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Antes de exponer, aunque sea muy brevemente, la segunda leyenda de Babel, me permito adelantar que Hölderlin se sitúa al margen de la tradición penalizadora y que no es el único. Isidoro de Sevilla, por ejemplo, en De linguis gentium (Etymologiarum. Lib. IX), atribuye la construcción de la Torre a la soberbia humana, pero no afirma que la dispersión sea un castigo:

Linguarum diuersitas exorta est in aedificatione turris post diluuium. Nam prius quam superbia turris illius in diuersos signorum sonos humanam diuideret societatem, una omnium nationum lingua fuit quae hebrea uocatur.15

Se podría incluso argumentar que el uso de una fórmula tan neutra como «prius quam superbia turris» no carga la «soberbia» sobre los constructores, sino sobre la misma Torre. Pero es un argumento para que lo desarrollen los lingüistas. Dejémoslo en que la diversidad de lenguas simplemente «aparece».

Tampoco Calvino culpabiliza a los humanos, en este particular pasaje bíblico. En su Comentario sobre el Génesis presenta la dispersión como un acto de previsión divina; la diversidad de las lenguas es sólo una consecuencia de la dispersión, cuando los pueblos dejan de hablar entre sí. Ciertamente no puede evitar acusar a los humanos de ser orgullosos, pero la construcción de la Torre no constituye un pecado de orgullo; tan sólo es un síntoma de orgullo. Algunos comentaristas modernos, como Von Rad, Benno Jacob o Westermann también diferencian entre la dispersión (que no es un castigo sino una profilaxis, según sus propias palabras) y la diversidad de lenguas que adviene como consecuencia de la misma.

Caso extremo de interpretación en defensa de la inocencia humana es el de Juan Benet en su extraordinario artículo sobre las características técnicas de la construcción de la Torre, según pueden deducirse de la célebre tela de Pieter Brueghel en el Kunsthistorische de Viena. La torre allí pintada no posee la habitual estructura helicoide, sino una forma telescópica que obliga a replantearse todas las medidas en cada terraza o tambor. Ninguna de las seis plantas pintadas por Brueghel aparece concluida, pero a medida que asciende la torre, más débiles y contradictorios son los elementos constructivos. En su cúspide, se alza un incomprensible e inquietante circo o graderío.16

La torre de Brueghel es imposible de rematar por su propia naturaleza y toda la construcción es utópica: de hecho, la torre, convertida en un proyecto trascendental y simbólico, usurpa lo propio del ámbito sagrado, y ése es su error. Podría hablarse de una soberbia «técnica» que no va dirigida contra ninguna divinidad, aunque la substituya. Tengo para mí que Benet, en su artículo, señala indirecta y sagazmente a los constructores del «socialismo real», cuya Babel, por cierto, es hoy una verdadera ruina.

Pero en el terreno histórico, Benet interpreta la pintura de Brueghel como un disimulado ataque contra el Vaticano (nueva Babilonia), cuyas construcciones monumentales hacia 1520 son comparables a las de Babel, y cuya unidad lingüística (el latín) será destruida por los reformistas, los cuales inaugurarán la lectura de los Evangelios en todas las lenguas nacionales. Según este criterio, la dispersión no fue un castigo, sino una bendición.

No deja de ser curioso que en ello coincida con teólogos «multiculturalistas» como B. Anderson, de Princeton, para quien Dios decide en Babel la necesidad y la bondad de la diversidad racial, lo que explica casualmente la situación de los Estados Unidos como más adecuada al plan divino que la de los países sin problemas de integración racial. Un juicio que comparte con los teólogos nazis, para los cuales la existencia de un pueblo único (un pueblo internacional y cosmopolita) es algo explícitamente condenado por Dios en el episodio de la Torre: Dios quiere que los humanos sean nacionales y, a poder ser, nacionalistas y nacionalsocialistas.

Por las más variadas y aun contradictorias razones, hay, en efecto, un puñado de partidarios de la inocencia humana. Pero los defensores de la culpabilidad son muchos más. Veamos las líneas generales de la exégesis penalizante, la cual siente particular complacencia en mostrar la impotencia humana, como si de ella pudiera deducirse la omnipotencia divina.

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