Читать книгу Retorno a la historia literaria norteamericana - Félix Martín Gutiérrez - Страница 10
ОглавлениеUna historia invertebrada:
intertextualidad, historicismo, ideología
Fue la publicación de la revista New Literary History en 1969, como hemos adelantado, el hecho que galvanizó las preocupaciones críticas e interpretativas más centradas en este problema y atentas a la influencia de las teorías europeas en Estados Unidos. En respuesta a la pregunta sobre qué clase de historia literaria tendría sentido en esos momentos (New Directions in Literary History, 1974) Ralph Cohen contestaba:
It is, to begin with, a history of the relation of readers to works. These relations, governed as they are by the method of question and answer, permit a systematized succession. And this system of relation is literary, because it deals with the changing functions of literary features, with changes of conventions, with changes in the meaning of language codes. But the concept of change is itself a historical category, so that theoretical premises, no less than relations, require historical explanations for their genesis and revision. Thus literary history, even if critics consider it peripheral to interpretation, becomes a presupposition of all critical activity. The tripartite distinction of literary theory, literary criticism, literary history breaks down into different functions of the critic-text relationship. (Cohen 1974: 9)
Tímido puede parecernos el salto cualitativo que advertimos en estas líneas, frente a concepciones más recientes, pero sí sustancial y radical frente a las premisas en que se asientan las historias literarias referidas por René Wellek. Y, por otra parte, ¿quién no rubricaría con su experiencia personal estas observaciones de Ralph Cohen? La transformación paulatina de la historia literaria en hermenéutica, el papel crucial del lector como artífice de una historicidad textual y la sistematización de convenciones y códigos lingüísticos y literarios en cuanto realidad intertextual no sólo han conducido a muchos expertos a eliminar las barreras entre teoría literaria, crítica práctica e historia literaria —hecho que no sólo comporta serias dificultades en la enseñanza de la literatura—, sino a concebir la historia literaria como premisa de toda actividad crítica y docente.
Hace ya más de cuarenta años que el lema “amputer la littérature de 1’individu” (“Histoire ou Littérature?”, Sur Racine, Paris, 1953) invitó a disipar las sombras psicológicas de nuestros programas académicos, y algunos menos —si consideramos Beyond Formalism (Yale, 1970) de Geoffrey Hartman en la encrucijada que nos ocupa— que ha descartado proponer una historia literaria claramente formalista, e irremediablemente reduccionista. La necesidad de ir más allá del formalismo ha redirigido tantas promesas de cambios que este término crítico merecería una regeneración metodológica como la que propondría Edward Cahill: no sólo desmitificarlo, sino reutilizarlo, desentrañando como sugiere Richard Strier, los aspectos formales del texto como índices de problemas históricos, culturales, intelectuales o sociales, es decir, como “texturas” de experiencias vividas. Desde el punto de vista pedagógico tal regeneración puede devolver el aliento a las prácticas interpretativas de los clásicos Modern Poetry o Modern Rhetoric de Cleanth Brooks.
Una iniciativa de esta naturaleza arrojaría también luz nueva sobre esos diseños intertextuales de la historia literaria norteamericana que tantos recelos suscitaron desde hace cuatro décadas. Al observar cómo el estructuralismo descarta el problema de la intencionalidad, del sujeto creador, de la inmanencia del significado y de otros soportes psicológicos y metafísicos de la historicidad, la historia literaria abrió su horizonte a las teorías de la textualidad y a sus prácticas interpretativas, conjugando simultáneamente otras corrientes derivadas del pensamiento hermenéutico de Gadamer o Heidegger. Tal consideración de los procesos de lectura textuales se desplegaría dentro de un espectro amplio de opciones analíticas, enmarcadas entre la fenomenología de la lectura, la historia de la recepción y de la deconstrucción. Un empeño significativo por abordar estos procesos desde estrategias de lectura intertextuales despertaría en el Simposio organizado por la revista boundary2, recogido en los ensayos de The Question of Textuality (1982) desde 1972, en donde los riesgos de una desarticulación de la historia (vía Foucault) y de los conceptos centrales del humanismo aparecen matizados por las cautelas políticas y sociales adelantadas en la colaboración de Edward Said. Suyas fueron las recomendaciones más explícitas sobre la necesidad de no aislar el texto de su materialización social, de no reducir las relaciones intertextuales a algo desconectado de los procesos de producción y recreación (“Every text”, diría, “is an act of will to some extent, but what has not been very much studied is the degree to which—and the specific cultural space by which—texts are made permisible... Here is the place for intentionals, and for the effort to place a text in homological, dialogical or, antithetical relationships with other texts, classes, institutions, etc.” (Said 1972: 27).
Varios ensayos, por otra parte, alumbrarían expectativas analíticas que resultarían decisivas y controvertidas para el futuro de la historia literaria. Concretamente las colaboraciones de William Spanos, Paul Bové, Joseph Riddel, Mark Poster y David Antin adelantaron una versión “deconstructiva” de la poética norteamericana que ha supuesto una revisión atrevida de los poetas centrales del canon modernista. Joseph Riddel, por ejemplo, esboza el proyecto de la poética norteamericana interrogándose por su originalidad (orígenes), su historia proyectiva y regenerativa (Williams, Olson, Melville, Pound, Fenollosa, Eliot) en claves decididamente intertextuales: negando la autoridad original de un texto modélico, recreando la arquitectura de la repetición, concibiendo la tradición como librería de textos simultáneos, o estableciendo las conexión intertextual con un archivo en base a relaciones espaciales. Si exceptuamos las lecturas contenidas en Post-Structuralist Readings of English Poetry (1987), editada por Richard Machin y Christopher Norris, pocas muestras deconstructivas resultarán tan precisas y a la vez tan desarrolladas como las que han prodigado estos autores sobre la poesía americana. Partiendo de la obra de Pound comenta Joseph Riddel:
The “loose-leaf” system makes possible a new interpretation of “use”, of usage, and therefore reinscribes within the possibility of poetry an anti-usury. A privileged pre-text does not rule the system; nor are “archives” relegated to a place of sacred significance, of archeological fragments from which one can remount the stream of history or memory. What is meaningful is the play of signs, not their reference to a lost or concealed meaning. The present facts repeat the “archives”, but with a difference. This kind of system resists the wearing out (effacement) of facts that allows Pound to associate linguistic imprecision with economic inscribes and produces endlessly, makes it a writing device that repeats original creation, that is, original coinage. (Riddel 1982: 177-8)
Recorrido similar había trazado Paul Bové en una de las historias literarias (Destructive Poetics: Heidegger and Modern American Poetry, 1980) más brillantes de la poética norteamericana, situándose conscientemente ante toda la tradición crítica metafísica todavía presente en los estudios de Walter Jackson Bate (The Burden of the Past), Harold Bloom (A Map of Misreading) y Paul de Man (Blindness and Insight). La revisión “reconstructiva” de los poetas Whitman, Stevens y Olson traza un recorrido hermenéutico apoyado en Heidegger, decididamente reafirmando la naturaleza intertextual y lingüística de la historia literaria, pues si ésta desea ser auténtica, recuerda Bové, debe reconocer que existe una interacción hermenéutica constante dentro de los textos literarios para mantener lo que ha sido revelado. “Lo que ha sido revelado”, sin embargo, alimenta el presentimiento del lector de que probablemente compone nuevas mistificaciones de interpretaciones previas. En “Towards a Theory of Destruction”, como subtitula el primer capítulo, realiza Bové un sondeo de la historia literaria de la poética norteamericana abierto a itinerarios que liberen el potencial lingüístico de sus cadenas intertextuales.
Este mismo deseo despertó la propuesta de William Spanos sobre la indagación hermenéutica de la historia literaria, a partir de una lectura fenomenológica del texto, explorándolo hasta recrear o rehacer persistentemente la historia primordial del proceso hermenéutico. La fidelidad a la fenomenología de Heidegger (Being and Time) guía el proceso de lectura sin cuestionar el sistema interpretativo que van imponiendo los elementos formales. De hecho, el proceso de lectura para Spanos se apoya firmemente en la intencionalidad del lector, en su capacidad para intimar con él, redescubrirlo, activar su temporalidad y dejarlo permanentemente abierto. O mejor dicho, abierto a una sistematización temporal que permite a la lectura intertextual alterar la tradición metafísica dominante al descubrir aspectos ocultos u olvidados. ¿Cómo si no, podría la historia literaria permanecer constantemente abierta, nueva y capaz de representar y revelar su propia textualidad de forma inagotable?
Recordará el lector que la noción de intertextualidad, introducida en la Semiótica (1969) por Julia Kristeva y reformulada constantemente durante varias décadas, se convirtió en talismán interpretativo y concepto clave para deslindar los contornos de la historia literaria de cualquier centro de referencia histórico, liberarla de cualquier contexto limitador y arbitrario, ya fuera político, social o religioso, y asentarla en un discurso universal que debería dar razón de cualquier formación conceptual. Lógicamente las ideas de tradición, período, géneros, inmanencia textual y continuidad histórica dejaron de tener la vigencia habitual como soportes de la historia literaria. Frente a ellas, las posibilidades de la intertextualidad se habían incrementado con la investigación en semiología, narratología (Barthes, Genette, Riffaterre) y en la aplicación de lecturas fenomenológicas. Derrida precisaría ante la generalización de la textualidad la importancia (Positions) de los marcos para la percepción de los límites y márgenes de esa textualidad. Más acomodable aún a una reconstrucción intertextual de la historia literaria serían, no obstante, las rearticulaciones metafóricas que Althusser propondría como redes de estructuras no totalizadoras.
Mas el vértigo de una activación incesante del texto, de un juego imparable del significado, o su apoyo en un fondo sin fondo generaría una reacción destructiva con respecto a la tradición histórica. De cara a esta premonición Eugenio Donato reconstruye una hipotética historia literaria a partir de Flaubert, Hegel y Kojève, proyecto que reconsidera el final de la historia hegeliana sin remitir a un acontecimiento específico, sino como problema de representación que reconstituye el presente históricamente, un problema despejado por Hayden White en Metahistory: The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe (1973). Efectivamente este historiador, que había alertado sobre las limitaciones de la intertextualidad y de la deconstrucción, estructura el mapa tropológico de Tropics of Discourse (1978) en congruencia con implicaciones éticas y estéticas. Los tropos describen las relaciones entre el mundo de la experiencia y en cuanto plano latente de la estructura profunda del texto histórico informan todos los elementos materiales y perceptivos de su campo. La insistencia en la naturaleza tropológica de la historia literaria, generada a través de actos lingüísticos, implica (léase Metahistory) al mismo tiempo descubrir los efectos hermenéuticos de ese sustrato tropológico. No hay, pues, salida del cerco intertextual, una situación que contrasta llamativamente con la propuesta de Dominick LaCapra, quien en Rethinking Intellectual History: Texts, Contests, Language (1983) y en el cruce de impresiones que mantuvo con él, delataría su aproximación a la deconstrucción.
Por controvertido que haya resultado el proyecto de historia literaria que elaboró Harold Bloom, éste echó sus raíces en territorio intertextual. Su punto de partida, sin embargo, no se olvide su inmersión en la poesía romántica inglesa, sirve tan sólo como índice de su formidable capacidad para absorber y expandir una historia literaria trazada por líneas críticas e intertextuales antitéticas, articuladas con mecanismos defensivos y reacciones psíquicas. El giro espectacular que dio en los años setenta —The Anxiety of Influence (1973), A Map of Misreading (1975), Kabbalah and Criticism (1975), Poetry and Repression (1976)— hacia una teoría del revisionismo dialéctico marcó diferencias sustanciales con respecto a la deconstrucción y a la práctica de la lectura fenomenológica. La aplicación del revisionismo dialéctico a la poesía norteamericana ha exhibido lecturas memorables precisamente en lo que él mismo denomina “The American Sublime”. Una práctica empeñada en advertir las transformaciones de las figuras retóricas y de los mecanismos defensivos correspondientes constataría, de hecho, como sugiere Peter de Bolla, que la noción restringida de tropo debe desviarse del contraste literal/figurativo y convertirse en una unidad superior a la palabra, en principio histórico de generación del discurso: “These larger units will be the generative forces of history, understood as the narrative which we tell about the past. In other words trope, in this last transformation, will become history. To adapt de Man’s phrase, the opening in history which gives it the appearance of a duration will be seen to be the duration merely of its rhetoric, the duration of a trope” (de Bolla 1988: 143). Es ésta una observación que debemos trasladar a la lectura de American Poetics of History (1984) de Joseph G. Kronick, pues las sucesivas transformaciones de tropos continúan prendidas de la lectura y la escritura intertextuales, liberadas de cualquier base epistemológica o antropológica. “History”, propone Kronick, “is rhetoric, for it consists of these tropological transformations” (1984: 6).
A través de las iniciativas que venimos esbozando la textualización de la historia sirvió de base para una reconstrucción de la historia literaria que se cerraba sobre sí misma. Como Edward Said anunció en su conferencia (1982: 23), haciéndose eco de Gramsci, el proceso de elaboración es la suma de esquemas que hacen posible que la sociedad se pueda mantener a sí misma, es decir, que la razón ideológica justifica la metodología y la indagación teórica. Numerosas versiones de esta razón discurrieron por las aulas norteamericanas en la década de los ochenta, principalmente alertadas por la marcha de la deconstrucción y el empuje de los estudios culturales. Ya había advertido Jacques Derrida sobre el riesgo de depender de los discursos deconstructivos, pues era preciso habitar las estructuras que van demoliendo hasta compartir el deseo indestructible de una presencia plena. La vena utópica que pudiera entrañar tal percepción se topaba con las limitaciones de las prácticas interpretativas. Y éstas se polarizaron entre el itinerario de la fenomenología y la teoría de la recepción, por un lado, y el de los contextos sociales y culturales, por otro.
Sobreentendemos con esta reorientación de la investigación en la historia literaria norteamericana que la llamada a considerar aspectos ideológicos, a conectar discurso y poder, o a adentrarse en lo que Fredric Jameson denominó crítica cultural se nutrió en gran parte de la influyente aportación de Foucault, Althusser y en general del pensamiento marxista europeo. Muchos estudios recientes sobre historia literaria, suspicaces de cualquier fundamentación política, son especialmente escrupulosos a la hora de detectar modalidades de prácticas discursivas, acentuar el alcance de discontinuidades históricas, aceptar el concepto de archivo en sustitución del de origen o de calibrar la importancia de los contextos. La arqueología foucaultiana o las estructuras epistémicas han resultado más atractivas que las versiones marxistas de la historia o la validez del concepto de mediación como instrumento crítico.
Cierto, tanto la arqueología como la concepción marxista de la historia han propiciado una ruta paralela hasta llegar a reforzar sus planteamientos dialécticos, concibiéndola en términos de lucha o confrontación. Queda por imaginar cómo sería una arqueología de la historia literaria a partir de formaciones discursivas ideológicamente transgresoras, como queda por averiguar si el concepto de mediación puede ser recuperado como categoría interpretativa. Fredric Jameson optaría en The Political Unconscious (1981) por transformarlo en una serie de códigos narrativos, o síntesis intermediaria entre estructura manifiesta y latente que permite concentrarnos en la producción del significado, a la par que acercarnos al texto como copartícipes en su formalización. De hecho la idea del inconsciente político nos proporciona unas formas de mediación entre distintos niveles interpretativos que mantienen suspendidos los conceptos prefijados de sujeto o de forma textual. El texto literario para Jameson refleja y a la vez se rebela contra una ruptura o brecha histórica, construyendo un episodio y un argumento narrativo cohesionado y continuado de la lucha entre el dominio de la libertad y el de la necesidad. Tal historia constituye el germen de la revolución cultural, al perpetuarse esa historia narrativa como lucha entre modos coexistentes de producción.
El desarrollo de estas estrategias de mediación conduciría a perfilar una historia literaria que Jameson da por supuesta, hipotéticamente recomponiendo los problemas de “la ideología, del inconsciente, del deseo, de la representación, de la historia y de la producción cultural” que esto conlleva. Su caminar por la identificación de ideologemas tras abandonar la idea de un sistema sincrónico central y descartar la validez de los géneros le llevó a dejar de lado la construcción de una historia literaria apoyada en métodos genealógicos. Ese giro supuso un reconocimiento de las limitaciones estructuralistas para articular una versión de la historia accesible sólo de forma textual, como Althusser venía insistiendo. Obstáculos similares encontraría John Frow en Marxism and Literary History, (1986) aunque las pautas formalistas adoptadas no comprometen en ese caso la concepción marxista de la historia ni la elección de una determinación social de la norma literaria. De entre los conceptos que Frow incluye en la formalización de las fuerzas de desarrollo de la historia literaria merecen subrayarse los de “recurrencia eterna” del mismo elemento, procedente de Walter Benjamin y el de “identidad de réplicas”, recogido de Kubler, como agentes de los procesos de reproducción, copia, reducción o derivación, unas modalidades materiales y tecnológicas que algunos especialistas consideran esenciales para recuperar la especificidad material y documental de la historia, tal y como lo sugirió Foucault (Frow 1990: 108-12).
La elección de una metodología marxista específica no ha constituido un problema reseñable en Estados Unidos. De hecho todo un espectro de posiciones e influencias ha favorecido la transición de modelos interpretativos ya clásicos hasta los más postmodernos, avalados por la firma de una escuela o movimientos, o un nombre (Said, Fanon, Butler, Bordo, Haraway, Althusser, Spivak, Gates, Jameson). Esta impresión transmitieron los estudios de Frank Lentricchia, After the New Criicism (1980), de Gerald Graff, Literature Against Itself (1979), de Jonathan Culler, In Pursuit of Signs (1981), intentando clarificar conceptualmente la situación y relacionar las opciones recientes con la historia crítica norteamericana, tanto las evocadas por los intelectuales radicales de los treinta como la recorrida por Trilling, los New Critics, Burke, Frye, Hirsch, o los críticos de Yale, transitoriamente colocados en el frente opuesto a las posturas ideológicas.
Se puede obtener esta misma impresión en la colección de ensayos agrupados por Sacvan Bercovitch y Myra Jehlen en Ideology and Classic American Literature (1986), decididamente la obra más puntual de los “americanistas” en responder a los reclamos de la crítica ideológica. Es significativa y oportuna la justificación teórica que Bercovitch añade a modo de conclusión y más expresivas y conciliadoras las tres extensísimas notas al pie de página que simultáneamente convocan a multitud de especialistas en “estudios norteamericanos” a aceptar la realidad crítica, revisar y limar posturas enfrentadas, replantear la versatilidad de la crítica marxista, reconocer el papel de la crítica británica y recoger bibliográficamente la cosecha más selecta de las publicaciones norteamericanas. Al trasluz de su The Rites of Assent: Transformations in the Symbolic Construction America (1993) la voz radical aparece matizada por una retórica pluralista que sortea las reacciones más viscerales y enfrentadas. El lector que saboree el excelente ensayo de Carolyn Porter, “Reification and American Literature”, o los de Donald Pease sobre Melville y de Jane Tompkins sobre el sentimentalismo en Uncle Tom’s Cabin podrá deducir que había perspectivas halagüeñas para conceptualizar con rigor algunos problemas ideológicos.
Advierte Myra Jehlen (1986: 3) en la introducción que los prejuicios sobre la ideología todavía subsisten y que la historia literaria, a la hora de examinar el contexto o fondo histórico como parte integral del lenguaje literario, solía desarrollarse en dos vertientes contrapuestas: o como colección de hechos dispares o como corriente general que comprendía y confirmaba las lecturas establecidas. Mas el advenimiento de la crítica ideológica a suelo norteamericano afectará profundamente a la idea misma de América, a sus pilares conceptuales básicos. No extraña, pues, que Jehlen recuerde que bastantes colaboradores han sentido la necesidad de trascenderla y permanecer en las márgenes de la “preocupación sociológica”, una matización sin duda eufemística para amparar las diferentes perspectivas recogidas en la colección. Tal vez la mención de William Charvat (The Origins of the American Critical Thought, 1961) y de Matthew Bruccoli (The Profession of Authorship in America, 1800-1870) resulten imprescindibles para documentar la transición del pensamiento americano socialmente comprometido con el procedente de las corrientes europeas.
El empeño por canalizar el pensamiento marxista dentro de los cauces ideológicos más congruentes con la historia norteamericana constituyó, no obstante, un reto intelectual significativo en estas circunstancias. Hemos aludido de pasada a la obra pionera de Fredric Jameson —profundamente transformada en su orientación utópica, en su proliferación de dialécticas o convertibilidad de la victoria en derrota y viceversa— y a la de Edward Said, abiertamente comprometida con los estudios culturales transnacionales. Mas debemos recordar que la construcción de una narrativa literaria nacional de índole deconstructiva y marxista fue objeto de estudio por parte de varios especialistas. Si la resistencia a la historia, o mejor dicho, a “historizar”, fue signo común de muchos estudios postestructuralistas, Gregory S. Jay propondría en America, The Scrivener: Deconstruction and the Subject of Literary History (1990) una consideración de la dialéctica hegeliana como instrumento de recomposición de la historia literaria norteamericana. La penetrante revisión de la herencia de Hegel que realiza Jay no sólo reclama una rigurosa consideración de su teleología original para devolver a los padres intelectuales de la historia literaria americana (Parrington, Brooks, Trilling) su razón dialéctica, sino también para desarticular esas falacias culturales que tan persistentemente reavivaron mitos e ideas dominantes en el transcurso de la historia de los Estados Unidos. El examen sistemático de las contradicciones que han articulado cada una de las fases de la historia literaria del país recrea meridianamente la impronta de la Fenomenología del espíritu de Hegel. No es el objetivo de Jay, sin embargo, detectar esta influencia, sino desentrañar la “realidad de América”, su mentalidad y articulación conceptual, la secuencia de opciones políticas, su incapacidad para confrontar el mensaje de Hegel. El planteamiento subversivo y dialéctico guía cada uno de los capítulos, explícitamente “deconstructivo” al recoger en las nociones de “sueño americano, tierra virgen, o Adán americano” rasgos del Sujeto totalizador de la Historia. La propuesta dialéctica final esboza con claridad una alternativa nada desdeñable:
American literary histories since the 1970 have taken a quite unHegelian turn. The speculative terms and narratives dominating works from Brooks and Parrington through Trilling are now subject to critique, either by poststructuralists who elaborate deconstructions of Hegelian thematics or by feminists, Afro-Americanists, and New Historicists who reject the totalizing cultural and political psychology of the previous models. It would take another essay entirely to analyze these developments in light of current rereadings of Hegel. Suffice it to say here, by way of prospect, that the current antinomy between the literary and the historical in much critical writing has its correspondence to the opposition of writing and being in Hegel. Poststructuralist readings of Hegel call us back to remember the work of representation in this text, and so to defer the transcendence or Aufhebung his dialectics recurrently posit... Much of the current return to history in American criticism has failed to attend to the relevance of this lesson, offering versions of the historical that are quite conventional in their assumptions of what the historical is or how and where it might take place. Trilling’s agon with Hegel should mark the death of the subject of literary history, in each sense of the phrase. (Jay 1990: 311-312)
La invitación a proseguir esta ruta dialéctica fue recogida por bastantes americanistas y estudiosos, como da a entender la publicación de Theorizing American Literature: Hegel, the Sign and History (1991), editado por Bainard Cowan y Joseph G. Kronick, en donde aparece de nuevo su ensayo, “Hegel and the Dialectics of American Literary Historiography”, y prende la mecha que encenderá debates críticos importantes. No podrá pasarse por alto el que dio lugar a Revisionary Interventions into the Americanist Canon (1994), editado por Donald C. Pease. La causa revisionista de esta colección extiende la vía dialéctica de Gregory S. Jay hasta zanjar en clave historicista las obsesiones más arraigadas de la historia literaria norteamericana. Presentada esta causa como correctivo explícito de la postura de Frederic Crews, la reacción de Donald Pease no pudo ser más categórica: no es posible negar, dice, que la imaginación literaria americana es de hecho un constructo ideológico resultante de la política de consenso del liberalismo anticomunista de la postguerra (Pease 1994: 4). La ocasión —propiciada por la recensión que Frederick Crews hiciera en las páginas del New York Review of Books (27 de octubre, 1988) de varios estudios relevantes para comprender la situación de la historia literaria— marcaría un hito en este itinerario históricoliterario. Más justamente debiéramos matizar que estas contribuciones, así como las consignadas en Theorizing American Literature (1994), Reconstructing American Literary History (1986), America, The Scrivener (1990), Theoretical Issues in Literary History (1991) y Ideology and Classic American Literature (1986) recondujeron la investigación en torno a la historia literaria por los horizontes más despejados del postestructuralismo, crítica ideológica y estudios culturales. Los estudios que recoge Donald E. Pease en New Americanist Revisionist Interventions Into the Canon (1997) componen un elenco imprescindible y selectivo de estos horizontes. Y debieran componerlo también de todo lector o profesor.
El efecto más palpable de la influencia de estas corrientes sobre la historia literaria norteamericana ha sido el intenso y profundo revisionismo del que ha sido objeto desde la década de los ochenta. Deben calificarse de espectaculares la exploración y estudio de su articulación histórica, de su mitología sustentante, de su dimensión política, su evolución genérica, su recomposición racial y de clase, o de su recontextualización cultural. Resulta inseparable la percepción actual de la historia literaria de estos procesos de análisis y revisión exhaustiva que han llevado a cabo numerosos especialistas, algunos colaboradores en los proyectos de las historias literarias monumentales ya mencionadas. Probablemente la idea de historia literaria nacional no es ya imaginable, no sólo porque se esté replanteando en términos planetarios, sino porque la especialización crítica ha fragmentado y multiplicado hasta límites insospechados sus dimensiones y fronteras de referencia. A primera vista, y conscientes de ese proceso, llama la atención la ausencia de estudios panorámicos y generales. Como constata Jonathan Arac (2009: 704-5), la cuestión de la historia literaria de Norteamérica es inseparable de esos estudios parciales y especializados que vertebran fragmento a fragmento el tejido plural y multiforme de la literatura norteamericana. Podríamos y deberíamos añadir la interminable producción de antologías críticas y literarias, documentos manuales y colecciones de ensayos.