aplicarse, por ejemplo, al amor, en cuyo delirio desaparecen las constantes comprobables de algunas personas o cosas. Es posible, pero nunca lo sabremos porque no lo podemos comunicar. A todos los efectos, es como si no fuera. Queda encerrado en el pozo oscuro e intransmisible de nuestra forma muda de ser, de nuestra noche oscura. Es lo que nos hace ser como somos cada uno, pero nunca lo sabrá nadie más.

El lenguaje no es nuestro, aunque tampoco nosotros somos una propiedad del lenguaje. Estamos en él, ciertamente, pero como los peces están en el mar, sin que éste sea suyo, aunque es cierto que el mar es el agua, las medusas, los besugos y los calamares. Forman unidad. Así que el mundo que hacemos con el lenguaje es un mundo compartido, aunque no sepamos con quién (¿o con qué?). Sabemos, es indudable, que el lenguaje es, sobre todo, eso, lo compartido y compartible, el puro compartir. Un lenguaje no compartible no sería un lenguaje, como se esforzó por demostrar Wittgenstein al describir los lenguajes privados infantiles que antes he mencionado.

Ahora bien, en ese mundo compartido, cuál sea la parte del lenguaje y cuál la de los mortales, es imposible de saber. En el lenguaje que usamos para hacer mundos suenan las voces de millones de humanos muertos. Usamos sus voces sin saberlo, arrastrados por el huracán de sus almas fugitivas. Somos la voz de los muertos en mayor medida que la de los vivos, ellos son los que nos recogen al nacer y nos dan una primera voz. Porque lo que el lenguaje lleva dentro de sí (lo que es) comprende la vida entera de la humanidad. Dentro de sí están las voces cavernarias de los pintores de bisontes, los gritos guerreros de las hordas de Tamerlán y esto mismo que estoy diciendo yo ahora. No hemos perdido ni una sílaba. El lenguaje es y contiene la vida entera de la muerte humana.

Se entiende pues, creo yo, que me proponga como un deber contar lo que he vivido en (ante, con, cabe, so, etcétera) el lenguaje y tratar de infectar mi enfermedad a todo el que quiera padecerla. Hay que tener presente que una vez sabido todo lo anterior, llega un momento en el que superas la timidez, el horror o el apocamiento, dejas que la pasión te arrebate, avanzas con paso firme, abrazas al lenguaje por el talle, como si fuera Emma Bovary, y entonces, escandalosamente, el lenguaje acepta tu abrazo, adelanta el busto, se deja llevar con los ojos en el cielo, gira las vueltas del vals cada vez más rápido, se embriaga de amor, de gozo, de música y escribe un libro llamado Madame Bovary.

Lenguaje musical, lenguaje amoroso, lenguaje del gozo, también hay en la literatura, porque es música, amor y gozo de los muertos, de nuestro inacabable pasado. Permitan, pues, que les infecte con esta enfermedad tan a contracorriente, tan rebelde, tan intempestiva, como es la lectura. Y dentro de veinte años, volvamos a empezar.

Félix de Azúa

Nuevas lecturas compulsivas

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