Читать книгу Retorno a la historia literaria norteamericana - Félix Martín Gutiérrez - Страница 13
ОглавлениеSentido y sinsentido de la periodización literaria
Varias décadas de concentración en los problemas del texto han hecho olvidar a algunos lectores el sentido preciso de esta actividad dentro del campo de la historia literaria. La práctica obsesiva de la lectura crítica, se nos advirtió, dejó en nuestras aulas y en nuestras investigaciones algo más que signos pronominales de una identidad disuelta o desaparecida, por lo que será necesario acudir a la historia literaria con cierta urgencia y recuperarla con el empeño de rehacer las relaciones vivas que la caracterizaron. Y no es que la hayamos perdido de vista totalmente, pues a la primacía del texto siguió la relevancia del contexto y luego la multiplicación de éstos. Incluso si hemos caminado de la mano de Foucault y aceptado que el hombre podría ser simplemente una estructura semiótica y que de esta forma nos liberaríamos de la tiranía de la ideología humanista nuestro deseo de desprender la historia literaria del “giro lingüístico” y “postestructuralista” se ha venido imponiendo de forma cada vez más imperativa. Tal vez haya sido una maniobra propia de las primeras andanadas del neohistoricismo, tan propenso a envolver el texto en el contexto o a equiparar lo político con las circunstancias reales del momento histórico del autor.
Los efectos del giro lingüístico han presidido durante bastante tiempo la investigación y la práctica docente, relegando a segundo plano a la historia. A decir de Jeremy Hawthorn en Unlocking the Text (1987), se suponía que la función de la lectura crítica consistía en desentrañar el objeto textual, desmontar una construcción verbal estructuralmente articulada. La seducción de tantas estrategias textuales (léase Textual Strategies, 1979, compiladas por Josue V. Harari, o Untying the Text, 1980, de Robert Young) ha producido durante bastantes años un hartazgo de lecturas y prácticas interpretativas desvinculadas de lazos o nexos históricos. Descifrar, o descomponer y recomponer el texto, consistía en primer lugar en ver cómo el contexto literario absorbía el “contexto socio-histórico”, cómo el objeto textual se cerraba sobre sí mismo protegiendo su mundo interno del referente externo o verosímil y cómo llegada la intromisión del lector (la entrada del lector no por bienvenida constituiría una invasión) mantenía su estructura estable y lingüísticamente significativa. La pertinente declaración de Mikhail Bakhtin, citada por Jeremy Hawthorn, merece ser reproducida con la mirada puesta en los itinerarios seguidos por la historia literaria norteamericana de las últimas décadas:
However forcefully the real and the represented world resist fusion, however immutable the presence of that categorical boundary line between them, they are nevertheless indissolubly tied up with each other and find themselves in continual mutual interaction; uninterrupted exchange goes on between them, similar to the uninterrupted exchange of matter between living organisms and the environment that surrounds them. As long as the organism lives, it resists a fusion with the environment, but if it is torra out of its environment, it dies. (Hawthorn 1987: 9-10)
Efectivamente la concepción dialéctica de la literatura que Bakhtin formuló supuso un alivio para muchos lectores, entrenados en el formalismo o adictos al estructuralismo. Recordemos cómo R.S. Crane ya en los años treinta, en “History versus Criticism in the Study of Literature”, había confinado la función de la crítica literaria al análisis y evaluación de las obras literarias en cuanto obras de arte, relegando la historia a mera comparsa contextual y filológica. Resaltar específicamente esta relación simbiótica entre texto literario y mundo, verdadero enclave de la conciencia histórica, equivalía a reconocerlas fuentes de una relación fecunda entre historia y experiencia literaria. Las cautelas metodológicas que adoptaron tanto el formalismo como el estructuralismo para aislar la estructura textual de la contaminación de factores externos resultaron insuficientes para detener la marcha de las versiones de la historia que preconizaron la deconstrucción, el marxismo y el neohistoricismo. Marcó esta reacción el preámbulo de la política historicista actual, meticulosa con los procesos de configuración o desfiguración (deconstrucción) que el texto produce con respecto al orden referencial y las posturas ideológicas que genera. Una propuesta marxista como la que adelantaría John Frow en Marxism and Literary History (1986) dejaba entrever la ruta historicista que el paradigma modernista despejaba para la historia literaria, desplazando el significado textual hacia las condiciones históricas de producción.
Cuando apareció la revista New Literary History, en 1969, muchos lectores atravesaban esta encrucijada metodológica y probablemente sintonizarían con la política aperturista que Ralph Cohen expresó en su presentación, sin pretensiones ideológicas o modas críticas expresas (Cohen 1969: 4-5). La insinuación de no agrietar la dicotomía entre literatura e historia, así como poner la investigación sobre la historia literaria al alcance de la enseñanza universitaria y validarla experimentalmente resultaría premonitoria. Los primeros números de New Literary History introdujeron las pautas clásicas sobre la recuperación del pasado aplicadas a la metodología de los estudios literarios (D.W. Robertson), a los estudios americanos (Leo Marx), a los problemas de categorización de períodos literarios (Rachel Tricket, Henry A. May, F.J. Warnke) o a la relación entre historia y ficción (Louis O. Mink, George Garret, Cushing Strout), pautas críticas que delataban una revisión equilibrada entre literatura e historia. Esta orientación quedó meridianamente plasmada en algunas contribuciones que han sido hitos importantes dentro la historia crítica actual, así como los apéndices informativos sobre la situación de la historia literaria en varias universidades.
Uno de los elementos que articulan la historia literaria y que contribuye a despejar, o tal vez a confundir, la relación literatura-historia es el de la periodización, problema al que la revista dedicó su segundo número. Desde 1969 hasta hoy lo que entendemos por “período” no ha cesado de suscitar todo tipo de suspicacias y dudas sobre su utilidad, su función crítica y pedagógica, o su razón de ser. Desconcierta que resulte tan polémico, tan inabordable descriptivamente o tan escurridizo conceptualmente. Si se pudiera simplemente etiquetar la experiencia literaria sin incurrir en irresponsabilidad alguna valdría con aceptar su papel de imprescindible. Pero resulta difícil imaginar una categoría de la historia literaria tan manida, reutilizada y requerida como ésta, por más que nos sintamos incómodos con ella, reconozcamos su arbitrariedad crítica y su transitoriedad. No podemos, afirma Marshall Brown (2001: 312), permanecer estáticamente en ella ni descansar sin ella. O como insiste Eric Hayot, el “período” ejerce un dominio casi absoluto a todos los niveles de la profesión literaria, no sólo de la organización o distribución de los tiempos o modos de la literatura, sino como base incuestionable e irreconocible de la posibilidad de la investigación literaria. Todo el sistema de educación literaria, añade, reifica de hecho el período como concepto histórico fundamental (Hayot 2011: 741).
El reto que plantea esta perspectiva institucional de la periodización implica, por un lado, tener en cuenta el escenario educativo, y, por otro, reexaminar la interrelación de elementos psicológicos, filosóficos, históricos y políticos que entran en juego en la elaboración, transformación, aplicación o extinción de estos conceptos o esquemas descriptivos. Desde la experiencia de la lectura hasta la formalización metodológica y crítica de un sistema, nombre, o denominación — época, edad, década, fase—, el período ha sido objeto de múltiples configuraciones, concebibles a partir de horizontes y nexos muy diversos. La constelación de causas, efectos, inferencias, relaciones e implicaciones que establecerían las secuencias temporales, el impacto de hechos históricos, o los procesos mentales y perceptivos del lector en la configuración de un período constituiría todo un reto epistemológico y crítico, un proyecto utópico, demarcado por los límites de la historia, la fertilidad del lenguaje, la sobreabundancia de claves explicativas y narrativas, o la omnipotencia de la imaginación. Detrás de cada etiqueta subyace una genealogía secreta invisible, perceptible de forma retrospectiva y prospectiva.
Ante estos dilemas no caben definiciones que coloquen el concepto de período ni dentro del idealismo formalista ni del nominalismo. Como sugiere Frances Ferguson (2008: 661), para el caso de la propia historia literaria es necesario partir del testimonio de la experiencia, dadas las dificultades de ir desde la experiencia sensorial a la descripción del objeto que la provoca. O si nos hacemos eco de la opinión de Ortega y Gasset sobre cómo definirnos: lo lógico, sugirió él, es contar nuestra biografía, narrar las secuencias de la vida captando los giros temporales, los cambios psicológicos, sociales o existenciales. Ocurre precisamente que la idea de período como totalidad temporalmente unificada o compacta no es concebible sin otras modalidades implicadas en esa totalidad que salen a la luz inesperadamente, por lo que puede reconocerse cómo la periodización contiene la semilla de su propia negación. Bastantes estudiosos y profesores de literatura estarían dispuestos a compartir esta impresión, aceptando el carácter ficticio y narrativo de estos esquemas.
Subrayo deliberadamente las palabras ficticio y narrativo, por cuanto cualquier modalidad de período representa un mapa imaginario de lo que supuestamente pretende contener, adjetivar, describir o proyectar. Y cualquier período necesita relatar ese intento como recurso heurístico y pauta metodológica, especialmente si, como sugiere Susan Stanford Friedman, cualquier excursión por los dominios de lo moderno, la modernidad o el modernismo encuentra escollos insalvables dentro de esa narrativa sublime y monumental que ha construido la postmodernidad, una inconfundible torre de Babel (Friedman 2001: 493-495). A la luz de las desviaciones a las que puede conducirnos una excursión de esta naturaleza habrá quienes prefieran como alternativa la función que Fredric Jameson atribuye al período, o lo que pueda representar, no un estilo omnipresente y uniforme que compartimos como forma de actuar o pensar sino más bien una situación objetiva compartida ante la que reaccionamos de formas muy diversas y creativas, proporcionando esas respuestas una narración.
En uno de los ensayos dedicados en el número uno de New Literary History a la cuestión de la periodización D.W. Robertson Jr. recomendaba en “Some Observations on Method in Literary Studies” la vuelta a cursos sobre períodos literarios como táctica pedagógica para recuperar el sentido de la historia literaria. Aconsejaba Robertson:
Diachronic studies of relatively brief periods in detail can be extremely helpful, since they reveal the gradual changes in attitude that culminate in more profound changes in style. However, such studies should not assume any kind of progress except that in time. As social institutions change there are concomitant changes in thought, language, and ideals, as well as changes in style. But these changes are better regarded as adaptations within a system than as illustration of linear progress. Ideas and forms of expression appropiate to a later generation are not necessarily appropriate to an earlier generation, so that there are little grounds for thinking of them as improvements.
(Robertson 1969: 24)
Subrayamos aquellas expresiones que reajustan el uso didáctico del término período a una concepción “gradualista” de la historia, en la que la temporalidad anuda lenguaje y proceso social formando un sistema abierto a posibles adaptaciones. El sello estructural que imprime el lenguaje permite a Robertson establecer ciertos matices entre diversas clases de períodos. Los períodos cortos, léase década o generación, por ejemplo, encierran en su marco temporal síntomas de cambios literarios profundos, cambios que no suponen ruptura alguna, sino adaptación dentro de un sistema cultural que puede ser presentado linealmente. Obviamente esos períodos no permiten advertir leyes evolutivas más amplias o decisivas dentro de sus confines temporales. Otros más extensos, como por ejemplo un siglo, sí pueden ilustrar, a decir de Robertson, contrastes dramáticos entre dos estilos literarios distintos, o mostrar adecuadamente, sobre todo si se hace uso de material histórico o sociopolítico relevante, las claves que definen o integran ese período histórica y estéticamente hablando.
Ni que decir tiene que cualquier justificación de la periodización literaria presupone una concepción de la historia y una percepción de los problemas historiográficos que caracterizan la evolución de la historia literaria. La dimensión de esquemas temporales, estructuras literarias y leyes históricas que esboza Robertson expresa una concepción formalista de la literatura que también justifica un objetivo pedagógico evidente: ver si los períodos cortos son más eficaces que los largos a la hora de entender o reinterpretar los cambios o enfoques de la historia literaria. En este caso la producción artística es concomitante, paralela o dependiente de la evolución de la sociedad y de la historia, trazando así unas vías de representación que aspiran a sintonizar evolutiva y moralmente. Encontraría esta propuesta una contrapartida ciertamente pragmática en las observaciones que el prestigioso crítico Jacques Barzun haría en Clio and the Doctors: Psycho-History and History (1964): “Any comparative treatment of periods, events, or ideas must be warranted by the preponderance of concrete similarities and must not merely play with abstractions or imagery” (150).
Probablemente existan numerosas razones para desestimar una periodización metódica de la historia literaria, especialmente si se parte de la fluidez y continuidad de los procesos histórico-literarios, tradiciones genéricas, influencias aparentemente imperceptibles o relectura crítica de alguna obra. Pero es innegable que no es concebible la periodización sin una razón nítidamente pedagógica, sin el crisol institucional que configuran la lectura de los textos, su recepción, circulación y reproducción. En este sentido y contexto la periodización, sugiere Russell Berman, marca fronteras definidas dentro de los procesos de canonización, poniendo a salvo a través de los períodos los procesos de recepción. “Canonicity”, dice Berman, “corrects the present by constantly recollecting the past in order to envision a future; periodization asserts the hegemony of any given present and therefore ends to value conformity” (2001: 327).
Es fundamental conocer o advertir el papel de la temporalidad en la articulación de la historia literaria si se pretende recuperarla desde el aula. Frecuentemente nos situamos en el escenario académico dispuestos a recomponer cronológicamente algún período literario para suscitar asociaciones históricas, evocaciones en torno a la obra o su autor, precisiones críticas puntuales, afinidades temáticas o contrastes de estilo que contribuyan a crear un núcleo mínimo de historiografía literaria. Y lamentablemente nos encontramos con el desconocimiento más absoluto de la historia por parte de alumnos que utilizan el término intertextualidad con toda naturalidad o mimetismo verbal. No es posible en esas circunstancias proceder al asalto del texto desvirtuando cualquier marco explicativo de periodización ni establecer comparación alguna entre textos, salvo reetiquetar uno en función del otro como gesto de displicencia pedagógica. Dentro de una situación tan anómala como común debe el profesor interrogarse, como lo hace Russell Berman (2001: 320), por la relación entre la obra literaria y su período, por la significación que confiere la atribución de rasgos de un período al entendimiento de la obra.
Ésta es indudablemente la tarea pedagógica por excelencia: reexaminar la relación entre obra y período como proceso de reciprocidad crítica, nexo heurístico y clave cultural. Como hemos sugerido, los nombres, denominaciones y categorías descriptivas del período pueden resultar obsoletos o servir de pretexto ficticio que de lugar a nuevos pretextos, pero por convencional o acomodaticio que resulte no deja de ser un signo de valoración crítica, tal vez relevante en algún momento de su historia lexicografía o índice de transformaciones insospechadas en la historia literaria. Por banal que parezca la investigación lexicológica de estos términos — ¿cabría desentrañar la historia de “The Spirit of the Age” sin rozar las fronteras “epistémicas de Foucault? o descentrar “The Era of Pound” del contexto que crea Hugh Kenner?— desvelaría historias de la interpretación que hoy reducimos a funciones metanarrativas al hablar de períodos.