Читать книгу Retorno a la historia literaria norteamericana - Félix Martín Gutiérrez - Страница 11
ОглавлениеEscenarios transnacionales:
primeros planos
El grado de especialización en la literatura norteamericana, la incontenible ramificación de sus planteamientos teóricos, y sobre todo la desbordante floración de literaturas nacionales, regionales, étnicas, nativas o postcoloniales, obligan a realizar un cambio de rumbo narrativo y crítico, a recorrer los múltiples circuitos de expansión —nacional, transatlántico, transcontinental, hemisférico, global, mundial— por los que se transmite, se lee, se reproduce o se comercializa, pues el factor económico es inseparable de la globalización literaria mundial. Y no puede olvidarse que el curso de esta historia literaria —o historias literarias propiamente hablando— lo marca la producción mundial, sus mecanismos de transmisión, traducción y lectura. En la confluencia de rutas de producción literaria, transmisión y lecturas críticas puede observarse cómo el espectáculo que ha protagonizado la historia literaria norteamericana durante las últimas décadas ha sido delirante. Si emprendemos la ruta del colonialismo, del neocolonialismo o del postcolonialismo nos encontraremos en regiones culturales trazadas por fronteras geopolíticas, procesos continuos de reivindicación, movimientos pendulares entre las políticas de resistencia y acomodación crítica. Presenta esa ruta un trazado hasta hace poco apenas recorrido, delineado por los estudios pioneros de Bill Ashcroft, Paul Gilroy, Stephen Greenblatt, Robert Young, Edward Said, y otros intelectuales reconocidos. Si nos dirigimos hacia zonas más cercanas y definidas por relaciones transatlánticas entre Inglaterra y los Estados Unidos comprobaremos cómo la historia literaria común y diferenciada ha protagonizado importantes “insurrecciones transatlánticas”, no sólo como tensos emparejamientos entre escritores (Pope/Mather; Hawthorne/Trollope; Dickens/Poe; Coleridge/Whitman), influencias o cánones políticos, sino como efecto inherente a una tensión histórica e intercultural, como dialéctica provisional para una hibridación reconocible. Los orígenes coloniales y puritanos podrán “americanizarse” con la rúbrica de unas intervenciones británicas más acusadas o verse desplazados por la presencia e influencia original de la literatura en castellano.
Obviamente si elegimos la ruta sureña amplia y contestataria que ha configurado la lengua y cultura hispanas —central para situarse en el planeta de la literatura mundial y captar las tensiones históricas y políticas que han rondado las Américas, América del Norte, América Central y el Caribe, y América del Sur— deberemos medir bien sus dimensiones hemisféricas, justificar por qué lleva tiempo hermanándose y rechazándose, comparando la acción política de Simón Bolivar con las iniciativas de Daniel Webster, acercando Sor Juana Inés de la Cruz a Anne Bradstreet, Whitman a Pablo Neruda o a José Martí, o por qué Cabeza de Vaca ha conseguido llegar a ser exponente originario de chicanismo y latinidad. En suma, la configuración actual de la historia literaria traspasa las barreras continentales, transatlánticas y hemisféricas de la geografía mundial componiendo un mapa global.
El efecto sísmico que Caroline Lavender advierte en el análisis de estos casos, efecto acentuado por la publicación de Reinventing the Americas: Comparative Studies of Literature of the United States and Spanish America (1986) de Bel Gale Chevigny y Gari Laguardia, se produce con cierta regularidad en casi todos los frentes de esta geografía globalizada. Pero la búsqueda de un sentido de identidad, los objetivos de la ruptura o insurrección de voces colonizadas frente al poder, las afinidades culturales e historias paralelas obligan a calibrar desde otra perspectiva ese seísmo y de hecho reclaman atención preferente con respecto a la expansión de la historia literaria norteamericana. La urgencia y el tono a veces provocador que despliegan las literaturas y corrientes críticas emergentes o subalternas no responden a fórmulas retóricas pasadas, sino a percepciones vivas de las fricciones que genera la globalización.1 Apreciación similar debiera emitirse sobre la expansión o redefinición de los “estudios americanos”, constantemente sometidos a reajustes críticos, políticos o culturales en virtud de la lógica elitista atribuida a sus orígenes y articulación nacional. Una percepción unilateral de las relaciones literarias y culturales que entraña esta globalización ahondaría precisamente ese abismo. Al fin y al cabo, se pregunta Caroline Lavender (2008: 451), de todo esto ¿qué es lo que realmente cuenta como específico de la historia literaria y por qué? La reinvención de América —un término flexible para investigadores que les encanta complicar o desestabilizar ideológicamente, añadiría Lavender— requiere una verdadera reconceptualización de lo literario.
Es comprensible que la complejidad de los cambios producidos por la globalización estimule la elaboración de novedosas cartografías diseñadas para representarla. La reinvención de América que reclaman muchas voces y su perfil literario universalista aparece en el mapa planetario con rasgos poco definidos. Desde hace años vienen proyectándose como posibles y legítimos espacios de la historia literaria unos horizontes críticos permeables, regiones literarias híbridas, fronteras multiculturales, territorios en conflicto, es decir, los contornos que la globalización va recomponiendo entre las literaturas nacionales, los medios institucionales locales y generales, la comunicación transcultural, los poderes hegemónicos, y de manera eficaz la tecnología o internet. No cabe duda de que este proyecto, como advertiría David Damrosch, puede fracasar si intenta ir tan lejos que sobrepase el propósito fundamental de la historia literaria. Pero tampoco puede ignorarse que la globalización entraña riesgos de fragmentación y al mismo tiempo de integración, que por un lado puede limitar los procesos de mestizaje e hibridación literaria, lingüística y cultural, y al mismo tiempo reafirmar y preservar tradiciones que están en procesos de extinción. Desde la óptica del mundo occidental, capitalizado por la influencia de la cultura literaria angloamericana como dominante, esta paradoja viene simplemente a significar que un sistema global y automatizado de producción literaria puede terminar por consolidar esa literatura como centro ideológico mundial, a la par que diversificar otras culturas. Es decir, que su efecto puede ser centrípeto y centrífugo a la vez, reintegrador y fragmentador, difícilmente asimilable a cartografías orgánicas o conciliadoras.
La aproximación de la historia literaria norteamericana a estos dominios planetarios constituye hoy por hoy una exploración crítica y metodológica bastante problemática. Si partimos, como parece lógico, de la literatura norteamericana colonial se abren múltiples interrogantes sobre todas aquellas historias que desde bases causales, genealógicas o genéticas reconstruyeron una historia literaria guiada por la idea de nación, uniformidad lingüística, cohesión política, absorción cultural o continuidad política, historias ajenas o carentes de una visión histórica más completa y justa con la realidad étnica y cultural precolonial y predocumentada. La proliferación de debates en torno a esta “omisión inexplicable”, o a su increíble laguna historiográfica, ha producido una reconstrucción espectacular en numerosos ámbitos de esta compleja articulación originaria de lo que entendemos hoy por historia literaria norteamericana. Desde el punto de vista metodológico ha propiciado la expansión de acercamientos interdisciplinares y comparativistas, hace tiempo ensayados en departamentos de español, de estudios latinos, afroamericanos y postcoloniales. Pero la urgencia y alcance radical de muchos estudios historiográficos y críticos por reparar esta herida histórica ha mantenido encendido el diálogo en un plano multicultural.
Recordemos, por ejemplo, cómo hace una década, Jorge Cañizares-Esguerra introducía su How to Write the History of the New World: History, Epistemologies, and Identities in the Eighteenh-Century Atlantic World (2001), aseverando tajantemente que la historia que tenía que contar —básicamente la historia americana de Hispanoamérica— lo que jamás había sido relatado, por lo que precisaba un correctivo historiográfico, una medida que pasaba necesariamente por contrastar el predominio de la perspectiva imperialista británica con la relegación y olvido de la latinoamericana. La rehabilitación del legado cultural e historiográfico español, latino y mexicano, no siempre tan agresiva como la que corea Esguerra, ha contribuido a cimentar la formación de la literatura norteamericana sobre coordenadas multiétnicas simultáneamente reclamadas por neohistoricistas, entusiastas y promotores de los estudios transnacionales o investigadores de la matriz interatlántica angloamericana. De hecho, como Sophia A. McClennen advirtió en 2005, los investigadores latinoamericanos hace mucho tiempo que reivindicaron esta rehabilitación dentro del mundo académico y, como revela Claire F. Fox (2006: 639-401), fue en los años treinta cuando el intercambio entre los profesores Herbert E. Bolton y Edmundo O’Gorman puso de manifiesto la necesidad de mirar más allá de las trece colonias y expandir el radio de la historia literaria colonial incluyendo las de habla hispana.
El alcance de esta expansión desde entonces ha sido enorme, como recogen las muestras bibliográficas. A raíz, por ejemplo, de los estudios de David Shields, Thomas Scanlan, Eric Wertheimer, Ralph Bauer, David Kazanjian, E. Shaskan Bumas, los frentes de interés transnacional han ido trazando mapas cada vez más amplios de estos períodos precoloniales y coloniales, haciendo realidad el proyecto que William Spengemann lanzara en 1978, en su ensayo “What is American Literature”: es decir redefinirla incluyendo todas esas literaturas y sus interacciones multilingüísticas y multiculturales. Aunque este autor retornara a los lares de la génesis dominante de la literatura colonial años más tarde (léase A Mirror for Americanists: Reflections on the Idea of American Literature, 1989), la expansión de horizontes hemisféricos (dígase latinoamericano, caribeño, postcolonial) mantiene un reto estimulante con los espacios demarcados por los circuitos anglonorteamericanos y eurocéntricos, reavivados por los estudios ya clásicos de Peter Hulme (Colonial Encounters, 1986), Jeffrey Knapp (An Empire Nowhere, 1992), Nancy Armstrong y Leonard Tennenhouse (The Imaginary Puritan, 1992) y su repercusión en las antologías de la literatura norteamericana.
No podría afirmarse lo mismo del antagonismo manifiesto que ha conducido la revisión de la literatura colonial frente a la tradición nativa americana, objeto de constante indagación historiográfica (Richard Drinnon, William Axtell, Gary Nash, Alden T. Vaughan, Francis Jennings) y de interpretaciones en ocasiones desconcertantes. Como declara Daniel K. Richter en Facing East from Indian Country: A Native History of Early America (2002), la reconstrucción de este período precolonial es esencialmente narrativo y especulativo. Como es sabido, resulta problemático hallar un territorio común entre estas dos culturas. Por otro lado escasean los objetos arqueológicos y la aproximación al otro debe hacerse en escenarios imaginarios, pues los archivos de la memoria resultan tan evanescentes como los contactos esporádicos o las primeras impresiones de un encuentro oral. La dependencia de los archivos británicos ha sido decisiva a ese respecto y desde ellos la lectura de los textos puritanos resulta parcial o sesgada. Es a través de experiencias interraciales e interculturales —predominantemente de orden espiritual, como reflejan las narrativas de conversión— como Richter accede a entrever cambios en la mentalidad de los nativos, percibir su valoración del intercambio cultural, de su identidad colectiva, de la lucha por defender principios de limpieza étnica o negociar su propia supervivencia. Mas la realidad política que les rodea, la mediación cultural británica y sobre todo la hegemonía americana acrisolada precisamente con su eliminación, trasladan los intereses de la historia literaria hacia mundos posibles, hacia el dominio de lo que podía haber sucedido, o si queremos, hacia una clase de descubrimientos inexpresables y tal vez irrecuperables.
La recomposición de la historia literaria norteamericana primigenia se presenta pues como un proyecto ciertamente complicado, expuesto a pruebas inevitables de reparación cultural, de recuperación y proyección de esquemas críticos e hipótesis libres de deudas historicistas. Si como pretende Paul Giles en The Global Remapping of American Literature (2010) la cartografía planetaria de esta literatura podría dibujar un diseño que reprodujera las contradicciones de su tradición decimonónica plasmadas en los centros tropológicos del modernismo americano, la reconstrucción de la literatura colonial y precolonial no ofrece tal posibilidad. La hibridación de lenguas y culturas que tejieron hispanos y nativos en el sur y suroeste, la fusión de tradiciones vernáculas entre los afroamericanos, los efectos de la literatura de inmigración, o la constante adaptación y domesticación de la frontera figuran ya como factores esenciales en la configuración de la historia literaria del período y, por ende, como imprescindibles para replantear la supuesta autoridad y exclusividad de la tradición británica y puritana. Es de esperar que esta tarea no quede tan sólo en lo que Cary Nelson describió como táctica para desestabilizar las diferencias entre cualidad y relevancia histórica, mero efecto de la pericia interpretativa interdisciplinar.
Muy conscientes de las limitaciones del vocabulario crítico existente para abordar esta tarea bastantes especialistas de este período literario han sugerido someter a un proceso de interrogación conceptual y metodológica ese vocabulario, mostrando a la vez la relevancia crítica del presente y la inabordable transformación histórica del pasado de la historia literaria. Cierto, tan inquietantes parecen ser los fantasmas del excepcionalismo y la supervivencia de la idea de nación para muchos estudiosos como su empeño crítico. Hay conceptos y claves explicativas —por ejemplo, colonialismo, archivo, catástrofe, nación, formalismo, relevancia— que, como sugieren los participantes en la mesa redonda “Crises, Chains, and Change: American Studies for the Twentieth Century”, celebrada en el Congreso de ASA en el 2010, ensanchan su círculo denotativo con horizontes connotativos sumamente adecuados para advertir las ramificaciones de la historia literaria colonial y precolonial. Concretamente la controvertida acepción del término “nación” como entidad monolítica y totalizadora, sugiere Bryce Traiser, resulta muy cuestionable si se tienen en consideración las culturas prenacionales o las posiciones religiosas de las diferentes opciones puritanas, especialmente las de los disidentes, o el contraste con la visión política de la colonización hispana, ligada al catolicismo del imperio español. La compleja relación entre nacionalismo y religión, precisa Traiser, vino a protagonizar una tensión entre posturas diferentes y a veces antagónicas que no encajan en lo que social y políticamente se entiende por nación. Y de hecho, añade, si la teología puritana y las actuaciones políticas del protestantismo del siglo XVII ponen algo de manifiesto es precisamente el carácter cambiante y emergente de una idea de nación que hoy podemos reclamar como “transnacional”.
De forma similar el término “colonialismo”, advierte Joanna Brooks, ha sedimentado una historia cultural y crítica muy dispar y plural. Su incardinación en los estudios americanos ha conocido numerosos cambios desde los años cincuenta, unas veces identificado con la ideología dominante de la lógica racial, otras impelido por el pensamiento marxista, el multiculturalismo o la crítica anticolonialista, o influido por la teoría postcolonial academicista, por lo que su conexión con la lucha de los países del tercer mundo, incluidos los indígenas, ha quedado diluida y exhibe hoy por hoy unos rasgos marcadamente teóricos. Su aplicación a la historia literaria colonial, comenta Brooks, suele desprenderse del artefacto histórico para enfatizar su poder formativo, su imbricación en los dominios de los conceptos de clase, nación, género o raza. Obviamente el uso de este término puede compatibilizar la simpatía con proyectos anticolonialistas con la defensa y afiliación ideológica para con los líderes (Du Bois, Fanon) del pensamiento postcolonial. Y no debe extrañarnos desvelar estas filiaciones si el término colonialismo comprende al mismo tiempo la experiencia e historia de los asentamientos en Nueva Inglaterra y la de los esclavos.
El rumbo que vienen marcando estas nuevas claves explicativas no se agota metodológicamente, ni han comprometido la rearticulación de la historicidad de este período, ni parece atenuar las contradicciones que plantean las fronteras transnacionales. A primera vista —léanse Unrequitted Conquests: Love and Empire in the Colonial Americas (1999) de Roland Green, Cultures of United States Imperialism (1993), editado por Amy Kaplan y Donald Pease, o Messy Beginnings: Postcoloniality and Early American Studies (2003) de Malini Johar Schueller y Edward Watts—, la búsqueda de nuevos vocabularios críticos agudiza la problemática relación que puede crear la historia literaria en el contexto planetario. Este contexto presenta unos escenarios complejos tanto en la vertiente de los estudios americanos como en las de los hemisferios africano, pacífico y latinoamericano, pues la vinculación de la literatura nacional y las emergentes compone ya un problema de globalización central para la redefinición de los estudios americanos.2 ¿Cómo no suponer que el antiamericanismo que ha propulsado bastantes estudios ideológicos subyace en los planteamientos transnacionales? O, ¿cómo no sospechar que al fin y al cabo, como dice Bryce Traister, el giro transnacional es el último caso del excepcionalismo crítico que protagonizan los americanistas, es decir el signo de la América misma? Bajo las máscaras de lo nuevo, de la promesa de ruptura y transformación, ¿no se esconde una repetición del imaginario político americano?
Los intensos debates en torno al presente y futuro de los estudios norteamericanos continúan alimentando expectativas y desencantos, ilusiones y frustraciones que crecen y se desarrollan entre pretensiones críticas cada vez más arriesgadas, y realidades culturales cambiantes y controvertidas, entre una teorización sobreabundante y unas prácticas pedagógicas comprometidas con ideologías concretas. Es incuestionable, pues, que tanto la historia de estos estudios como su recurrente autojustificación cultural y política prefiguran el mapa recognoscible e imaginable de la historia literaria norteamericana. Las hipótesis críticas que han emanado de su historia suscitan reacciones muy dispares entre muchos americanistas al confrontar un presente teñido ideológicamente de muchos colores. No parece que el horizonte transnacional aclare las posiciones ni las actitudes críticas de aquellos especialistas que afirmaron o cuestionaron las concepciones más asentadas de la literatura norteamericana ni de quienes en pro de una recontextualización nueva entienden la ideología como pasaporte internacional. Y, obviamente, por más que cueste advertir qué es lo que compone realmente la historia literaria y cómo se recompone no es aconsejable establecer ecuaciones transatlánticas ingeniosas entre las múltiples áreas y grupos culturales —estudios afroamericanos, teoría postcolonial, estudios de la mujer, estudios subalternos, queer studies, estudios de género—, pues ni la afinidad crítica ni su aureola ideológica discurren nítidamente por la vías de la analogía o del comparativismo.
Al examinar el alcance de este giro transnacional en la historia literaria norteamericana es lógico que los especialistas aborden los problemas cruciales de esta historia, su credo ideológico, sus metodologías dominantes y emergentes, su regeneración y transformación con un apasionamiento creciente, aparentemente desorbitado si se mira desde cierta distancia. Tal vez las medidas tácticas como las que sugiere Robyn Wiegman en “The Ends of New Americanism” sean imprescindibles si no se desea permanecer atrapado entre las exigencias de la reflexión crítica y la transformación política, o entre las diversas formas de la apropiación ideológica y la constante proyección cultural de América, o, si queremos, parafraseando a Wiegman, entre la negativa a identificarse ciegamente con América y rechazar críticamente ciertas mitologías fundantes o recrear afectivamente su genealogía histórica. Resulta extraño e incomprensiblemente contradictorio, sugiere John Michael (2011: 412), comprobar que la hermenéutica de la suspicacia haya calado tan profundamente en la mente de muchos americanistas, pues en un asunto tan delicado como éste el grado de afecto mostrado al objeto de estudio se ve violentado por la política crítica y cultural. Tal vez, confiesa Michael, en cuanto americanistas hemos mostrado cierta deficiencia afectiva hacia ese objeto de estudio, exponente de una estructura maniquea de nuestra profesión. Como partícipes y observadores de este problema frecuentemente nos crea cierto desconcierto la invocación espontánea de esa letanía de valores culturales norteamericanos en torno al patriotismo, capitalismo, libertad religiosa, valores de familia o filosofía política republicana que atemperan o nublan otros factores y hechos históricos más decisivos o significativos sobre la historia americana inculcada en las aulas. Además, comenta este crítico, los procesos de identificación cultural ofrecen vías de representación que no siempre constituyen una garantía de adhesión o comunicación propiamente dicha. Es lícito pensar que efectivamente la avidez por encontrar significado e identidad en el otro le reduzca a mero reflejo de nuestras alternativas y deseos. El apego a la identidad como base del conocimiento cultural o político, concluye este estudioso, puede conducir a falsificaciones (Michael 2011: 414).
Raras veces las cuestiones del corazón han llamado a las puertas de alternativas críticas que parecían construir una imaginario cultural americano paralelo al mundo de la experiencia cultural, social y política. Desde las páginas de lo que podríamos describir como intrahistoria de los estudios norteamericanos las cuestiones ideológicas han creado serias dificultades para ensamblar y entender estas posturas. Las premisas culturales y éticas que trazara Frederick Crews en 1988, postulando una rectificación política de las nuevas concepciones de los estudios americanos, han reverberado insistentemente en el horizonte contestatario y transgresor de los estudios más radicales, agrietando la división entre dos campos ideológicamente contrapuestos.
De proseguir esta historia con la mirada puesta en el giro transnacional y captar las implicaciones culturales y políticas que ha venido generando, el lector puede vislumbrar si la justificación social que Donald Pease reclamara en Revisionary Interventions into the Americanist Canon (1994) ha adquirido carta de identidad cultural y la geopolítica transnacional desarrolla una perspectiva externa viable al centro hegemónico y monolítico que representa la cultura americana. Debe además sospechar si esa exigencia transnacional no reproduce viejas y repetidísimas maniobras sobre la reedición del denostado “excepcionalismo” americano, o sobre si supone una ruptura o un punto original realmente radical y no mera reproducción de iniciativas críticas ya ensayadas, o como sugiere Winfried Fluck, si pretende ir más allá de las barreras que crea la relación “nación-estado” para quedar en un proyecto de rejuvenecimiento estético que preserva y de hecho refrenda desde varios contextos las pautas de identificación cultural ya existentes. Tal vez un espejismo, añadiríamos, carente de una fuerza dialéctica eficaz, de una dimensión utópica que, como precisa Bryce Traiser, prometa simplemente la emancipación como emblema inequívoco de la propia América, de su signo excepcional.
Cabe conjeturar, obviamente, muchas otras alternativas filosóficas, culturales o políticas que abran las compuertas de la historia literaria. Podrían radicalizarse políticamente los estudios americanos, todavía enraizados en los estudios culturales, alumbrar su entorno especular con la situación postcolonial, potenciar su discurso crítico con el activismo internacional, ensanchar su territorio geopolítico, aprovechar las reservas críticas de la contextualización histórica presente y remover las aguas de situaciones contingentes, epistemológicamente efectivas en momentos de crisis, como sugiere Robyn Wiegman (2011: 401). Pero no estamos aventurando nada que no hay sido ensayado. Los ríos de tinta que continúan esbozando una encrucijada crítica, metodológica y experimental de cara a la reconstrucción de la historia literaria en el marco transnacional tal vez desborden las fronteras imaginarias de su propia justificación, como lo refleja su abundante bibliografía. Y es muy probable que en los oídos de muchos estudiosos resuene con intensidad perturbadora aquella premonición de Paul de Man en Blindness and Insight (1983) que animó a extirpar las células más tangibles del cuerpo histórico de la literatura para juguetear con su ahistoricidad:
“We are now concerned at this point”, decía entonces, “with the question of whether the history of an entity as self-contradictory as literature is conceivable. In the present state of literary studies this possibility is far from being clearly established. It is generally admitted that a positivistic history of literature, treating as it were a collection of empirical data, can only be a history of what literature is not. At best it would be a preliminary classification opening the way for actual literary study, and at worst, an obstacle in the way of literary understanding. On the other hand, the intrinsic interpretation of literature claims to be anti- or ahistorical, but often presupposes a notion of history which the critic is not himself aware”. (De Man 1983: 162-63)
No es, sin embargo, un delirio cultural y político lo que la historia literaria transnacional parece alumbrar. En cuanto desafío metodológico el horizonte transnacional cuestiona numerosas estructuras de mediación literaria y cultural que sólo adquieren sentido reconstructivo en sus fronteras e intersecciones compartidas. La fiebre metodológica que contagió, por ejemplo, la búsqueda de un método para los estudios americanos en los setenta y ochenta (¿Cómo no recordar los intentos de Jay Mechling en “If they Can Build a Square Tomato”, el impecable calendario de Gene Wise o la densa contextualización filosófica de Günter H. Lenz recogida en Prospects: The Annual of American Studies, 1982) fue un precedente que acabaría reintegrando perspectivas dispares en moldes plurales, acumulando paradigmas explicativos y lógicos hasta desembocar en un multiculturalismo incontenible, auscultando la sociología, la antropología y el estructuralismo en clave interdisciplinar. Atinadamente presiente Günter H. Lenz que los paradigmas acuñados en Thomas Khun pueden conducir a un eclecticismo salvaje, que la utilización de sistemas procedentes de los estudios sociales e históricos aniquilarían los estudios americanos si llevan la relación entre teoría y práctica hasta sus últimas consecuencias. Del mismo modo la trayectoria historiográfica tan refundida en los paradigmas conocidos de los estudios americanos —progresista (Beard, Parrington, Turner), antiprogresista (Perry Miller, Hofstadter), clave míticosimbólica (Feidelson, Lewis, Chase), nueva izquierda (Leo Marx)— sobrevoló ingenuamente sobre los cambios históricos sin dar cuenta de los movimientos dialécticos y su eficacia reconstructiva. Ni que decir tiene que este precedente y sobre todo las tensiones ideológicas que se han derivado de él asoman tímidamente en los proyectos transculturales realizados a partir de la traducción y de la literatura comparada.
No necesita esta insinuación justificación alguna. Las fronteras transnacionales se han abierto a metodologías específicamente acomodadas a las de la literatura comparada y potenciado el papel de la traducción. Mas no es la validación de estas dos metodologías lo que ha de ofrecerse como itinerario trazado, sino la posibilidad de transformar la comparación cultural en objeto de análisis en cuanto tal. Como sugiere Micol Seigel, la comparación funde retóricamente los cuerpos comparados, arranca a los individuos de sus lugares originales y los sitúa en campos foráneos, obliga a los investigadores a absorber lenguas e historias extranjeras y ellos mismos solicitan unirse en un cruce de miradas transnacionales (Seigel 2005: 67). La transformación de la comparación en proceso analítico y epistemológico confiere a la historia literaria una dimensión transhistórica que no complacerá a aquellas parcelas de la cultura literaria internacional rastreadas por rutas postcoloniales o ideológicamente marcadas. No cabe en este sentido repetir más escenas de neocolonización dentro de este ámbito transnacional cuando sus efectos han empezado a sentirse en escenarios políticos y culturales emergentes. Más aún, tanto las metodologías críticas como los objetivos del transnacionalismo apenas han despegado del ámbito postcolonial y de sus discursos y prácticas culturales.
Pero es de reconsiderar el impulso revisionista que desde la literatura comparada intenta esbozar una historia literaria transnacional, tal vez inconsciente de lo que esto pueda suponer y de los riesgos ideológicos. Todavía no se parte de premisas claras sobre lo que deba ser una literatura universal, o sobre si la traducción debe perseguir esa misma aspiración en paralelo a su sueño de crear un lenguaje universal. Muchos estudios actuales parten de pautas comparativistas que dan por sentado que esa literatura universal se compone de una suma de literaturas nacionales, que los problemas de influencia literaria refrendan relaciones de dependencia o reciprocidad cultural y que la denominada intertextualidad puede expandirse ad infinitum. Nada más improcedente. La literatura mundial, como apunta David Damrosch, debe entenderse como todas aquellas obras que circulan más allá de sus orígenes culturales, ya sea en proceso de traducción o en su lengua original, es decir, no como una lista canónica e indefinida de obras sino como modo de lectura y de transmisión. Perfilada así la literatura universal, tanto la traducción como la literatura comparada comparten una actividad transactiva sumamente importante para canalizar las experiencias culturales a diferentes escalas. De hecho, si ampliáramos la reflexión de David Damrosch, llegaríamos a aceptar un mismo vocabulario transnacional para la literatura y la traducción, especialmente relativo a las modalidades de traducción interlingüística y cultural, procesos de metaforización, hibridación y regeneración de formas retóricas. El desarrollo creciente de una concepción cultural de la traducción ha insinuado esta dirección.3
Sin embargo, la aproximación a la historia literaria a partir de este presupuesto no puede evitar que la fascinación por los procesos de transformación y transacción transnacionales produzca cierto espejismo crítico. ¿No están apareciendo matrimonios de conveniencia entre nacionalismo y transnacionalismo, multilingüismo y monolingüismo, localismo y universalismo, centro y periferia? La libertad que confiere una metodología de esta índole ha proseguido derroteros imprevistos inicialmente. David Roberts y Brian Nelson afirman en “Literature and Globalisation: Some Thoughts on Translation and Transnational” que la condición fundante de lo nacional es lo transnacional, no un cuerpo de textos originales concebidos y relacionados orgánicamente, y que por ello la perspectiva de una literatura universal cambia radicalmente todo y nada, no sólo porque no pretende identificarse con un canon de textos, sino por postular una nueva forma de leer. En este supuesto, concluyen estos dos críticos, toda lectura y escritura son procesos comparativos, como lo son todas las culturas y civilizaciones (2011: 59).
Que la incursión por los itinerarios de una historia literaria trasnacional deba recalar en las márgenes de una fenomenología de la lectura (David Damrosch acude a los conceptos de horizontes en Gadamer y Schleiermacher) no supone riesgo alguno para las expectativas de los americanistas más apegados a las bases ideológicas de la literatura norteamericana. Como he matizado con anterioridad, las metodologías pueden asomarse a esas zonas de hibridación cultural que devuelvan al lector las imágenes de una alteridad desfigurada por el artificio especular. La revisión de la historia literaria actual ofrece un espectáculo transnacional muy atractivo, vistas panorámicas hemisféricas, transatlánticas o simplemente regionales y locales, pero volviendo a las precauciones que Stephen Houlgate adopta en “Vision, Reflection and Openness: The Hegemony of Vision from a Hegelian Point of View” (1984) insinuamos tan sólo que las consecuencias de modelar una teoría del conocimiento a partir de lo que ocurre en el acto de la percepción visual, de perseguir la fijación visual directa, frontal del objeto observado en vez de deleitarse en los matices de perspectivas cambiantes, sombras, incertidumbres o ambigüedades pueden resultar fatales. La acepción hegeliana de intuición visual tal vez permita ver los objetos planetarios o locales de forma que compongan unas relaciones entre ellos como presencia espacial continua, objetiva o subjetiva, pero abierta a la pupila de nuestra conciencia visual.
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1 Han transcurrido ya varias décadas de exploración y actualización de estas corrientes y áreas literarias. Su vitalidad actual se debe en parte a los estudios de Peter Hulme (Colonial Encounters: Europe and the Native Caribbean, 1492-1797, 1986), de Jeffrey Knapp (An Empire Nowhere: England, America, and Líterature from “Utopia” to “The Tempest”, 1992), o de Stephen Greenblatt (Marvelous Possessions: The Wonder of the New World, 1991), o a la investigación de Nancy Armstrong y Leonard Tennenhouse sobre las narrativas de esclavitud. Tanto desde el lado británico como desde el americano la recuperación de estas vertientes siguió un método decididamente neohistoricista y su impacto fue registrado de forma entusiasta en círculos académicos, como podríamos observar en las antologías Unchained Voices: An Anthology of Black Authors in the English-Speaking World of the Eighteenth Century, 1996, editada por Vincent Carretta, y en The English Literatures of America, 1500-1900 de Myra Jelhen y Michael Warner. Merecería señalarse que las historias literarias de las épocas precolonial y colonial fueron objeto de elección preferente dentro del nuevo marco transnacional, hasta el punto de recibir apoyo entusiasta de asociaciones, revistas, centros de investigación y sociedades académicas, entre las que figuraron The Society of Early Americanists, Early American Literature, The William and Mary Quarterly, The American Antiquarian Society, The McNeil Center for Early American Studies, The Omohundro Institute of Early American History and Culture, y la MLA Division on American Literature to 1800. En cuestión de pocos años, el mapa literario y cultural fue adquiriendo un contorno realmente novedoso, surcado por rutas históricas y culturales renacidas. El proceso de recomposición fue espectacular y mercería la pena no olvidar aquellos trabajos de especialistas y académicos que como Philip J. Deloria (Playing Indian, New Haven: Yale UP, 1998) o Sandra M. Gustafson y Gordon M. Sayre (The Indian Chief as Tragic Hero: Native Resistance and the Literatures of America, from Moctezuma to Tecumseh, Chapel Hill: U of North Carolina P, 2005) recuperaron una historia preliminar pero imprescindible de la tradición literaria nativa, precisamente cuando en Latinoamérica la cultura inca recibía también una atención crítica destacable. La parcela hispanoamericana cosechó ediciones importantes de cuño postcolonial en las obras de Bel Gale Chevigny y Gary Laguardia (Reinventing the Americas: Comparative Studies of Literature of the United States and Spanish America, 1986), de Earl E. Fitz, (Rediscovering the New World: Inter-American Literature in a Comparative Context, 2001), de José David Saldívar (The Dialectics of Our America: Genealogy, Cultural Critique, and Literary History, 1991), de Hortense J. Spillers, (Comparative American Identities: Race, Sex, and Nationality in the Modern Text, 1991), y en la de M.J. Valdés, (Inter-American Literary Relations, recogida en Proceedings of the Xth Congress of the International Comparative Literature Association, en 1985). La bibliografía más reciente ha incrementado sus listas exponencialmente de la pluma de numerosos especialistas.
2 Aun a riesgo de acumular información bibliográfica recomendamos una selección muy breve sobre esta expansión y globalización de los estudios americanos en el contexto planetario. Puede, sin embargo, acudir el lector a las referencias bibliográficas de este trabajo y en especial a los ensayos de Robyn Wiegman, Paul Giles y R.J. Ellis, Donald Pease, Caroline Levander o Sacvan Bercovitch. Destacamos, sin embargo, Paul Giles (The Global Remapping of American Literature, 2010), Gretchen Murphy (Hemispheric Imaginings: The Monroe Doctrine and Narratives of U.S.Empire, 2005), Gustavo Pérez-Firmat (Do the Americas Have a Common Literature?, 1990), John Carlos Rowe (PostNationalist American Studies, 2000), Anna Brickhouse (Transamerican Literary Relations and the Nineteenth-Century Public Sphere, 2004), C. Richard King (Postcolonial America, 2000), Jack P. Green (The Intellectuall Constructions of America: Exceptionalism and Identity from 1493 to 1800, 1993), Amy Kaplan y Donald Pease (Cultures of United States Imperialism, 1993) y Vina Dharwadker (Cosmopolitcan Geographies: New Locations in Literature and Culture, 2001).
3 Véase a este respecto el ensayo de David Roberts y Brian Nelson que ofrecemos en las referencias. Asimismo recomendamos consultar Constructing Cultures: Essays on Literary Translation (1998) de Susan Bassnett y André Lefevere, y Translation Zone: A New Comparative Literature (2006) de Emily Apter.