Читать книгу Retorno a la historia literaria norteamericana - Félix Martín Gutiérrez - Страница 9
ОглавлениеLa historia literaria de Estados Unidos como proyecto
¿Es recuperable la historia literaria? ¿Es recuperable la historia literaria de los Estados Unidos? ¿Y qué sentido tiene esta recuperación? ¿Y para qué? Por impertinentes o irreflexivas que resultan estas preguntas y tengamos que dudar de la credibilidad de lo que parece un espejismo no tenemos más remedio que compartir el empeño de muchos amantes de la literaria norteamericana y desafiar los maleficios que rondan su historia literaria. Abusando de la opinión autorizada del filósofo Stephen Houlgate (1993: 114) me permito esquivar estas preguntas recordando sus puntualizaciones sobre el reflejo filosófico y la intuición visual. El primero, dice este autor, es un modo del pensamiento que no pretende conocer los objetos en sí mismos, sino simplemente saber que están “ahí”, que los refleja sobre su identidad independiente y que por lo tanto los ve como algo negativo, ya sea como diferentes a sí mismo o sin valor alguno en sí mismo. La intuición visual, por el contrario, los encuentra en sí misma, fundidos con ella en perfecta armonía y por lo tanto no se definirá en oposición a través de la negación de lo que está fuera de ella, sino afirmando la presencia de lo que está fuera de nosotros. ¿Es recuperable la historia literaria norteamericana? ¿Y la historia literaria en general? Optemos por esta segunda opción si queremos dar algo de crédito al sentido de las preguntas o descartémoslas libremente, pues tal vez jamás serán respondidas. Porque ¿no ha sido durante muchos años la historia literaria una garantía pedagógica incuestionable para entender la literatura? ¿No hemos partido del uso y del sentido de claves explicativas procedentes de la historia para su impartición e interpretación?
En verdad pocos conceptos o instrumentos críticos, por cuestionados o denostados que hayan sido, han resultado tan fundamentales como el de historia literaria; y muy pocos pueden sostenerse en nuestra profesión sin referirlos a esquemas de historicidad que les confieran cierta justificación pedagógica. Y no me refiero a aspectos que asociamos a veces ingenuamente con la relación entre literatura e historia, como que la experiencia docente deba supeditar la interpretación literaria a criterios históricos, que la programación responda a esquemas cronológicos, que debamos enmarcar históricamente las obras literarias que explicamos, que expongamos grandiosas concepciones históricas como telón de fondo para nuestros comentarios del texto, o que refractemos en un hecho histórico todas las caras de un proceso textual. Tengo en mente, más bien, esos esquemas de historicidad que auguran una teleología clara de la historia literaria, una percepción de toda esa red de propósitos, causas, intenciones, circunstancias e influencias que determinan históricamente cualquier texto dentro de un universo literario. Y también me refiero a todas esas pautas de interpretación, de lectura de lecturas, de sentido de sentidos y cúmulo de expectativas que como si compusieran un sistema de regresión infinita remiten a lo que entendemos por significado.
Es lógico que alguna de estas impresiones presupongan que la relación historialiteratura no es tan clara como suele pensarse ni su simbiosis tan completa como deseamos. O que las fronteras entre una y otra no son operativas en la actualidad y debiéramos buscar otras rutas de interrelación o reciprocidad. O que simplemente tal relación ha sido suplantada por otras claves que no precisan ya reconstruir las líneas de las historias utilizadas. Ya sabemos, por otro lado, que siempre podemos empezar por las historias originales de esta historia —una cuestión de orígenes exigente para con las intuiciones visuales—, que muchas de estas historias de la literatura han generado desconfianza absoluta en su capacidad reflexiva y crítica como para garantizar una metodología aceptable o cierto entusiasmo por seguir sus zozobras institucionales. Los manuales de literatura norteamericana que hemos seguido (Spiller en concreto) han proporcionado abundante material y criterios metodológicos para no desviarse didácticamente. No obstante, dada la tradición filológica en la enseñanza de la literatura en nuestro país, hasta hace pocas décadas ceñida a los manuales de su historia, la utilización de los manuales clásicos ha producido unos resultados bien conocidos. Incluso es probable que muchos estudiosos todavía cifren la idea de historia literaria en la información y contenidos de esos manuales y que la problemática de la historia literaria pase inadvertida.
Cierto, en esos libros hemos tenido un poco de todo, en especial la rúbrica personal de un historiador literario, una concepción de la historia generalmente aceptable o revalidada pedagógicamente, una estructura narrativa, descriptiva o crítica fiel a esa concepción, unos autores ya seleccionados y consagrados por la tradición crítica, unos textos también canonizados o en puertas de serlo y una recapitulación panorámica y coherente de períodos o tradiciones literarias. Nuestra postura ante esta oferta, como sugiere Robert Scholes, no entraña responsabilidad personal. Bastaría conseguir las pautas de estos manuales y acercar la literatura a nuestro tiempo, filtrar la experiencia pedagógica por las redes del presente, haciendo, como insinúa Scholes, de Shakespeare nuestro contemporáneo.
Pero no se trata de eso. La historia literaria suele conjugarse en presente y en pasado mostrando una reciprocidad entre estos tiempos sutilmente caprichosa. Confiesa Scholes:
As you might expect, I am critical of this position. It is much more important, I should think, to try to make ourselves Shakespeare’s contemporaries, for a while, if only because it is better exercise for the critical imagination or, more importantly, because without such attempts we lose history and become the pawns of tradition. The curriculum must be subject to critical scrutiny like everything else in our academic institution. Its very “naturalness”, its apparent inevitability, makes it especially suspect. (Scholes 1985: 58)
Tanto esta aparente inevitabilidad de la implantación curricular que advierte Scholes, confirmada normativamente por la autoridad o el uso de las historias literarias existentes, como el intento de sacudirse de ella mediante la recuperación imaginativa de su historicidad subrayan precisamente algunas paradojas inherentes al problema que estamos apuntando. Pero dejamos estas alternativas para más tarde, pues suelen ser motivo de confrontación entre clasicistas y postmodernistas de la pedagogía literaria. Empecemos, no obstante, reafirmando que la idea de historia literaria, y sobre todo su plasmación metodológica en las aulas, es objeto de seria preocupación por parte de los profesionales de las letras, críticos y estudiosos de la literatura. Esta preocupación recorre actualmente el mundillo académico y su política crítica con una perspicacia ideológica que no se había palpado desde la irrupción de la crítica cultural europea en los cincuenta y sesenta. Como sugiere Robert Johnstone (1992: 27), el naufragio de la historia literaria consta ya en el listín del “érase una vez”, tan expresivo de nuestras frustraciones y revancha cotidiana. ¿Cuántas historias de la literatura han pedido disculpa por no poder captar o renovar el prestigio o la confianza en la historia literaria? Hubo un tiempo, reitera Johnstone citando a Hans Robert Jauss, en el que la composición de la historia de una literatura nacional representaba el momento culminante de la vida del filólogo, aspiración que hemos visto hacerse realidad en nuestros maestros precursores. Hubo un tiempo, añadiríamos, en el que la historia literaria reunía una colección selectiva y discriminada de pequeñas biografías que encarnaban los ideales pedagógicos y morales de la universidad de Cambridge de F.R. Leavis y su influyente The Scrutiny.
De hecho debiéramos resaltar aún más la suspicacia que advierte Scholes si recogemos las inquietudes pedagógicas actuales que vienen produciendo los nuevos planteamientos de la historia literaria. En nuestro país la transición de una pedagogía historicista, recogida panorámicamente en manuales e introducciones enciclopédicas, a la descomposición actual en estudios parciales, cursos temáticos o culturales, apenas ha sido sentida y examinada a conciencia, unas veces en razón de cambios acelerados de planes de estudio y en general por el mimetismo en aceptar todo lo que nos viene de fuera, sin reflexionar sobre su incidencia en nuestra situación. Es preocupante, obviamente, que la reflexión pedagógica apenas haya sondeado el fondo de este problema en España. En las cinco décadas de enseñanza de literatura norteamericana en España y en las recientes especializaciones que convergen en los “American Studies” jamás han recibido atención preferente los problemas de pedagogía literaria.
Las opiniones que nos llegan desde los Estados Unidos, por el contrario, ven en la caída de la historia literaria un síntoma más de la crisis de la literatura en general y de cambios de paradigmas desconcertantes en su evolución. De hacer caso a algunos agoreros la situación de la literatura norteamericana actual no sólo está en ruinas (Hillis Miller 2001: 64-65), o en declive evidente (David R. Shumway 2008: 657-659), o va a la deriva (Martin Greenberg 2008: 630-35), sino que no tiene salvación posible si se la expande por regiones transnacionales. Hillis Miller ve en el cambio radical de paradigma una disolución del estudio literario en la configuración global de discursos culturales y textuales que comprometen la función del artista, lector, crítico o profesor. Para el estudioso de literatura comparada este compromiso no ofrece otras alternativas que optar por un paradigma crítico determinado por la literatura universal o por el recinto limitado y local de la especialización. Cualquier diseño de historia literaria deberá tener pues estas opciones en mente y, tal vez, deducimos, el presentimiento de que estamos ante un ejemplo más de imperialismo intelectual norteamericano (Hillis Miller 2001: 64-65).
Que el declive de la historia literaria es síntoma y consecuencia de estas opciones parece evidente. El sentido de los desplazamientos de los estudios literarios norteamericanos hacia los territorios transnacionales, transatlánticos o hemisféricos ha ido distanciando cada vez más las bases historicistas de la historia literaria y cuestionando su supuesta reconstrucción crítica. Tal vez, como sugiere David R. Shumway (2008: 659), estos desplazamientos no son tan nuevos, repiten algunas ensoñaciones que crearon los antiguos “American Studies” y concluyen desarticulando la literatura norteamericana. La revisión que Shumway hace del componente ideológico de los estudios norteamericanos no sólo despeja el riesgo nacionalista y el del carácter hibrido de su concepción literaria, sino que advierte de la implícita manipulación cultural de la literatura por parte de los estudios norteamericanos, relación frecuentemente sospechada. Ante esta observación de Shumway cabe recordar cómo la búsqueda de un núcleo de historia intelectual coherente e interdisciplinar no sólo encendió el entusiasmo de Gene Wise (1979: 408-9) para formular allá por los setenta lo que deberían ser los “American Studies”, sino que el proyecto de un todo integrador (ideas dominantes, mentalidad americana, disciplinas, tesis evolutivas) resultaría inviable. La reacción de Henry Nash Smith al imperativo integrador pondría de relieve la misma reserva que Shumway: que el abismo entre literatura y ciencias sociales corría el riesgo de acentuarse en el marco de los estudios americanos. Y para ambos casos valdría la advertencia de este profesor: la eliminación de barreras tradicionales entre disciplinas refleja claramente el carácter del estudio literario, pero también estimula la fragmentación del campo más que su recreación (Shumway 2008: 661).
Han ocurrido muchas cosas, comenta Sacvan Bercovitch en Reconstructing American Literary History (1980), desde que Robert Spiller publicara su Literary History of the United States (1948). Y han ocurrido con tal celeridad y avidez crítica, que el consejo que diera Spiller de que cada generación debiera componer su propia historia literaria requeriría una lectura radical: no sólo una generación y una historia literaria, sino, como sugeriría Fredric Jameson, algo absolutamente nuevo, un invento cuyos ejemplos no sean piezas o segmentos de la investigación en curso, sino ideas que dramaticen lo que podría ser su realización, aun conocedores de que no puede realizarse. En cierto sentido la formación de la historia literaria norteamericana ha sido propulsada por su hipotética realización y, como afirma Eric J. Sundquist (1995: 794), cada una de las revisiones de las que ha sido objeto ha dejado una estela de su potencialidad. Presumiblemente el romance entre América y su historia literaria es tan fascinante y obsesivo como lo relata Winfried Fluck, una relación capaz de aglutinar tendencias opuestas, experiencias muy diversas, configuraciones culturales y raciales muy diferenciadas e ideologías contrastadas (Fluck 2008: 8-14).
Hasta el extremo postulado por Jameson dentro del escenario de una globalización como horizonte absoluto, no han llegado todavía las historias literarias, pero sí comparten una suspicacia profundamente sedimentada tras varias décadas de inercia pedagógica y crítica en torno a la historia de los Estados Unidos. Bercovitch y la mayoría de sus colaboradores parten de ella. Ni existe acuerdo, añade Bercovitch, sobre el significado del término “literario”, surgido de la legitimación de un canon determinado, añade, ni sobre el término “historia”, ni sobre “América”, un problema ideológicamente inabordable, controvertido e incómodo críticamente cuando la idea de nación, mitología fundante, cuerpo social o pluralidad multirracial son expuestos a una erosión constante.
Obviamente lo que ha ocurrido desde los años cincuenta hasta nuestros días ha sido examinado desde muchos ángulos sin considerar plenamente las exigencias o los efectos pedagógicos como algo consustancial al revisionismo crítico que han llevado a cabo los proyectos más significativos de las últimas décadas: The Cambridge History of American Literature (1994-2005), editada por el propio Sacvan Bercovitch, y The Columbia Literary History of the United States (1988), editada por Emory Elliott. Ni que decir tiene que estos dos proyectos han abierto perspectivas novedosas en el territorio de la historia literaria de los Estados Unidos, una historia levantada sobre premisas críticas muy contrastadas y arbitradas por intervenciones individuales brillantes y abiertas a la divergencia de criterios hasta el punto ocurrente pero inevitable, de convertir el problema de la historia literaria en piedra angular del proyecto y, como Bercovitch reconoce, hacer de la divergencia y de la disensión una virtud. Tal es el sello y el compromiso crítico de The Cambridge History of American Literature, diseñada en los ochenta, lanzada en esa década y cuyos ocho volúmenes aparecieron entre 1994-2005, todo un alarde intelectual que parece responder a los requerimientos culturales del proyecto ideado y editado por Paul Lauter en The Heath Anthology of American Literature.
Antes de resaltar cómo The Cambridge History of American Literature consigue en ocho volúmenes entreabrir las puertas de los problemas más relevantes de la historia literaria norteamericana, sin necesidad de rayar en la cuadratura del círculo, nos parece importante subrayar cómo las historias de la literatura que hemos apuntado no han pretendido convertirse en guías pedagógicas, ni por razones fáciles de entender aceptarían supeditar su nivel crítico a objetivos tan exclusivos o irrelevantes como los pedagógicos. Sus pretensiones son más elevadas que las de un simple manual y no hay que olvidar que las instituciones universitarias cuentan con antologías, ediciones comentadas, anotadas o críticas de textos. Por otro lado, su función pedagógica ha venido marcada por la autoridad crítica de un autor y por una elaboración sintetizada acorde con la concepción histórica subyacente.
A tenor de las respuestas suscitadas por una convocatoria de la revista New Literary History, sobre el lema “Literary History in the Gobal Age”, respuestas recogidas en varios números de esta revista en el 2008, parece presumirse que la reinvención de la nueva historia literaria norteamericana requiere un escenario transnacional, una historia postcolonial, o una aceptación de la producción literaria global. Lejos, muy lejos, quedaron las propuestas que René Wellek lanzó en su celebérrimo “The Fall of Literary History” (1973) ante la profunda crisis que él advertía en la historia literaria y que no han sido respondidas. La desilusión que embargaba a Wellek se dejaba entrever en la documentación puntual y expresiva en torno al pensamiento de sus colegas y precursores; pero se hacía patente al urgir una revisión a fondo de la historia literaria. Su diagnóstico lamentaba la carencia de un método histórico adecuado, la absorción de la historia literaria en la historia general, las tesis cuestionables sobre el concepto de tiempo histórico y el alcance de las explicaciones causales, leyes evolucionistas o procesos dialécticos. Una propuesta flexiblemente formalista que quedaría anegada en las aguas del océano estructuralista.
La relegación de la crítica formalista y el auge de la nueva crítica en los setenta y ochenta no conseguirían paliar esa decepción ni estimular conceptos decisivos para la historia literaria. Claudio Guillén plantearía la necesidad de explorar la historia literaria como reto fundamental para el estudio de la literatura, mientras otros críticos desistirían de tal empeño. Recomponerla en cuanto historia literaria teórica y general suscitaba reservas a aquellos americanistas que deseaban ceñirla a la historia de Estados Unidos invocando una genealogía textual propia.1 Añádase a ello la ingenua contraposición entre el perfil político y geográfico del país “América” con el carácter ahistórico del concepto literatura, o la cuestión de la lengua inglesa, unas reservas que no dejarían de sonrojar a cualquier estudiante que haya consultado el diccionario de Webster o leído Leaves of Grass. Con la diplomacia de un mediador sin recelos nacionalistas William Spengemann (1989: 146) describiría con más detalle estas reservas sobre la aparente incompatibilidad entre América y la “literatura”, prosa norteamericana y ciudadanía, extremos que permitirían a los historiadores buscar un término medio confeccionado con material histórico, social o político. Muchos han sido, afirma Spengemann (1993: 515-518), los intentos de deshacer el nudo nacionalista que ha dado coherencia y sentido histórico a la idea de la historia literaria americana, pero ya sea desde el punto de vista de la política lingüística como de las múltiples expresiones literarias la historia europea de las literaturas nacionales y su versión norteamericana constituyen la base de la historia literaria. Como hipótesis de proyecto parece lo más viable:
If the subject demands an idea of history but cannot prosper under the nationalist program and cannot survive under any of the alternative schemes that have so far been proposed for it, then it wants a different idea of American literary history: one that will construe early to mean something besides less, American to denote something more literary than the citizenship conferred retroactively upon colonial authors, and literature to designate something at once more historical than “timeless beauty”, less prejudicial to colonial documents than “poetry” or “fiction”, and more alert to discriminations than just plain “writing”. What this new idea might look like, we can perhaps begin to see by looking more closely at the nationalist model itself, to determine just where it goes wrong. (Spengemann 1993: 517)
Precisamente en los primeros días de la historia literaria de los Estados Unidos el diseño nacionalista justificó el arbitraje entre la autonomía de lo literario y sus componentes externos (históricos, políticos, económicos o sociales), como los estudios de V.L. Parrington, Norman Foerster o Fred Lewis Pattee dan a entender. Con posterioridad el énfasis en los valores históricos, el peso de la producción cultural no especialmente literaria, la politización de numerosos medios de transmisión escrita y oral, producirían una apertura conceptual y descriptiva que dejaría de lado la presentación cronológica de la producción literaria y prestaría más atención a relaciones entre textos literarios y hechos o factores extraliterarios, precisamente cuando la crítica europea de la ficción cortaba el hilo umbilical entre verosimilitud narrativa y referente intratextual o inverosímil.
Esta apertura cobra hoy un relieve especial al observar el giro copernicano realizado por la teoría literaria y la revisión crítica. Recordemos cómo han pesado sobre nuestra formación literaria las huellas de un historicismo acuñado en la Historia de la literatura inglesa de Hippolyte-Adolphe Taine y cómo las de George Ticknor, Moses Coit Tyler, H. Mumford Jones o Robert E. Spiller, siguieron una premisas muy parecidas a los dictámenes del padre del método histórico, es decir, recrear las condiciones en las que trabajó el autor, detectar su pensamiento como factor determinante de la obra, indagar las fuentes e influencias de ésta, preservar su texto, fecharlo, recomponer la biografía del escritor y trazar sus convicciones intelectuales. Este sello historicista impregna las primeras historias de la literatura norteamericana y sus reediciones. Hasta la implantación de la pedagogía formalista en las aulas puede decirse que marcó el rumbo metodológico de la popular A History of American Literature 1607-1765, de Moses Tyler Coit, de A Literary History of America (1901) de Barrett Wendell, America in Literature (1921) de George Woodberry y de The Cambridge History of American Literature (1921). El autor de Transitions in American Literary History (1953), Harry Hayden Clark (1940: 289), expresaría en los años cuarenta la necesidad de ampliar el marco historicista abogando por una concepción de la historia literaria en la que hubiera lugar para la historia cultural europea y su recepción en Estados Unidos, la historia sociopolítica norteamericana, la personalidad de los autores, el desarrollo de las formas literarias, la historia de las ideas y la evaluación crítica.2
La necesidad de ampliar los márgenes de la historia literaria para dar cuenta de toda la complejidad literaria y cultural fue un revulsivo importante de esta historia, aun modelada con esquemas historicistas en torno a un ideal político nacionalista. Valga la reiteración de Norman Foerster en The Reinterpretation of American Literature (1929: xii) de que ya era hora de que la historia literaria se alimentara de conocimientos sociales, económicos y políticos. No obstante uno de los proyectos de “historia literaria” más significativo de esas décadas, desarrollado por Van Wyck Brooks en varias obras de los cuarenta —The Flowering of New England, 1815-1865 (1936), New England: Indian Summer, 1865-1915 (1940) y The World of Washington Irving (1944)—, compondría un cuadro biográfico y legendario de los autores más representativos del siglo XIX. Y por otra parte no podemos ignorar que los New Critics habían instaurado una pedagogía formalista que consiguió fundamentar la historia literaria sobre cimientos ontológicos, verbales e ideológicos incuestionables.
La evolución de las historias de la literatura norteamericana refleja una acomodación ocasional a las exigencias de la actualización crítica y a la práctica pedagógica. Hay, obviamente, excepciones relevantes. El cuarto volumen de The Cambridge History of American Literature de 1921 inició la incorporación de las literaturas aborígenes (nativas) y extranjeras (europeas) a la historia literaria, sin duda sintonizando con la conciencia plural asociada al “melting pot”. La voluminosa antología editada por Oscar Cargill, American Literature: A Period Anthology (1933) recoge igualmente el período precolonial, seleccionando textos de Cabeza de Vaca, Gaspar de Villagrá y de autores indios. También la antología The American Mind (1937) amplió considerablemente el horizonte literario con textos de autores afroamericanos, indios y europeos, una apertura del canon a veces olvidada por los paladines de la “América multirracial”. Las reivindicaciones más recientes de Paul Lauter, Cary Nelson o Donald Weber habían dejado relegados en nuestra memoria la razón antropológica y cultural de estas recuperaciones. Su inclusión no fue sólo oportuna, pues depara las mismas sorpresas que las que Annette Kolodny manifestó hace ya dos décadas: “In elaborating a literary history of the frontiers”, dice, “the challenge is not to decide beforehand what constitutes literariness but rather to expose ourselves to different kinds of texts and contexts so as to recover the ways they variously inscribe the stories of first contact. Inevitably, the interdisciplinary and multilingual skills required for such an undertaking will tend, in Cary Nelson’s words, to destabilize distinctions between quality and historical relevance by making them self-conscious” (Kolodny 1992: 14).
La incorporación de literaturas o autores marginados o relegados históricamente ha sido uno de los indicios más expresivos y recientes de la valoración de estas historias. Pero su evolución ha planteado cuestiones pedagógicas y críticas sumamente decisivas para entender la formación de la historia literaria. De hecho el problema de la inclusión de tradiciones literarias nuevas, que últimamente ha adquirido connotaciones políticas, es exponente de la magnitud y de la repercusión de la historia literaria como empresa ideológica. No sólo el historiador pretende ofrecer de manera comprehensiva y totalizadora la producción literaria del país, sino que la organización, selección e interpretación de esos textos arroja perspectivas sobre el futuro de la historia literaria, sobre la consonancia o revisión de criterios ideológicos, la captación de los efectos de la recepción de los textos y los cambios de gusto en los lectores. No es otra, al fin y al cabo la medida palpable de la eficacia de la historia literaria: leer los textos por placer, enseñarlos en cursos literarios, incluirlos en las antologías y escribir sobre ellos en revistas. Es decir, por cuestionable y cambiante que resulte el diseño o la percepción de la historia literaria como problema formal, estas historias o manuales conforman pedagógica e ideológicamente su continuidad y supervivencia. A tal efecto contribuyen también las guías interpretativas que las introducen, invitando a examinar su diseño formal al trasluz de su justificación teórica, trátese de un edificio o monumento arquitectónico admirable o laberíntico (Spiller, Elliott).
El diseño y la función pedagógica de las historias no son pues meros emblemas de una transacción ideológica o cultural. A primera vista, por ejemplo, las nuevas incorporaciones de corrientes literarias aparecen en algunos estudios como si se tratara de equilibrar parcelas de poder literario y cultural, en particular cuando se examinan al trasluz de la llegada del estructuralismo a los Estados Unidos. Es ésta una impresión rubricada por las diversas antologías que de manera continuada han registrado las oscilaciones marcadas por la aceptación de tal o cual texto, la exclusión de otros, el reparto de secciones por proporciones raciales, genéricas o de clase, es decir, por los dictámenes de la aceptación canónica. La secuencia de compensación y discriminación críticas que compusieron varias antologías de los noventa —The Norton Anthology of American Literature (4th. ed., 1993), The Norton Anthology of Literature by Women (1979), The Heath Anthology of American Literature (1994), Heritage of American Literature (1991)— dejó trazada la estela polémica dibujada por la apertura cultural más significativa del siglo XX en la historia literaria.3 La conveniencia de delinear un denominador común, un territorio compartido por géneros, temas, campos científicos, períodos históricos o competencias lingüísticas dejó de ser una fórmula válida frente a las exigencias radicales de los grupos minoritarios y sus espacios culturales. La política de los estudios culturales trajo consigo una reorganización de los espacios, lugares, prácticas y medios de identificación étnica, de género y de clase que crearon una complejidad identitaria en proceso de redefinición. Por ello, y aunque sus pretensiones más exigentes recibieron el espaldarazo del postestructuralismo, primaron los derechos de estos grupos y la reivindicación crítica de sus autores consagrados, quedando la elaboración teórica al servicio de la conciencia multirracial y la pluralidad cultural. Estructuralismo y multiculturalismo colocarían a la historia literaria en una encrucijada conflictiva. Numerosos especialistas y lectores verían incompatible la creciente contextualización de la literatura y de la cultura norteamericana con las exigencias y cometidos textuales del estructuralismo y la deconstrucción. Como la revista New Literary History puso en evidencia, esta encrucijada supondría una reevaluación de la historia literaria no sólo crítica y cultural, sino especialmente ideológica.
Dejamos para la siguiente sección las repercusiones de esta encrucijada. Pero en aras de las trayectorias seguidas por algunas historias de la literatura parece lógico apuntar las alternativas pedagógicas que generaron. Me refiero concretamente a la función mediadora de la ideología que despertó en las décadas de los sesenta y setenta, a la recontextualización cultural de la historia literaria en ese mismo período y a las orientaciones estructuralistas y postestructuralistas que apuntaron itinerarios textuales bastante diferentes. La incidencia de la ideología en la revisión de la historia literaria proporcionó revisiones estratégicas de autores clásicos y de la cultura popular que inicialmente no cambiaron la estructura consensuada de la historia literaria, tal vez en razón de una aplicación cautelosa y multicultural de la crítica marxista, pero que gradualmente fueron interpelando de forma radical algunos pilares conceptuales de la historia literaria norteamericana: la mitología fundante, la sacralización de “a usable past”, el liberalismo, la conciencia de clase, la retórica utópica, la historia del expansionismo y su idealización literaria o las contradicciones entre lo público y lo privado. Las matizaciones que Bercovitch ofrece en The Rites of Assent: Transformations in the Symbolic Construction of America (1993) sobre esta trayectoria ideológica presentan al lector una confrontación que no puede dejarle en situación de equilibrio calculado: entre alinearse con Matthiessen y Spiller y así transcender toda ideología, o problematizarla asumiendo sus compromisos y la implicación personal en un momento histórico preciso (Bercovitch 1993: 356-7).
Este compromiso crítico y metodológico ha subrayado las revisiones sucesivas de la historia literaria, acentuando expresamente que en esas décadas la idea de consenso se rompió totalmente, que cualquier reconstrucción pasa por la aceptación de los problemas de raza, clase y género como constitutivas de esa historia y que las normas políticas son inherentes a la construcción de la historia literaria. Para el editor de Reconstructing American Literary History (1986), el propio Bercovitch, estos enunciados permiten divisar unos paisajes ideológicos ciertamente atractivos en torno a la literatura popular (Morris Dickstein), la esclavitud (Eric J. Sundquist), el pluralismo étnico (Werner Sollors), los espacios de la producción cultural (Philip Fisher) o el historicismo (Wendy Steiner). Será, no obstante, en Ideology and Classic American Literature (1986) en donde el análisis ideológico ofrece panoramas más detallados sobre la mitología prevaleciente en la historia literaria norteamericana, el sustrato institucional, las inclinaciones políticas de la crítica, la religión o el sentimentalismo en la novela, panoramas tamizados por el presentimiento de que “jamás seremos capaces de sentirnos tan puros en nuestros actos de canonización, o tan inocentes en asegurar que nuestros modelos de evolución literaria encarnan el espíritu de América” (Bercovitch 1986: 423).
La encrucijada que estamos describiendo debe circunscribirse, como hemos apuntado, en el contexto de las corrientes teóricas estructuralistas y postestructuralistas. David Perkins, por ejemplo, introduciría en Theoretical Essays in Literary History (1991) la controvertida investigación que la historia literaria venía suscitando desde los postulados del contextualismo historicista hasta la deconstrucción. Desde el vértice del postmodernismo la visión retrospectiva que glosa Perkins aclara históricamente los avatares de la historia literaria que es preciso no olvidar: que refleja inevitablemente sobre sí misma la eficacia de los métodos, trátese del neohistoricismo, del formalismo, Croce, los New Critics, Foucault o la deconstrucción. En este sentido se impone la sospecha de si es posible una historia literaria postmodernista que, “por impresionante que sea en sus detalles y profunda en su visión, pueda responder a los propósitos para los que se escriben esas historias si precisamente esos objetivos deben todavía organizar el pasado y hacerlo comprensible” (Perkins 1991: 7).
Merece la pena recordar cómo estas consideraciones llamaron ya la atención de los autores de In Search of Literary History (1972) en un intento por conciliar posturas contrastadas de cara a la alternativa postestructuralista. Por un lado M.H. Abrams planteó la necesidad en “What‘s the Use of Theorizing About Arts” de buscar criterios lingüísticos firmes para trazar las bases filosóficas de una historia literaria lógica y sistemática. Por otro Paul de Man, sembraba la historia literaria de la modernidad no con conceptos en esencia temporales, sino con acontecimientos de naturaleza lingüística. Y por otro Geoffrey Hartman entreveía en la formalización del arte el requisito central para articular la historia literaria, precisamente por su resistencia aristocrática a toda ultranza (Hartman 1972: 199).
Estas tres alternativas forman parte de un largo itinerario recorrido por numerosos estudiosos y abordado en trabajos especializados, aunque ha sido eclipsado por otros menos dependientes del giro lingüístico. El antihistoricismo proverbial de Paul de Man exhibido en “Literary History and Literary Modernity” fue concluyente en su formulación sobre la relación entre literatura e historia, o entre historia literaria y modernidad. La modernidad y la historia, concluye, están condenadas a relacionarse a través de una unión que amenaza la sobrevivencia de ambas (de Man 1972: 249-250). Tal premonición ha quedado sin rúbrica o comprobante fehaciente, sin duda porque, como él insiste, la modernidad es uno de los conceptos en los que la naturaleza de la literatura puede ser revelada en toda su complejidad. Cómo se produce esa revelación es algo que los lectores asiduos a la obra crítica de de Man desearían poder descubrir desde los propios contextos de la modernidad. Y precisamente “des-historizando” lo moderno nos resultaría difícil caracterizar la literatura del siglo XX o ver cómo algunos autores transcienden su propio tiempo y lugar.
Ante estos imponderables es lógico que muchos lectores e investigadores vuelvan sus miradas hacia el historicismo, unas veces apegados al sistema lingüístico inglés como columna vertebral de la evolución histórica de la literaria y otras reanimando una noción de historia revivida mentalmente por ellos, diseñada a la medida del neohistoricismo invocado por Wesley Morris en Towards a New Historicism (1972). O probablemente siguiendo la inercia academicista de “teorizar”, “politizar” o “historizar” desde las entrañas de la conciencia social, el interés cultural o las fronteras del canon literario. Como sugiere Joel Pfister, “Can American literature’s socially grounded ‘subjective’ concerns help teach readers to advance history and advance cultural theory—the history and cultural theory that readers bring to their readings of literature—more completely?” (Pfister 2011: 42-43).
Al replantear estas cuestiones volvemos a situarnos ante algunos problemas de la historia literaria que los autores de The Cambridge History of American Literature han tenido muy en cuenta. No debemos pasar por alto, sin embargo, que no sólo han canalizado el curso de la historia literaria las historias monumentales o enciclopédicas. Los estudios monográficos especializados han jugado un papel importante en configurar y desentrañar los itinerarios de la historia literaria norteamericana4 De hecho durante las tres últimas décadas sobresalen como piezas que jalonan una historia literaria más rica y compleja que la trazada en las voluminosas historias de la literatura o expandida por las antologías. Fue este el convencimiento que llevó a Bercovitch y a los colaboradores de The Cambridge History of American Literature a emprender ese proyecto. La relación entre las diversas formas de transmisión y dispersión de conocimientos literarios en Estados Unidos —historias de la literatura, estudios especializados antologías, manuales y teoría crítica— ha canalizado la evolución de la historia literaria en las aulas y fuera de ellas, unas reforzando pedagógicamente lo que otras proyectaban especulativamente.
A este respecto las contribuciones de la Cambridge History of American Literature plantearon una gigantesca interrogación sobre aspectos concretos y relevantes de la historia y la cultura literaria de los Estados Unidos, reconstruyendo para profesores y lectores alternativas críticas que suscitarán interesantes problemas pedagógicos. Emory Elliott sobre los juicios de las brujas de Salem, David Shields sobre el papel social y cultural de los salones y clubes literarios, Michael Gilmore sobre el mercado literario de la Ilustración, la literatura del expansionismo y racial abordada por Eric J. Sundquist, la producción intelectual y filosófica del XVIII recorrida por Barbara L. Packer, la fermentación de las formas de la ficción examinada por Jonathan Arac, por mencionar algunos problemas expuestos en los dos primeros volúmenes, exhiben un espectro de cuestiones literarias y culturales que no buscan la homogeneidad crítica, ni la afinidad metodológica, ni mucho menos remitificar los patrones más duraderos de la historia literaria heredada. Incluso aquellos problemas más centrales para la pervivencia de esta historia —diversidad social y fragmentación, ideología y multiculturalismo, la radicalización del modernismo como proyecto nacional e internacional, politización del postmodernismo—, son esclarecidos como hipótesis válidas para las previsibles transformaciones sociales y culturales de la historia literaria futura.
Al trasluz de este proyecto monumental y de las reservas que ha suscitado cabe preguntarse si la historia literaria tiene algún sentido en nuestro tiempo y si lo tiene qué implicaciones pedagógicas conlleva una hipotética recuperación, pues no cabe duda que la historia literaria reaparece una y otra vez como fantasía teórica desligada de su dimensión material, olvidando la enorme actividad interpretativa que acumula y regenera críticamente, al fin y al cabo, fundamento de las diferentes concepciones de la historia literaria. A tenor de las parcelas temáticas, científicas o explicativas que recomponen Caroline F. Levander y Robert S. Levine en A Companion to American Literary Studies (2011) parece haberse disuelto en categorías o claves nuevas. ¿Seguiremos componiendo historias de la literatura?, se pregunta Hans Ulrich Gumbrecht (2008: 518-20). La pregunta requeriría una respuesta más pedagógica que filosófica, a pesar de que la sed epistemológica del presente le lleva a Gumbrecht a entrever una versión de historia de la literatura que registre la materialización de sentimientos puntuales de los lectores sin amparo colectivo de una idea de nación, o de una identidad históricamente contextualizada. Imaginar esta versión supondría tomar los textos canonizados como si fueran puntos de concentración, o como agujeros negros de la física, que han absorbido y transportan históricamente numerosos niveles de procesos interpretativos y de recepción. El tipo de historicidad decimonónica que ha sustentado la historia literaria, sentencia este crítico, ha desaparecido; y su historia literaria resultante también, tanto si se le concibe como objeto intencional como si es una forma discursiva (Gumbrecht 2008: 527).
1 Ver Geoffrey Hartmann, “Toward Literary History”, Daedalus 99 (1970): 380, n. 3; Earl Miner, “Problems and Possibilities of Literary History Today”, Clio 2 (1973): 219-38; René Wellek, “The Fall of Literary History”, The Attack on Literature and Other Essays, Chapel Hill: U of North Carolina P, 1982, 64-77.
2 La idea de una literatura americana nacional había propiciado un tratamiento de los textos como si fueran expresión cabal de la historia intelectual, política y cultural del país, sobre todo a partir de la obra de V.L. Parrington. Un hipotético divorcio entre historia cultural y literaria era inimaginable, como evidencian los estudios y manuales de Fred Lewis Pattee, Norman Foerster, Harry Hayden Clark o Louis B. Wright, para quienes sólo dentro del complejo tramado de la cultura americana tendría sentido la literatura. De la lectura de, por ejemplo, de “A Call for a Literary Historian” (The Reinterpretation of American Literature de Norman Foerster, 1928), de su introducción, así como de “Toward a New History of American Literature” (American Literature 1.2, 1940) y de “The Literary Historians” (Bookman 71, 1930), esta premisa permanece invariable. Louis Wright, decididamente entregado a la interpretación histórica de la literatura llegaría a proponer una recopilación de todas las obras editadas como base de estudio. Más aún la exigencia que formulara Schlesinger en esta misma colección de no restringir la selección literaria a escritores de primera fila, venía a postular un método historicista en el que cabrían las formas literarias populares.
3 Puede contrastarse, por ejemplo, el alcance de algunas exclusiones u omisiones de tradiciones literarias minoritarias durante varias décadas en los manuales o antologías de la literatura con la urgencia y legitimación crítica con las que han reclamado entrar en el canon oficial o exigir su utilización en las aulas. Numerosos casos de exclusión, concretamente de grupos étnicos, aparecen ya en los estudios clásicos de Robert E. Spiller (“The Cycle and the Roots: National Identity in American Literature”, Towards a New American Literary History, ed. Louis J. Budd, Edwin H. Cady, y Carl L. Anderson, Durham: Duke UP, 1980, 3-18). Omisiones similares dejaron en evidencia una miopía cultural que no es fácil de entender si reparamos en las literaturas de los judíos, asiáticos y latinos (incluidos sefarditas). Compone este cruce de intereses y correctivos un capítulo de la historia literaria necesario para su reparación y reconstrucción. Tiene, pues, ante sí el lector casos históricamente injustificados e inimaginables, para los que conviene destejer algunos hilos de esa historia y —dejando aparte los concursos de popularidad sobre escritores o sus obras, o el éxito y la repercusión de las más notables— trasladar alguna responsabilidad a las aulas. Para ello conviene empezar por las historias literarias sobre la época colonial editadas por Myra Jehlen and Michael Warner (The English Literatures of America, 1500-1800, 1997); por Susan Castillo y Ivy Schweitzer, (The Literatures of Colonial America: An Anthology, 2001) o su A Companion to the Literatures of Colonial America, 2005) y proseguir con Marc Shell & Werner Sollors y su The Multilingual Anthology of American Literature, 2000, para el período postrevolucionario.
4Jonathn Arac sugiere The New England Mind de Perry Miller (1939, 1953), Revolution and the Word: The Rise of the Novel in America (1986) de Cathy Davidson, American Renaissance: Art and Expression in the Age of Emerson and Whitman (1941) de F.O Matthiessen, Woman’s Fiction: A Guide to Novels by and About Women in America, 1820-1870 (1978), The Lay of the Land: Metaphor as Experience and History in American Life and Letters (1975) de Annette Kolodny, The Machine in the Garden: Technology and the Pastoral Ideal in America (1964) de Leo Marx, The Signifying Monkey: A Theory of Afro-American Literary Criticism (1988) de Henry Louis Gates, Jr., y The American Jeremiad (1978) de Sacvan Bercovitch, a las que puede nañadirse muchas otras que tenemos en mente de Eric Sundquist, David Minter, Carolyn Porter, John T. Irving, John Carlos Rowe, Dana Nelson, Michael Davitt Bell, Caroline F. Levander, Robert S. Levine, Richard Slotkin, Valerie Smith o Werner Sollors.